El buen Dios ha dispuesto el orden natural de manera que sus realidades analoguen otras enormes realidades sobrenaturales y de esa manera las podamos ir entendiendo, que podamos ir entrando en Su Reino ya desde aquí (venga a nosotros Tu Reino), que podamos ir instalando y paladeando ese Orden Sobrenatural para el cual nacimos. Este orden natural analoga aquellas realidades arcanas y nos permite entreverlas, verlas en la oscuridad de nuestra pobre inteligencia que siempre resulta insuficiente para llegar al “encuentro” con el Dios Uno y Verdadero.
Es por ello que el buen Dios se tomó el trabajo de “revelarse” a nosotros y lo hizo en forma eminente con la Encarnación de su Hijo unigénito, el Verbo. Revelación que disipó las tinieblas que aun las mejores inteligencias (pienso en los griegos) no pudieron penetrar. Y las disipó con su Palabra, pero con su palabra recibida dentro de un “ambiente” de especial amistad con Él. De una relación amorosa en que la palabra toma cuerpo en el Testigo y se hace certeza total en el alma del creyente. Ese “ambiente” es la gracia, y ya entrados en ambiente, en contacto con el Dios Encarnado, es que accedemos a Verdades sobrenaturales a las que hubiera sido imposible acceder.
Pero entonces, por y con esa adquisición, volvemos la mirada – con la inteligencia- sobre aquellas realidades naturales y descubrimos en ellas cosas nuevas, cosas que se encuentran cuando hemos tomado contacto con el analogado superior y recién ese orden natural gana una explicación que no podía otorgar por sí mismo.
Un ejemplo claro y obvio es el matrimonio, la familia. La necesidad de respetar el orden natural de esta institución ha sido observada por casi todas las civilizaciones que puedan llamarse tales. Que supieron que esta institución, en su mismo orden, nos hablaba de algo superior, de algo religioso, entendido, intuido y hasta piadosamente integrado en el culto de estas civilizaciones. Sin embargo no era evidente (de naturaleza primera) algunas de sus características como la monogamia, como la aceptación de la prole biológica (los romanos adoptaban las personas más idóneas para continuar la empresa familiar; egipcios, persas y árabes asesinaban a los menos dotados) y aun la función de la misma mujer no pasaba la más de las veces de una necesidad biológica que se mantenía en la intimidad de la casa.
Las exigencias formales del matrimonio cristiano nacen luego de que aparezca La Iglesia, y de que aparezca ese estallido de femenina luz que fuera Nuestra Madre María, realidades sobrenaturales inauguradas por Cristo para nuestra salvación y a las que comenzamos a vivir, a comprender y a adorar en los hogares cristianos. A partir de ello es que entendemos la familia y el desposorio en esta calidad de analogado inferior que poseen respecto de una realidad sobrenatural. Y recién caemos en la cuenta de que es infinitamente más lo que nos revela lo sobrenatural de lo natural, que lo que nos sugiere lo natural de lo sobrenatural. Que como bien cantaba Nuestra Gloriosa Madre es infinitamente mayor el humilde creyente que todos los sabios de la antigüedad.
El embate de la revolución – anticristiana por esencia y no de rebote- sobre la familia cristiana es para que volvamos a las tinieblas de la inteligencia (aún a la bruma de un naturalismo cristingo), para que perdamos toda dimensión sobrenatural en nuestra inteligencia y, sobre todo, para que el divorcio de los órdenes nos parta en dos reinos inconciliables sobre los que estamos obligados a tomar partido; a tomar partido desde una condición carnal que nos condiciona y que deja la opción sobrenatural como una dificultad desanimante y sólo posible para los santos y los mártires, y nosotros cobardes traidores.
La Iglesia es esa realidad donde los órdenes se encuentran y, aunque sea una armonía inestable mientras transitamos esta vida signada por el pecado, nos hace posible vivir una vida cristiana al hombre pequeño y común mientras procuramos nuestras necesidades carnales, y aun con el poco tiempo que queda para el espíritu.
El orden cristiano de las sociedades replicará (analogará) en todas sus instituciones el “mixto” orden eclesiástico (donde el cielo y la tierra se encuentran) para de esa manera impregnar la vida de los simples, por ello el matrimonio será “sacramento”.
Dentro de ese orden eclesiástico la “forma” más importante es LA JERARQUÍA. No necesitamos ser todos sabios, ni santos ni mártires. Con unos pocos basta. Pero estos son imprescindibles, e imprescindible que estén al mando, para que en nuestra vida que, como dijimos, es tan carnal y sin tiempo para el alma, nos guíen, nos enseñen y compartan con nosotros, pobres pusilánimes, sus enormes y preciosas almas en una “comunión” de gracia.
