El sínodo que se clausuró el pasado día 27 de este mes dio la impresión de ser un intento por parte del papa Francisco de sofocar el incendio provocado por los prelados alemanes con el camino sinodal que emprendieron en 2020. El ambicioso objetivo que los obispos progresistas, no sólo de Alemania, se proponían era dar este año un decisivo paso adelante con respecto al Sínodo Panamazónico de 2019, consiguiendo la ordenación de mujeres, el matrimonio en determinadas condiciones de los sacerdotes, la implementación de la agenda LGTB y la atribución de autoridad doctrinal a las conferencias episcopales. Nada de eso aparece en el documento final aprobado el pasado día 16. documento que no ha sido del agrado de nadie y ha llevado a afirmar al vaticanista Andrea Gagliarducci que no ha habido ni vencedores ni vencidos (Aci Stampa, 26 de octubre de 2024).
Ahora bien, ¿el documento sinodal apagará realmente el incendio o más bien echará más leña al fuego? El papa Francisco ha renunciado a pronunciar la exhortación postsinodal, afirmando que quiere «entregar el documento al santo pueblo fiel de Dios». «En el Documento –agregó–hay ya indicaciones muy concretas que pueden ser una guía para la misión de las Iglesias, en los diversos continentes, en los diferentes contextos (…) La Iglesia sinodal para la misión, ahora necesita que las palabras compartidas vayan acompañadas por hechos. Este es el camino».
Como vemos, el Sínodo ha concluido, pero el proceso continúa. Es lógico suponer que el ala ultraprogresista de la Iglesia considere que tiene el deber de poner por obra la apertura verbal del Sínodo, y además porque Francisco deja en la práctica en manos de los obispos la posibilidad de interpretar libremente el documento. Dos cardenales arzobispos de Estados Unidos, Robert McElroy de San Diego y Blaise Cupich, según informó Michael Haynes en LifeSiteNews el pasado día 28, anunciaron que querían reformar la estructura de la Iglesia en la línea de la sinodalidad. El documento final reitera que «la sinodalidad es una dimensión constitutiva de la Iglesia» (nº28) y que «el Obispo de Roma, principio y fundamento de la unidad de la Iglesia (cf. LG 23), es el garante de la sinodalidad» (n.º 131).
El profesor Alberto Melloni, uno de los más profundos conocedores del mundo progresista, al cual pertenece, no oculta su decepción porque el Sínodo no haya resultado ser un Concilio Vaticano III. «El doble sínodo bergogliano podía, y debía –afirmó–, haber sido el lugar de encuentro en cuanto al giro doctrinal» que el Concilio impuso a la Iglesia, pero concluyó «sin traumas y sin fruto». Para Meloni, podría suscitar «una crisis vertical, dramática, con connotaciones del siglo XVI y consecuencias imprevisiblemente trágicas» (Corriere della Sera, 23 de octubre de 2024).
Melloni no explica cuál pueda ser esa dramática crisis. No está claro si la crisis vertical de la que habla tiene que ver con la relación entre las altas jerarquías y la base de la Iglesia, o si se refiere a una fractura interna del episcopado. En todo caso, el proceso revolucionario afloja la marcha pero no se detiene. Junto al incendio que el documento final del Sínodo intenta apagar en vano existe otro fuego: el del Amor Divino, cuyo símbolo es el Sagrado Corazón de Jesús, «horno ardiente de amor divino». Y precisamente el papa Francisco ha dedicado al culto al Sagrado Corazón su cuarta encíclica, Dilexit nos, que salió a la luz el día 24 de este mes, tres días antes de la clausura de la asamblea sinodal.
La teología católica del Sagrado Corazón fue expuesta magníficamente por León XIII en la encíclica Annum sacrum del 25 de mayo de 1889, por Pío XI con la encíclica Miserentissimus Redemptor del 8 de mayo de 1928 y Pío XII con Haurietis aquas del 15 de mayo de 1956. Francisco se remite expresamente al Magisterio de estos papas: «Varios de mis predecesores se han referido al Corazón de Cristo e invitaron a unirse a él con lenguajes muy diversos. A fines del siglo XIX, León XIII nos invitaba a consagrarnos a él y en su propuesta unía al mismo tiempo el llamado a la unión con Cristo y la admiración ante el esplendor de su infinito amor. Unos treinta años después Pío XI presentaba esta devoción como una suma de la experiencia de fe cristiana. Más aún, Pío XII sostuvo que el culto al Sagrado Corazón expresa de modo excelente, como una sublime síntesis, nuestro culto a Jesucristo» (nº79).
Francisco reitera con Pío XII que «nuestra devoción al Corazón de Cristo es algo esencial a la propia vida cristiana (…) hasta el punto que podemos sostener una vez más que el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio» (nº83), y basa en Pío XII el concepto teológico de reparación por los pecados del mundo (n.º 153-156), ya que «los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte» (nº155). Cita por extenso las palabras de grandes santos como San Francisco de Sales (nº 114-118), Santa Margarita María Alacoque (n.º 119-124), San Claudio de la Colombière (nº 125-128), San Carlos de Foucauld (nº 130-132) y Santa Teresa del Niño Jesús (nº 133-142). Francisco concluye con estas palabras: «De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una humanidad nueva» (nº219).
Pareciera que el documento final del Sínodo y la encíclica Dilexit nos procedieran de planetas diversos, pero la contradicción ha sido y sigue siendo lo que caracteriza a este pontificado. Sería una pérdida de tiempo ponerse a buscar algo bueno en el documento sinodal y algo malo en la encíclica del Papa. ¿Qué debe hacer el católico ante dos documentos tan dispares? El sentido común propone lo siguiente:
• No hacer caso del documento final del Sínodo, que por otra parte carece de valor normativo. La lectura de dicho texto no puede hacer otra cosa que confundir a los files, los cuales ya están además demasiado desorientados.
• Responder positivamente a la llamada al Sagrado Corazón de Jesús mediante las prácticas que recomienda Francisco: «La propuesta de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes (…) haría mucho bien por otra razón: porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra obsesión por el tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las redes sociales, olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la Eucaristía» (nº84). «Del mismo modo, nadie debe sentirse obligado a realizar una hora de adoración los días jueves. Pero, ¿cómo no recomendarla? Cuando alguien vive con fervor esta práctica junto con tantos hermanos y encuentra en la Eucaristía todo el amor del Corazón de Cristo, “adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano”» (nº85).
No olvidemos que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús es inseparable de la que se tributa al Corazón Inmaculado de María, que la propia Virgen recomendó en Fátima. Este año se conmemora el octogésimo aniversario de la encíclica Ad Caeli Reginam del 11 de octubre de 1954, en la que Pío XII extendió a toda la Iglesia el culto al Inmaculado Corazón de María, mandando que cada año se le renovase la consagración del género humano.
El 10 de diciembre de 1925 la Virgen le mostró a Sor Lucía su corazón coronado de espinas, le dijo que nadie hacía nada para reparar los pecados y pidió que la consolasen observando la devoción de los primeros sábados de mes. La devoción consoladora es uno de los puntos esenciales de la encíclica del papa Francisco, que quiere «rescatar esa expresión de la experiencia espiritual desarrollada en torno al Corazón de Cristo: el deseo interior de darle un consuelo» (nº152).
A quien practique esta devoción a lo largo de los primeros viernes y sábados de cada mes, la Virgen les garantiza la gracia de la perseverancia final, gracia valiosísima en los confusos tiempos que atravesamos.