La liturgia tradicional de la Iglesia celebra el 22 de agosto la fiesta del Corazón Inmaculado de María. La reforma litúrgica posterior al Concilio trasladó la fiesta al sábado de la segunda semana después de Pentecostés.
La devoción al Corazón Inmaculado de María es tan antigua como el cristianismo. Su primer gran apóstol vivió en el siglo XVII y fue San Juan Eudes (1601-1680), que empezó a celebrarla con los religiosos de la congregación que fundó, los eudistas. Según San Juan Eudes, el Corazón Inmaculado de María es depositario y custodio de las gracias que nos mereció el Señor con su vida y su muerte, y sabemos que Dios no distribuye ni distribuirá jamás gracias a nadie sino mediante las manos y el corazón de Aquella que es tesorera y dispensadora de todos los dones. Es, en definitiva, el Corazón que se nos ha dado junto con el de Jesús, «no sólo como modelo, sino para que sea nuestro, porque por ser miembros de Jesús e hijos de María, debemos compartir con nuestra Cabeza y con nuestra Madre un mismo corazón y realizar todos nuestros actos con el Corazón de Jesús y de María» (El admirable Corazón de la Madre de Dios, l. xi, c. 2).
Esta devoción cobró un gran impulso con la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción por Pío IX el 8 de diciembre de 1854. Como se puede leer en la bula Inefabbilis Deus, que define su Inmaculada Concepción, desde el primer instante de su existencia María estuvo colmada de luz, belleza y santidad y fue erigida sobre todos los ángeles y los santos. Después de Dios no hay nadie más elevado que Ella en todo el universo. Por eso, la Iglesia reserva a la Santísima Virgen el culto especial llamado hiperdulía, que tiene por objeto su Persona y su Corazón.
La devoción al Corazón Inmaculado de María corre parejas con la del Sagrado Corazón de Jesús. Ambos corazones están indisolublemente ligados. Al igual que en Jesucristo, tampoco hay en María parte más excelente y más noble que el Corazón. San Luis María Grignion de Monfort afirma que en el Corazón de María el propio Dios se ha afincado con todas sus perfecciones (Tratado de la verdadera devoción, nº 178).
La Virgen, que ya había dado su sello de aprobación en Lourdes al dogma de la Inmaculada Concepción, anunció en 1917 en Fátima a tres pastorcitos de Cova de Iría que Dios deseaba instaurar en el mundo la devoción a su Corazón Inmaculado, y pidió como condición para ello la consagración de Rusia y la práctica piadosa de los cinco primeros sábados de mes. En 1942, Pío XII consagró la Iglesia y el género humano al Corazón Inmaculado de María, y en 1944 extendió la festividad a toda la Iglesia, fijándola el 22 de agosto. El mismo pontífice, mediante la encíclica Coeli Reginam del 28 de octubre de 1954, instituyó la fiesta de María Reina, para que se celebrase en todo el mundo el 31 de mayo, y dispuso que dicho día se renovara la consagración del género humano al Corazón Inmaculado de María, proclamando que con dicho gesto se proponía una vez más «la gran esperanza de que surja una nueva época animada por el gozo de la paz cristiana y el triunfo de la religión», y afirmó que «la invocación del reino de María es (…) la voz de la fe y la esperanza cristiana» (Discurso del 1 de noviembre de 1954).
Como se ve, la devoción al Corazón Inmaculado de María está vinculada a la de la Realeza de la Santísima Virgen. O sea, a la devoción a su reinado, también social, tomada de las propias palabras de la Virgen: «Al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará».
La vocación de nuestra época consiste en acceder a los deseos del Cielo luchando para que se cumpla esa promesa, que significa el triunfo de la Iglesia y la instauración del Reinado Social de Jesús y de María. Jesucristo tiene derecho a reinar sobre las instituciones, las leyes y las costumbres de la sociedad humana. Eso sí, desea que junto con Él reine su divina Madre María, que aunque oculta al mundo en el momento de la Encarnación, debe ser conocida, aclamada y proclamada Reina por el mundo entero, en palabras de San Luis María Grignon de Monfort.
El triunfo final del Corazón Inmaculado de María señalará el fin de un mundo rebelde a Dios y el retorno de la humanidad a los principios imperativos del orden natural cristiano: una conversión profunda y duradera destinada a transformar el mundo moderno, como cuando el influjo vital de la Gracia transformó la barbarie construyendo la civilización cristiana medieval.
Un verdadero católico no puede dudar de la promesa de Fátima, reconocida como cierta por todos los pontífices de los siglos XX y XXI. Con la consagración de Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María por el papa Francisco el pasado 25 de marzo, se ha acercado el momento misterioso del triunfo del Corazón Inmaculado por el que tantas almas rezan y combaten.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)