Estimado Dr. Kokx:
He leído con vivo interés su artículo titulado Preguntas para Viganò: Su Excelencia tiene razón en cuanto al Concilio pero, ¿qué piensa que debemos hacer los católicos ahora?, publicado en Catholic Family News el pasado 22 de agosto (aquí). Por tratarse de cuestiones de grave importancia para los fieles, respondo gustoso a sus preguntas.
Me pregunta: «¿Qué significa para el arzobispo Viganò separarse de la Iglesia conciliar?» Le respondo igualmente con una pregunta: ¿Qué significa separarse de la Iglesia para los partidarios del Concilio? Aun siendo evidente que no es posible la menor comunión con quienes proponen las doctrinas adulteradas del manifiesto ideológico conciliar, es necesario precisar que el mero hecho de estar bautizado y pertenecer a la Iglesia de Cristo no supone adhesión a la camarilla del Concilio. Y esto también se aplica a los simples fieles y a los clérigos seculares y regulares que por diversas razones se consideran sinceramente católicos y reconocen a la Jerarquía.
Por el contrario, habría que aclarar la postura de cuantos, declarándose católicos, abrazan doctrinas heterodoxas que se han difundido en los últimos decenios, conscientes de que suponen una ruptura con el Magisterio anterior. En este caso, es lícito poner en duda la verdadera pertenencia de ellos a la Iglesia Católica, en la que todavía ejercen cargos que les confieren autoridad. Una autoridad ejercida ilícitamente cuando a lo que se aspira es a obligar a los fieles a aceptar la revolución que se ha impuesto después del Concilio.
Aclarado este punto, es evidente que no son los fieles tradicionalistas -o sea, los verdaderos católicos, según San Pío X- los que deben abandonar la Iglesia en la que tienen pleno derecho a seguir y de la cual sería una insensatez apartarse, sino los modernistas, que han usurpado el nombre de católicos precisamente porque es el único término burocrático que impide que se los equipare a cualquier secta herética. Esta pretensión suya les sirve para no terminar como los centenares de movimientos heréticos que a lo largo de los siglos se han creído capaces de reformar la Iglesia a su antojo, anteponiendo el orgullo a la humilde custodia de las enseñanzas recibidas de Nuestro Señor. Pero así como no es posible reivindicar la ciudadanía de una patria con la que no se comparte lengua, derecho, fe y tradición, también es imposible que quien no comparte la fe, la moral, la liturgia y la disciplina de la Iglesia Católico pueda arrogarse el derecho a permanecer en ella y ascender grados en la Jerarquía.
No cedamos, pues, a la tentación de abandonar –aunque con un justificada indignación– la Iglesia católica con el pretexto de que ha sido invadida por herejes y fornicarios; es a ellos a quienes hay que expulsar del recinto sagrado en una labor de purificación y penitencia que debe partir de cada uno de nosotros.
También es patente que hay numerosos casos en que los fieles se topan con graves problemas al frecuentar su parroquia, como también son muy escasos los templos en que se celebra la Santa Misa según el rito católico. Los horrores que se propagan desde hace décadas en muchas de nuestras parroquias y santuarios hacen también imposible asistir a una eucaristía sin sentirse incómodos y poner en peligro la propia fe. Así como también es muy difícil obtener para uno mismo y para sus hijos una formación católica, sacramentos celebrados dignamente y una formación espiritual sólida. En estos casos, los fieles laicos tienen el derecho y el deber de buscar sacerdotes, congregaciones e instituciones que sean fieles al Magisterio de siempre. Y que a la loable celebración del Rito Tradicional se añada una fiel adhesión a la doctrina y la moral sin hacer la menor concesión al Concilio.
