Es una obviedad el remarcar que la paternidad, esa autoridad que conforma a la familia y desde allí a la sociedad política, es la que fundamentalmente incuba en las mentes y las almas el modelo a escala del Reino de Dios, del orden que Dios quiere para que en nuestras vidas se vaya incubando su Reino. Por ello la paternidad ha sido objeto del más enconado ataque que la revolución moderna lleva en estos momentos. Luego de desarmar el modelo paternal de la organización política entienden necesario destruir completamente el orden familiar que sin duda alguna lo generó. Siempre con el objetivo final (primero en el tiempo) de quitar de las almas humanas la idea de un Dios Padre, contradiciendo y desvalorizando la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo.
“La primer idea de poder que apareció entre los hombres es la del poder paternal y por ello se hicieron los reyes sobre el modelo de los padres. De allí que todo el mundo está de acuerdo que la obediencia que es debida al poder público no se encuentra, en el Decálogo, más que en el precepto de honrar los padres. Al punto que el nombre de rey es uno de los nombres de padre y que la bondad es el carácter más natural de los reyes.” Jaques- Bénigne Bossuet.
Para aquellos que entendemos, con las mejores cabezas del integrismo católico, que la “revolución” no es una litis especialmente política que suele causar daños colaterales en la religión católica en la medida que esta comete el error de quedar comprometida con un régimen ( verbigracia Miguel Ayuso), si no que por el contrario, la revolución nace en el mismo Sanedrin que asesina al Cristo, que su objetivo claro es la destrucción de la sociedad – Iglesia que deja Cristo en este Mundo, para que en Ella y bajo Ella se integren todas las naciones, y que sus infames logros políticos siempre lo han sido para privar a la Iglesia de toda apoyatura material, política y social. Que como bien lo indica la Profecía, lo enseña San Agustín, lo continúa Santo Tomás, lo remarcan en estos lares la obra de los Padres Meinvielle y Castellani y es doctrina conteste en toda la Teología de la Historia católica, la historia se trata de un combate entre la Contraiglesia y la Iglesia de Cristo.
Cuando Nuestro Señor resume todo el sentido de nuestra existencia en una plegaria al Dios, lo entorna en la relación filial en vistas a la fundación de un Reino, “Padre nuestro … venga a nos tu reino”. Dos palabras que los tiempos que corren han hecho odiosas para que perdamos el rumbo de todo orden social y espiritual.
Este tipo de evidencias se hacen fáciles de entender para el enemigo y sin embargo, como vimos más arriba, ya se le ocultan a los propios. Ellos saben que el enemigo es el patriarcado y su primer y demoníaco objetivo es destruir toda idea de paternidad, hacer odioso el sólo nombre de “padre”. No existen normas legales más propiamente revolucionarias que aquellas que apuntan contra la concepción jerárquica de la familia. Me podrán decir que si el objetivo fuera sólo político ya podrían cesar de tanto encono una vez que toda posibilidad de un gobierno paternalista se ha hecho impensable. Si el embate continúa es porque no solamente hay que ensuciar el significado, si no aún la resonancia emotiva de la palabra, a fin de que no pueda pronunciarse la palabra “padre” sin un mal regusto.
Pero de nuestro lado el asunto no tiene comparable contrapartida. Debería ser nuestro primer objetivo político el recuperar la función y el prestigio de los padres en el hogar, única escuela política válida, única experiencia de la que surgen las mejores ideas políticas; y sin embargo nuestros más distinguidos intelectuales y los más defendidos políticos de la “derecha” son solterones o han perdido el control de sus hogares, engordando la más de las veces el desprestigio de la institución. No se les hubiera ocurrido a los atenienses, padres de la política occidental, el que se sentara en el Ágora uno que no fuera “un buen padre de familia”. Frase que hasta no hace mucho indicaba en la normativa legal la conducta paradigmática del ciudadano, hoy pareciera que debe ser al revés, si se ha cometido la fatalidad de haberse reproducido, pues por lo menos debe mostrarse haber sido “un mal padre de familia”.
Me dirán ustedes que los pocos padres de familia que quedan no tienen ni tiempo ni fuerzas para dedicarse a lo político, están cuidando la prole de la noche a la mañana y esos intereses caseros y mínimos los excluyen de la “egregia” labor política y aún de las posibilidades de dedicarse seriamente a los estudios de su ciencia. Por ello, parece que hay que buscar en los solteros y los desasidos, que aún conservan un catolicismo mediano, el ejercicio de las funciones públicas o la tarea intelectual de pensar lo político.
