En estos tiempos terribles en los que incluso alguna monja indigna se atreve a blasfemar contra la virginidad de nuestra Madre y Reina del Cielo y la del glorioso patriarca San José es más conveniente que nunca hacer actos de desagravios y ensalzar su perpetua virginidad, así como las valiosas lecciones que supone para nuestra vida espiritual.
En el excelente libro Meditaciones sobre la Santísima Virgen María del Padre Ildefonso Rodríguez Villar, prologado por ilustres obispos españoles de los años 40, es singularmente interesante la meditación sobre la virginidad de Nuestra Madre del Cielo y las aplicaciones prácticas para nuestra vida cotidiana.
Valor de la virginidad
Pensemos sobre el significado de esta virtud misteriosa para Dios y para María. Sin consejo, sin mandato de nadie, sin ejemplo que imitar María parece adivinar lo que es la virginidad delante del Señor y sabiendo que es su gusto y su gloria, se abraza decidida a ella.
María veía que esta virtud, por lo desconocida que era, no era apreciada. Que todas sus compañeras y conocidas la considerarían como una deshonra, que el ser virgen le había de costar grandes disgustos y desprecios. Pero Ella sola fue capaz de darle con esta decisión, una gloria que compensó a Dios de toda la que quitan los pecadores con sus inmundos pecados. Mayor es la alegría y la complacencia de Dios en el voto de María que la pena que la impureza del mundo le causa.
El Señor preparaba la recompensa. Nunca queda Dios atrás y a la generosidad corresponde con nuevas gracias y favores divinos. Pareciera que María tendría que renunciar a ser la Madre del Mesías, que esto ya no sería posible en Ella, como le dijo al ángel. Y sin embargo el premio de aquel voto de virginidad no fue otro sino elegirla a Ella y designarla para Madre de Dios. ¡Que grande es Dios premiando! ¡Pero sobre todo cuando premia la virginidad y la pureza! ¡Que será esta virtud cuando así arrastra y enamora el corazón de un Dios!.
Su virginidad, que aparentemente representaba la esterilidad, fue la más fecunda de la historia, pues el mismo Dios se encarnó en sus entrañas santísimas haciendo posible la Redención de la humanidad. Nunca una criatura estuvo tan íntimamente emparentada con la divinidad. María bien puede decir de su amadísimo Hijo, carne de mi carne, corazón de mi corazón.
Ensalzar la virginidad, por supuesto, no quiere decir que el matrimonio no sea un medio fecundo de santificación, siguiendo el mandato de nuestro Señor, creced y multiplicaos. De hecho hacen falta familias numerosas santas que sean levadura del Evangelio en la sociedad.
Como nos recuerda el documento vaticano de 1994, Vita Consagrata entre los consejos evangélicos, destinados a las almas consagradas, sobresale el precioso don de la «perfecta continencia por el Reino de los Cielos»: don de la gracia divina, «concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Co 7, 7) para que se consagren a solo Dios con un corazón que se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34) en la virginidad o en el celibato…, señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo»
Para nosotros las lecciones de la virginidad de nuestra querida Madre son inmensas, no sólo para las almas consagradas sino para todos, ya que todos estamos llamados a vivir la castidad, cada cual según su estado.
María es la Virgen por antonomasia y su sola presencia virginiza a sus devotos. La devoción a María y al rezo del Santo Rosario es fundamental para mantenerse puro, no sólo de cuerpo sino de mente.
Dice el Padre Rodríguez Villar que ser virgen es ser como los ángeles en la tierra, pero aún con más mérito, pues los ángeles son vírgenes porque carecen de carne y por lo mismo, no pueden otra cosa que serlo pero nosotros, con cuerpo carnal y corruptible, sujeto a todas las concupiscencias, en medio de un mundo corrompido sobre todo por la impureza, con la lucha constante de las pasiones que el demonio levanta alrededor nuestro y a pesar de todo ser un alma, pura, casta y virgen, aunque parezca exageración, es ser que más un ángel, es ser la imagen de María, Reina de los Ángeles.
Las almas vírgenes, ya sean mujeres u hombres tienen reservado un premio en el Cielo tan singular, que sólo ellas lo han de gozar y formarán la Corte de la Virgen de las Vírgenes.
La maravillosa belleza física de María ha sido cantada por innumerables santos como Santo Tomás de Aquino, San Anselmo, San Bernardo, San Pedro Damiano y muchos otros.
“Asistió la reina a tu derecha con dorada vestidura” dice el Salmo 44, 10. “Y en verdad -dice San Pedro Canisio- que se atribuye a María esa dorada vestidura, ya que su carne santísima se revistió de la incorruptibilidad y de la inmortalidad, como espléndida vestidura de oro”.
Algunos santos escribieron que si viéramos a un ángel sentiríamos un gozo espiritual tan intenso e ilimitado con su contemplación que podríamos morir de felicidad. ¿Qué será, pues, el poder ver a la Reina de los Ángeles, la Santísima Virgen, que excede con mucho en hermosura a todos los ángeles juntos?
Rafael María Molina Sánchez