Vamos a lo nuestro. Más que en ningún lado, es en las instituciones religiosas de la sociedad que se debe replicar a la Iglesia; deben impregnar al hombre de este orden natural y sobrenatural a la vez, deben hacerlo vivir una vida que pisa los dos “mundos”, mundos que se armonizan en una sola cabeza, y es absolutamente imprescindible que sean Jerárquicas, pues es desde la jerarquía que se puede conseguir la salvación de los muchos. Y esta jerarquía debe estar signada por algo mucho mayor que las simples virtudes naturales o las condiciones de “liderazgo”. Deben provenir de un Orden Sagrado.
Que la organización jerárquica es una necesidad natural en cualquier tipo de sociedad lo tenemos suficientemente aprendido machaconamente en magisterios de evidente inteligencia natural, desde los griegos hasta Maurrás, pero es además la piedra angular de la fundación de la Iglesia hecha por el mismo Cristo. Organización jerárquica que el pueblo fiel experimentaba en su parroquia, en su diócesis, en los conventos de religiosos y en su familia a la hora de comer o de rezar el ángelus.
Lo tremendo es que ya el ataque viene de dentro. El modernismo va deformando todas las instituciones cristianas y las va desfigurando desde la demolición de su orden jerárquico. El democratismo ha deformado todo posible analogado con las realidades sobrenaturales; ya es imposible entender la Iglesia si el desposorio es entre iguales, o comprender a un Dios Padre cuando el padre biológico no sólo no es el “dueño” de casa sino que probablemente es un abusador patriarcal. Cuando la Madre no es María sino Cleopatra (¡mucho peor en su versión sudamericana contemporánea!). Y no otra idea se tendrá de Dios, de María y de ese desposorio de ambos que es la Iglesia, que la de una divorciada que ha logrado su “independencia” del esposo y es traída y llevada al capricho de sus momentáneos gigolós que le hacen desdecirse y pedir perdón por todo lo que hizo cuando era una buena mujer y obedecía a su Esposo.
El Motu Proprio “Ad charisma tuendum”, lanzado por el “gran argentino” (más allá de que pueda divertir a muchos porque lastima a otros ¡mal sentimiento!) establece un principio de des-orden en la Iglesia que, comenzando por el Opus (que no dejan de tener su culpa, aumentada por su fingida conformidad) de a poco irá cayendo sobre todos, deformando de una manera horrorosa el rostro de la Iglesia que se muestra a través de sus organizaciones que se van desjerarquizando y democratizando, para expresar sólo parciales y “solidarios” carismas. Para ser fragmentos de un laberinto irremontable y no modelos a escala donde los fieles encuentran la Iglesia.
No se nos oculta la reconocida estrategia del totalitarismo democrático en el actual pontificado (como bien señalara hace poco Antonio Caponnetto): la debilitación de los cuerpos intermedios es su objetivo primordial – en este caso con el cuento de que lo que importa es el “carisma” y no la “jerarquía”- va dejando en pié una sola jerarquía de hierro y no de espíritu, y con respecto a los carismas que se “protegen”, es hasta evidente la befa… les importa un rábano, cualquiera puede babear la más increíble y caprichosa tonada mistonga. Pero nada de autoridad para nadie.
Las sociedades religiosas o de derecho canónico marchan a ser una anarquía movida por imbéciles eslogans; privadas de gobierno, ausentes de magisterio asentado en el Orden Sagrado, relegando al olvido sus verdaderas élites morales (que fueron sus santos) reemplazadas por liderazgos gerenciales cuya virtud es sólo la astucia diplomática. Privadas de toda libertad cristiana y en especial de la dignidad (apostólica), pasan a estar sometidas a un cuerpo colegiado centralizado (dicasterio le dicen) frente al cual no pueden oponer su Principado sino la condición de simple cura. Dicasterio constituido por un par de extrañas ¿mujeres? y otros peores alcahuetes palaciegos que todos los años revisarán burocráticamente sus “gestiones” y decidirán si son útiles – en el peor sentido de la palabra- o no. Rendición de cuentas que el buen peronista – que no es tonto – sabe que no sirve de nada a los efectos prácticos (y mucho menos de apostolado), pero que resulta muy adecuada para hacer necesarias las mentiras propias de memorias y balances que se expresan en planillas de ordenadores con prescindencia de la realidad, pero que, por la necesidad de este oficio, producen el encumbramiento de los más viles dentro de cada organización. Renán dixit, “la democracia es un sistema de selección al revés”.
No es que sea muy nuevo el que las órdenes religiosas hayan sufrido esta decadencia, pero hoy comienza a ser “programática”, ordenada por la ley, y todos aquellos que queden bajo estos “Dicasterio” a los que tengan que enfrentar sin autoridad apostólica (y ni hablar cuando les toque que lo atienda una solterona), que no se alegren, que si a tu vecino ves afeitar, pon tus barbas a remojar.
Calculo que todo tiene solución, que los que saben medrar en estos chiqueros pronto comprarán un sitio en el Dicasterio (o siempre hay algún miembro dispuesto a abogar por un salario), pero ojo que el peronista puso mujeres por eso. Mi abuelo decía que las mujeres son menos venales que los hombres, pero mucho más malas.