No tiemblo en asegurar que las funciones de estos desprovistos nunca terminan en nada bueno y que los barruntos intelectuales de los pensadores resultan tan estériles como sus vidas. Encuentro, por ejemplo, completamente irrisorio el concepto naturalista de bien común al que arriban sin haber tenido jamás la verdadera experiencia de administrar lo común, o peor, habiendo fracasado con todo éxito en ello. Cualquier padre de familia cristiana sabe que el componente sobrenatural del hogar es lo más importante y de lo que dependen las otras añadiduras, es más, volviendo a Atenas, el Ágora no sólo era un sitio político sino que a la vez era un “lugar sagrado”, un Templo, por el hecho antropológico evidente de que toda búsqueda del bien común político depende de una instancia sobrenatural. Una política contenida en lo natural y sin proyección religiosa, no es ni siquiera occidental.
No deben los padres de familia sentirse en desmedro por sus urgencias ya que justamente son ellas las que marcan el contorno de la acción. Cuando un padre de familia se abstiene de intervenir en un ámbito político porque esto puede ir en desmedro de su orden familiar y del destino sobrenatural de él y de sus hijos, está haciendo la más alta política, está preservando el futuro. Por supuesto que esto del “futuro” no es nada concreto para un solterón que sólo se tiene a él , y su existencia es su única oportunidad. Es llamativo ver que ciertos catedráticos solterones se suponen “tradicionalistas” porque gustan de exhumar autores del pasado, son por ejemplo “medievalistas”. Un padre tradicionalista lo es por el futuro, no gusta de desenterrar cadáveres de santos, sino de engendrar santos. No se salva el sacerdocio católico y la liturgia católica por el regusto estético de coleccionar antigüedades, sino para asegurar la salvación de las generaciones venideras.
El verdadero requisito, la condición sine qua non para ser un político y hasta para poder pensar lo político, es sentir la urgencia del bien para los hijos. Pensar el bien de la prole. Lo que no es bueno para nuestros hijos no es bueno para la ciudad y viceversa. Aristóteles escribió su Ética pensado en Nicómaco y la Iglesia dio sus mejores ideas políticas cuando sus clérigos eran verdaderos padres que buscaban la salvación del alma de sus hijos, hijos que no eran el colectivo clasista de la zurda, la abstracción nominalista del liberalismo, ni tampoco ese inexistente hombre simplemente natural del iusnaturalismo cristingo; sino que eran como lo fue Lázaro para Cristo, concretos, de una carne y un hueso que se han estrechado con ternura al punto de doler hasta las lágrimas su ausencia y de sentir la herida cordial de esa muerte, mucho más que por su descomposición biológica, por su perdición sobrenatural.
Lo político es siempre una añadidura que se obtiene cuando se busca el Reino Sobrenatural, pero así como la perfección de ese Reino es futura, más allá de la historia, también lo político soporta lo actual para el bien futuro posible dentro de la historia. No hay política sin proyección, y esa proyección carece de concretidad cuando no se refiere a la suerte de los tuyos. Sólo un enorme amor carnal y espiritual hace que seas capaz de cualquier sacrificio y a la vez justifique la dureza de la vara, ambas condiciones que surgen de la escuela de la paternidad biológica. Decía Anouilh con gracejo “El pelícano, poniendo sus tripas dentro del menú del almuerzo, no hace más que cumplir estrictamente con su deber. Dios me ha puesto a la cabeza de mis hijos como a la cabeza de un pequeño reino. Ello me da el derecho de patearles el trasero cada tanto, pero, en contrapartida, la obligación de hacerles creer que he merecido mi autoridad en virtud de mis excepcionales talentos”.
Cuando el mundo moderno impide el ejercicio de la disciplina paternal sabe que está destruyendo el orden social. Pero por sobre todo, esta desvalorización de la paternidad, o mejor aún, este odio al padre que se ha producido ya totalmente en el mundo ateo y que se viene produciendo velozmente en el mundo cristiano, hace imposible la religión. La religión es sólo posible si el hombre puede, para comenzar, pronunciar con cierta devoción estas palabras: “Padre Nuestro”.
El mundo no sólo desprecia la paternidad sino que ha desertado de ella. No cabe corregirla, hay que desaparecerla, aún ante la evidencia del suicidio de la despoblación. En una novela de Isabelle Hupert se refieren al padre (no traduzco por razones obvias): “Pauvre con, petit mec, sous-merde, ingénieur de mon cul. Tu sais ce que`elle te dit ta fille unique, ta fille chérie?” .
