Hiroshima, Nagasaki y el mensaje de Fátima

Hace ochenta años finalizaba la Segunda Guerra Mundial. Tras la rendición de la Alemania nazi el 8 de mayo de 1945, Estados Unidos seguía en guerra con Japón. La mañana del 6 de agosto de ese año, a las 8:15, la aviación estadounidense arrojó una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días más tarde, el 3 de agosto, estalló otra bomba en Nagasaki. Ambas ciudades quedaron reducidas a montones de escombros. La cantidad total de víctimas se calculó en unas 200.000, casi todas ellas civiles. El día 14, el emperador Hiro Hito aceptó la rendición incondicional del país del sol naciente.

Las autoridades políticas y civiles de EE.UU. declararon que la debacle había sido necesaria para acortar el conflicto y salvar la vida de gran cantidad de soldados norteamericanos y japoneses que habrían muerto de haberse prolongado las operaciones militares. Pero habría sido suficiente con hacer explotar la bomba contra un objetivo exclusivamente militar para demostrar de un modo espectacular su potencia sin masacrar a tantos inocentes. La Conferencia de La Haya de 1907 sobre leyes y usos de la guerra, en aquel entonces vigente, prescribía en su artículo XXV: «Queda prohibido atacar o bombardear ciudades, pueblos, casas o edificios que no estén defendidos». Pero a esas alturas ambas partes beligerantes incumplían las mencionadas reglas, con lo que numerosas acciones bélicas de la segunda contienda mundial resultaron inmorales.

La bomba atómica era, y sigue siendo, el artefacto más devastador que pueda concebir una mente humana.

Las ojivas nucleares que estallaron en Hiroshima y Nagasaki tenían respectivamente 15 y 20 kilotones. Las actuales, sean estadounidenses, rusas o chinas, oscilan entre 5 y 10 veces dicha potencia si se utilizan como armas tácticas; por su parte, las bombas estratégicas pueden ser decenas o centenares de veces más potentes.

Con todo, según la doctrina católica, por terrible que sea, una bomba nuclear es menos grave que un solo pecado grave. Ello obedece, como dice Santo Tomás de Aquino, a que «el pecado mortal es un mal inmenso, según su especie; es más grave que todo daño corporal, incluso que la corrupción de todo el universo material» (Summa Theologiae, I-II, q. 73, a. 8, ad 3). El mal físico puede incluso cumplir una función en la Providencia divina contribuyendo a un bien mayor, pero un solo pecado mortal es peor que todos los males físicos del universo juntos, ya que se trata de una ofensa directa y voluntaria a Dios que origina la pérdida del alma, y el bien del alma es infinitamente superior al del cuerpo (Summa Theologiae, II-II, q. 26, a. 3).

Tanto en Hiroshima como en Nagasaki ocurrieron sin embargo algunos episodios que nos recuerdan que el amor de Dios es más poderoso que la muerte y puede protegernos de todo mal.

En 1945 existía en Hiroshima una pequeña comunidad de padres jesuitas alemanes que vivía junto a la casa parroquial de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, distante apenas ocho kilómetros del epicentro de la explosión nuclear.

Uno de ellos, el padre Hubert Schiffert (1915-1982), relata que en el momento en que cayó la bomba acababan de celebrar la Misa y se habían dirigido al comedor: «De improviso, un terrorífico estallido convirtió el aire de la sala en una tempestad de fuego. Una fuerza invisible me arrancó de la silla y, lanzándome, me volteó como una hoja arrastrada por una ráfaga otoñal de viento». Los cuatro jesuitas pasaron un día entero envueltos en un torbellino de fuego, humo y nubes tóxicas, pero ninguno resultó afectado por la radiación, y su parroquia se mantuvo en pie, mientras que todas las casas de los alrededores quedaron destruidas y nadie sobrevivió. Cuando los religiosos pudieron ser socorridos, los médicos comprobaron estupefactos que sus cuerpos parecían inmunes a la radiación y a todos los efectos nocivos de la explosión. El padre Schiffer vivió treinta y siete años más gozando de buena salud, y participó en el congreso eucarístico que se celebró en Filadelfia en 1976. Para entonces, todos sus compañeros de la comunidad de Hiroshima seguían con vida. Desde el día en que cayeron las bombas, los jesuitas supervivientes fueron objeto de más de 200 exámenes médicos que no arribaron a ninguna conclusión, salvo que la ciencia humana era incapaz de explicar que hubieran sobrevivido a la explosión.

Los jesuitas atribuyeron su salvación a la Virgen de Fátima, a la que veneraban rezando el Rosario todos los días. «Habíamos resuelto vivir el mensaje de Nuestra Señora de Fátima en nuestro país de misión; por eso rezábamos el Rosario cada día», declaró el padre Schiffer.

En Nagasaki tuvo lugar un milagro parecido. Allí se encontraba el convento franciscano Mugenzai no Sono (jardín de la Inmaculada), que había fundado San Maximiliano Kolbe. Este monasterio resultó indemne al estallido de la bomba nuclear, al igual que la residencia de los padres jesuitas de Hiroshima. Los franciscanos de Nagasaki veneraban a la Inmaculada y propagaban el mensaje de Fátima. El padre Kolbe, apóstol de la Inmaculada, había fallecido el 14 de agosto de 1941 en Auschwitz.

Estos episodios confirman una gran verdad: no hay que tener miedo a las bombas nucleares, sino al desorden moral que aqueja a la humanidad. La única razón de los males que nos desbordan es el pecado, porque, como dice San Pablo, el sufrimiento y la muerte entraron en el mundo por el pecado (Rm. 5,12). Pero la oración derrota el mal, y la Virgen de Fátima nos ha enseñado que el arma por excelencia en el combate cristiano es el Santo Rosario. En una entrevista concedida al padre Agostino Fuentes el 26 de diciembre de 1957, la hermana Lucía, la vidente de Fátima, dijo: «El castigo del Cielo es inminente (…) Dios ha decidido dar al mundo los dos últimos remedios contra el mal: el Rosario y la devoción al Corazón Inmaculado de María. No habrá más (…) En la vida privada de cada uno de nosotros o de los pueblos y naciones no hay problema, por difícil que sea, material o sobre todo espiritual, que no pueda resolver el Santo Rosario».

Como podemos ver, el Rosario es más potente que la bomba atómica.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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