En el mes de este año se han cumplido 1700 años del Concilio de Nicea, el primero ecuménico de la Iglesia, y el papa León XIV ha anunciado que quiere viajar a Turquía, donde se encuentra Nicea, para conmemorar tan gran acontecimiento.
Nicea nos puede parecer un lugar y un momento lejanos, muy apartado de las preocupaciones que hoy nos asaltan. Sin embargo, todo lo que tenga que ver con la historia de la Iglesia debería ser siempre de actualidad para nosotros, por estar cargado de enseñanzas que no se pierden con el tiempo. Posiblemente internet nos absorba, leamos de todo, queramos saber de todo, pero tenemos que preocuparnos del lugar que damos entre nuestras ocupaciones al estudio de la historia de la Iglesia, la teología y la filosofía cristiana. Sin cultivar ese estudio, la vida espiritual del cristiano no podrá desarrollarse jamás; será meramente superficial y sentimental, estando destinada a marchitarse.
Cristiano significa discípulo de Jesucristo, ¿y cómo se puede ser discípulo de Jesucristo sin profundizar en su conocimiento? En su primer discurso en la Capilla Sixtina el pasado 9 de marzo, el Papa dijo que hay que anunciar a Cristo a todo el mundo; no como una especie de superhombre, como a veces se lo considera, sino como el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Fue en el Concilio de Nicea, de hecho fueron los cuatro primeros concilios de la Iglesia, en los que se aclaró la verdadera naturaleza de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, al promulgarse las primeras grandes verdades de fe. San Gregorio Magno comparó los cuatro primeros concilios de la Iglesia con los cuatro Evangelios: «Confieso que venero con la misma devoción los cuatro primeros concilios que los cuatro libros de los Santos Evangelios» (Epístola I, 24: PL 77, col. 478). Los cuatro concilios a los que se refiere son los de Nicea (325), I de Constatinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). En ellos se formularon los dogmas fundamentales de la Iglesia: el de la Trinidad y el cristológico, además del de la maternidad divina de María, que es igual de importante.
Los antitrinitarios del siglo IV, seguidores del sacerdote Arrio, negaban la divinidad de Cristo. Sostenían que sólo el Padre era el único y verdadero Dios. El Verbo, intermediario entre Dios y el mundo, sería por el contrario de una sustancia diferente a la divina. Contra ellos, Nicea definió que el Verbo es verdadero Hijo de Dios, de la misma sustancia que el Padre y por tanto verdadero Dios. La palabra consustancial expresa la perfecta igualdad entre el Verbo y el Padre. El Concilio de Constantinopla confirmó el símbolo niceno, y declaró que el Espíritu Santo es verdaderamente Dios como el Hijo y el Padre.
El Concilio de Éfeso afirmó, contra el hereje Nestorio, la maternidad divina de María y la unidad verdadera y sustancial de los elementos divino y humano de Cristo en la unidad de la Persona del Verbo, único sujeto al que se deben atribuir las propiedades y operaciones de una y otra naturaleza. Cuando, en oposición a Nestorio, el también hereje Eutiquio, quiso defender la unidad sustancial de Cristo, hasta el punto de entender que en ella no había sólo una misma persona sino también una misma naturaleza, el Concilio de Calcedonia declaró que ambas naturalezas de Cristo están unidas en una misma persona, si bien diferenciadas; sin confundirse, transformarse ni alterarse.
Los cuatro primeros concilios de la Iglesia declararon que hay un único Dios en tres personas, y que Jesucristo, Verbo Encarnado, posee dos naturalezas, divina y humana, pero una sola Persona divina.
De estos misterios se derivan cuatro grandes verdades:
1) Ante todo, la divinidad de Jesucristo. Es Dios, la segunda de las personas divinas. Es Dios desde la eternidad, y por la eternidad lo será.
2) No obstante, también es humano, y como todo hombre posee alma y cuerpo, mente, voluntad y sentidos. Jesucristo tiene todas las facultades y cualidades humanas, porque además de la naturaleza divina tiene la humana.
3) En tercer lugar, la dos naturalezas de Jesucristo, la divina y la humana, están en Él unidas sin confundirse. Jesucristo es al mismo tiempo perfecto Dios y perfecto hombre.
4) Por último, en la unidad de la persona del Verbo subsiste la unión de Dios y hombre. Eso quiere decir que la naturaleza humana de Cristo queda absorbida en la persona divina. La naturaleza humana sólo puede ser impulsada por la divina, del mismo modo que el cuerpo de todo hombre es incapaz de realizar una actividad que no tenga su origen en el alma.
Quien ignora estas verdades no puede llamarse cristiano. Ser cristiano significa estar hecho a imagen de Jesucristo, formado y transformado por Cristo, recibir la vida de Él y, por medio de Él, crecer en la vida divina.
El P. Francesco Pollien, en su precioso libro Cristianesimo vissuto (Edizioni Fiducia, Roma 2023), explica que no puede existir vida cristiana si no se dan simultáneamente los cuatro rasgos que caracterizan a Cristo: el perfecto elemento divino, el perfecto elemento humano, la unión del divino con el humano y la aniquilación de la independencia humana ante Dios.
El primero es el divino: la primacía de Dios en nuestra vida. Si creemos en Él y comprendemos que es Dios, tenemos que encauzar nuestra vida enteramente hacia Él y a su gloria, procurando aumentar sin cesar en nosotros la gloria de Dios.
El segundo es el humano: debemos desarrollar el cuerpo, el corazón y la mente orientándolos a su fin, que es Dios. Este elemento tiene como modelo la naturaleza humana de Jesucristo, en la cual todo era perfecto desde el principio. Para nosotros, por el contrario, la perfección es la meta que debemos alcanzar poniendo todo nuestro empeño.
El tercero es la unión del elemento divino y el humano por medio de la gracia, que infunde a nuestra alma la vida divina. Sin la acción de la gracia que vivifica nuestras facultades humanas no podemos hacer nada de bueno. Este elemento corresponde a la unión sin confusión de las dos naturalezas en Cristo, la humana y la divina.
Por último, el cuarto elemento es la completa sumisión del humano al divino, de nuestra voluntad a la de Dios, de manera que seamos, por así decirlo, una sola persona, que no es la nuestra sino la de Jesucristo que vive en nosotros. Es lo que pasa en Cristo, cuya única persona es divina, y absorbe ambas naturalezas.
Nuestra vida cristiana es una semilla que debe desarrollarse tendiendo a la perfección de las cuatro características que hemos encontrado en Cristo. Ese es el gran horizonte, el gran objetivo del alma cristiana; un cristianismo que se vive, fuerte, varonil, lleno de grandes pasiones, y sin nada de letárgico ni melifluo. Así, a la pregunta de Jesús, «según vosotros, ¿quién soy Yo?», podremos responder con nuestras palabras y nuestra vida lo mismo que Simón Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt. 16, 13-20).
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)