La situación es, desde luego, demasiado compleja para los sacerdotes, que dependen jerárquicamente de su obispo o su superior, pero al mismo tiempo tienen el sacrosanto derecho de seguir siendo católicos y poder celebrar según el rito católico. Si por un lado los seglares tienen más libertad de acción para escoger a qué comunidad dirigirse para oír Misa, recibir los sacramentos y formarse, aunque con menos autonomía por tener que depender de todos modos de un sacerdote, por otro lado los sacerdotes tienen menos libertad de acción al estar incardinados en una diócesis o una orden y sometidos a la autoridad eclesiástica, pero tienen más autonomía por estar en situación de decidir legítimamente celebrar la Misa y administrar los sacramentos por el Rito Tridentino. El motu proprio Summorum pontificum recalcó que fieles y sacerdotes tienen el derecho inalienable -derecho que no se les puede negar- de servirse de la liturgia que expresa con más perfección nuestra Fe. Pero hoy en día ese derecho se debe aprovechar no sólo y no tanto para conservar el Rito extraordinario, sino para dar testimonio de adhesión al Depósito de la Fe que sólo encuentra plena correspondencia en al Rito Antiguo.
Todos los días me llegan sentidas cartas de sacerdotes que son marginados, transferidos a otra parroquia o condenados al ostracismo por su fidelidad a la Iglesia: la tentación de encontrar un punto de apoyo lejos del estrépito de los novadores es grande, pero debemos tomar ejemplo de las persecuciones que sufrieron muchos santos. Entre ellos San Atanasio, en el que tenemos un modelo de cómo hay que desempeñarse cuando se propaga la herejía y se desata la furia perseguidora. Como ha recordado muchas veces mi venerado hermano en el episcopado monseñor Athanasius Schneider, el arrianismo que afligió a la Iglesia en tiempos del santo doctor de Alejandría de Egipto estaban tan difundido entre los obispos que cualquiera hubiera creído que la Iglesia Católica iba a desaparecer del todo. Pero gracias a la fidelidad y al testimonio heroico de los pocos prelados que se mantuvieron fieles, la Iglesia supo remontarse. Sin aquel testimonio, el arrianismo no habría sido derrotado. Y sin nuestro testimonio actual, no será derrotado el modernismo y la apostasía globalista del presente pontificado.
Por tanto, no es cuestión de trabajar dentro o fuera; los viñadores son llamados a trabajar en la viña del Señor, y deben permanecer en ella aunque les cueste la vida. Los pastores son llamados a apacentar la grey del Señor, mantener alejados a los lobos rapaces y ahuyentar a los mercenarios que no se preocupan de salvar a las ovejas y los corderos.
Esta labor en muchos casos silenciosa y oculta la viene realizando la Fraternidad San Pío X, a la que hay que reconocer el mérito de no haber permitido que se apague la llama de la Tradición en un momento en el que celebrar la Misa antigua se consideraba subversivo y motivo de excomunión. Sus sacerdotes han constituido una saludable espina en el costado del Cuerpo de la Iglesia, considerados un inaceptable ejemplo para los fieles, un constante reproche para la traición cometida contra el pueblo de Dios, una opción inadmisible al nuevo rumbo trazado por el Concilio. Y si su fidelidad hizo inevitable la desobediencia al Papa al realizar las consagraciones episcopales, gracias a ellas la Fraternidad se libró de los furiosos ataques de los novadores y ha hecho posible con su existencia que se manifiesten las contradicciones y errores de la secta conciliar, siempre amistosa hacia los herejes e idólatras e implacablemente rígida e intolerante con la Verdad católica.
Considero a monseñor Lefevbre un confesor ejemplar de la Fe, y creo que ya es palmario hasta qué punto su denuncia del Concilio y de la apostasía modernista está fundada y tiene mucha vigencia. No olvidemos que la persecución que sufrió monseñor Lefebvre por parte de la Santa Sede y los obispos de todo el mundo ha servido ante todo de elemento disuasorio para los católicos refractarios a la revolución conciliar.
Concuerdo asimismo con todo lo que señaló S.E. Bernard Tissier de Mallerais sobre la presencia simultánea de dos entidades en Roma: la Iglesia de Cristo está ocupada y eclipsada por la camarilla modernista conciliar que se ha impuesto en la propia jerarquía y se vale de la autoridad de sus ministros para prevalecer en la Esposa de Cristo y madre nuestra.