El padre que no ha concebido hijos para el cielo, sino para su propia satisfacción, tarde o temprano recibe el pago del desprecio; sólo el haberlos criado para el cielo asegura el imprescindible perdón de haber sido tan poca cosa (petit mec = “tipito”). Una política que no se propone lo mismo para sus ciudadanos sufre la misma suerte.
Pero vamos un poco más profundo, Padre es un término analógico cuyo primer analogado es Dios, pero dentro de la condición carnal el analogado próximo lo constituye el Sacerdote. Para que la idea de la paternidad en este mundo haya sufrido tal desvalorización, tiene que haber comenzado por allí, por el sacerdocio. En el antiguo testamento el Patriarca y el Sacerdote se confunden en uno, con Cristo estos órdenes se distinguen y ya Cristo es sólo Sacerdote (en el orden de Melquisedec) pero no es menos padre, sino más. El aspecto espiritual de la paternidad se “especializa” (podríamos decir) en virtud de objetivos que no es fácil comprender, pero que veremos cumplirse en las mejores facetas de la Civilización Cristiana, sin que ninguno de los dos deje de ser espiritual ni deje de tener sus facetas materiales. Ambos son para el hombre “completo”, para su totalidad, no para una disección o una autopsia, y para complementarse. Para ambas funciones Cristo establece sendos Sacramentos con sus gracias específicas, Orden Sagrado y Matrimonio, los que señalan una diferenciación de funciones para un mismo fin: la salvación de los hijos. Si la función de los padres biológicos hubiera sido sólo para la materia y hasta para la “virtud”, no nos habría dado un Sacramento, nos habría dado plata y prudencia. No se concibe un Dios amarrete, Él nos dio lo necesario y lo sobrado para el fin que nos pide. No entiendo, si como bien señala Bossuet que lo político surge del modelo familiar, en su asunción eminente que es el gobierno de la Ciudad, resulte tan fuertemente disminuida la función.
La Civilización Cristiana, la Ciudad Cristiana, se conforma sobre estos dos pilares sobrenaturales: Orden Sagrado y Matrimonio; ambos tienen su “injerencia política” evidente, pero que, como en todos los ámbitos de nuestra religión, de nuestro “orden cristiano”, lo hacen dentro de un orden jerárquico. La “paternidad” sacerdotal es la piedra fundamental de la Ciudad Cristiana, en conjunto con la familia cristiana, sí, pero en un orden jerárquico.
Más allá de las remanidas consideraciones sobre la desvirilización del varón y el embrutecimiento de la mujer (ambos efectos del feminismo), de la decadencia del matrimonio cristiano en general, no debe escapar a nuestra atención el valor de los análogos. La falta de valoración del elemento sacerdotal dentro de lo social, de lo político, que se viene produciendo dentro de las líneas supuestamente tradicionales u ortodoxas de nuestra religión, hace que se pierda de vista la principal causa de deterioro de la Institución Paterna en nuestra sociedad.
El deterioro impresionante de la idea de “padre” tiene como origen el deterioro de la función sacerdotal. El sacerdote debe haber renunciado, debe haber traicionado, su función paternal para dejar de ser el “complemento jerárquico” de lo social (el matrimonio es igualmente un “complemento jerárquico” entre el varón y la mujer) y, perdido este “pie” (derecho) del “Hombre Social”, la carga sobre el otro pié (menos hábil) de la sociedad, el del padre biológico, se ha hecho pesada, insoportable, se ha debilitado y ha colapsado. El deterioro de la familia cristiana comenzó por el deterioro de los sacerdotes católicos.
Mal que les pese a los seminaturalistas católicos, el hombre necesita en todos sus ámbitos (no sólo en el privado, sino especialmente en el público) el contacto con lo Sagrado, la alimentación de lo Sagrado, la energía que lo Sagrado provee, que es una energía unitiva del ser, que cuando falta, una especie de implosión interna lo fuerza a la disgregación, lo desmembra como en la tortura del potro. Y el mismo efecto se produce en la sociedad política. Se llama Gracia. Decía Péguy “Esta horrible indigencia, esta horrible penuria de lo sagrado, es sin duda la marca más profunda del mundo moderno”.
Y mal que les pese a muchos, este intermediario, este puente con lo Sagrado es el Sacerdote, función social y política por excelencia, puesta por Dios a través de su Hijo Jesucristo al fundar su Iglesia, modelo que creó la Civilización Cristiana y contuvo la sociedad que la revolución implosionó con el eterno cuento del tío de terminar con una “subordinación indebida”.
Intentaremos en la próxima ensayar algunos aspectos de esta decadencia que no han sido suficientemente tenidos en cuenta, como lo es la “cantidad”, y que está derivando en una catastrófica profanación en el Sínodo que hoy corre.