La Iglesia de Cristo -que no sólo subsiste en la Iglesia Católica, sino que es exclusivamente la Iglesia Católica- está simplemente ensombrecida, eclipsada por una iglesia extraña y extravagante que se ha instalado en Roma, conforme a la visión que tuvo la beata Ana Catalina Emmerick. Convive, como la cizaña, en la Curia Romana, en las diócesis y en las parroquias. No podemos juzgar las intenciones de nuestros pastores ni dar por sentado que todos se han corrompido en la fe y la moral; por el contrario, podemos esperar que muchos de ellos, hasta ahora intimidados y silenciados, se den cuenta conforme avanzan la confusión y la apostasía del engaño de que han sido objeto y terminen por despertar de su letargo. Innumerables laicos están alzando la voz; otros habrán de seguirles necesariamente, junto a buenos sacerdotes, sin duda presentes en cada diócesis. Este despertar de la Iglesia militante -me atrevería a llamarlo resurrección- es necesario, improrrogable e inevitable; ningún hijo tolera que su madre sea objeto de ofensa por parte de los sirvientes, ni que el padre sufra la tiranía de de los administradores de sus bienes. En esta dolorosa situación, el Señor nos ofrece la oportunidad de ser sus aliados y combatir bajo su bandera en esta santa batalla. El Rey vencedor de los errores y de la muerte nos brinda la oportunidad de compartir el honor de la victoria y el premio eterno que ésta comporta, tras haber padecido con él.
Pero para hacernos acreedores a la gloria del Cielo estamos llamados a redescubrir –en una época afeminada y desprovista de valores como el honor, la fidelidad a la palabra empeñada y el heroísmo un aspecto fundamental para todo bautizado– que la vida cristiana es una milicia, y que por el Sacramento de la Confirmación estamos llamados a ser soldados de Cristo, bajo cuya enseña debemos combatir. Cierto es que en la mayor parte de los casos se trata de un combate esencialmente espiritual. Pero a lo largo de la historia hemos visto con cuánta frecuencia, ante las violaciones de los derechos fundamentales de Dios y de la libertad de la Iglesia se ha hecho necesario empuñar la armas. Nos lo enseña la denodada resistencia a la invasión islámica en Lepanto y a las puertas de Viena, la persecución de los cristeros en México y de los católicos en España, y todavía en nuestros días la cruel guerra que se libra contra los cristianos por todo el mundo. Hoy estamos más que nunca en situación de comprender el odio teológico de los enemigos de Dios inspirados por Satanás, los ataques a todo lo que recuerde a la Cruz de Cristo: la Virtud, el Bien, la belleza, la pureza… Todo ello debe espolearnos para levantarnos en un arranque de sano orgullo para reivindicar nuestro derecho no sólo a no ser perseguidos por enemigos externos, sino también y sobre todo a tener pastores firmes y valerosos, santos y temerosos de Dios, que hagan ni menos lo que hicieron durante siglos sus predecesores: predicar el Evangelio de Cristo, convertir a los hombres y las naciones y propagar por todo el mundo el Reino del Dios vivo y verdadero.
Todos estamos llamados a realizar un gesto de fortaleza –virtud cardinal olvidada, que no por casualidad exige fuerza viril, ἀνδρεία: saber hacer frente a los modernistas; resistencia que hunde sus raíces en la caridad y la verdad, atributos de Dios.
Si sólo celebráis la Misa Tridentina y predicáis la sana doctrina sin mencionar el Concilio, ¿qué os podrán hacer? ¿Echaros tal vez de vuestras iglesias? Y después, ¿qué? Nadie os podrá impedir celebrar la renovación del Santo Sacrificio sobre un altar improvisado o en una buhardilla, como hacían los sacerdotes refractarios durante la Revolución Francesa y hacen todavía en China. Y si intentan apartaros, resistid; el Derecho Canónico garantiza el gobierno de la Iglesia en la prosecución de sus fines principales, no para demolerla. Dejemos de temer que la culpa del cisma es de quien lo denuncia y no de quien lo lleva a efecto; ¡cismáticos y herejes son los que hieren y crucifican el Cuerpo Místico de Cristo, no quienes lo defienden denunciando a los verdugos!
Los laicos pueden exigir a sus pastores que se comporten como tales, prefiriendo a los que demuestren no estar contaminados con los errores actuales. Si una Misa se vuelve un tormento para los fieles y éstos se ven obligados a asistir a sacrilegios, soportar herejías o desvaríos impropios de la Casa del Señor, es mil veces preferible ir a una iglesia en la que el sacerdote celebre dignamente el Santo Sacrificio, según el rito que nos ha transmitido la Tradición, y predique conforme a la sana doctrina. Cuando obispos y párrocos se den cuenta de que el pueblo cristiano quiere el pan de la Fe en vez de las piedras y escorpiones de la neoiglesia, dejarán de lado sus temores y atenderán a las legitimas peticiones de los fieles. Los otros, auténticos mercenarios, demostrarán lo que son y sólo serán capaces de congregar en torno suyo a quienes comparten sus errores y perversiones. Se extinguirán por sí solos; el Señor seca el pantano y volverá árida la tierra sobre la que crecen los espinos, y acaba con las vocaciones en los seminarios corruptos y los conventos rebeldes a la regla.
Los fieles laicos tienen un deber sagrado hoy en día: consolar a los sacerdotes y obispos buenos apiñándose en torno a ellos como las ovejas a su pastor. Alojarlos, ayudarlos y consolarlos en sus tribulaciones. Que creen comunidades en las que no predominen las murmuraciones y divisiones, sino la Caridad fraterna en el vínculo de la Fe. Y como en el orden establecido por Dios –κόσμος– los súbditos deben obediencia a la autoridad y no pueden hacer otra cosa que resistirla cuando ésta abusa de su poder, no incurrirán en culpa alguna por la infidelidad de sus jefes, sobre los cuales pesa en cambio una gravísima responsabilidad por la manera en que ejercen el poder vicario que se les ha conferido. No debemos complacernos de los errores de nuestros pastores, sino rezar por ellos y amonestarlos respetuosamente. No se debe poner en tela de juicio su autoridad, sino el uso que hacen de ella.
Tengo la certeza -y es una certeza que me nace de la Fe- de que el Señor no dejará de premiar nuestra fidelidad después de habernos castigado por las culpas de los eclesiásticos, dándonos sacerdotes, obispos y cardenales santos, y sobre todo un papa santo. Esos santos saldrán de nuestras familias, comunidades e iglesias, en las que se debe cultivar la Gracia de Dios con la oración constante, con la frecuencia de los Sacramentos, y ofreciendo sacrificios y penitencias que la Comunión de los Santos nos permite ofrecer a la Divina Majestad en expiación por nuestros pecados y los de nuestros hermanos, incluidos los que ejercen autoridad. En esto los seglares tienen una misión importante que cumplir: custodiar la fe en el seno de su familia, para que los jóvenes que sean educados en el amor y el temor del Señor puedan un día ser padres responsables, y también ministros del Señor, sus heraldos en las órdenes religiosas de ambos sexos, apóstoles suyos en la sociedad civil.
El remedio contra la rebeldía es la obediencia. El remedio contra la herejía es la fidelidad a las enseñanzas de la Tradición. El remedio contra el cisma es la devoción filial a los sagrados pastores. El remedio contra la apostasía es el amor a Dios y a su santísima Madre. El remedio contra el vicio es la práctica humilde de la virtud. El remedio contra la corrupción de las costumbres es vivir constantemente en presencia de Dios. Pero la obediencia no puede pervertirse convirtiéndose en un estúpido servilismo, ni el respeto a la autoridad puede pervertirse volviéndose lisonja. Y no olvidemos que si los laicos tienen la obligación de obedecer a sus pastores, más grave aún es el deber que éstos tienen de obedecer a Dios, usque ad efussionem sanguinis, hasta derramar la sangre.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
1º de septiembre de 2020
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)