El 27 de octubre, durante la Misa de conclusión del Sínodo, se retiraron los andamios que durante nueve meses han cubierto el baldaquino de la Basílica de San Pedro, y la obra maestra de Bernini volverá a exaltar a los ojos de los fieles el triunfo del Papado.
La Basílica de San Pedro es figura de la Iglesia, y se alza sobre el sepulcro del Pescador. Esta Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, es una sociedad monárquica gobernada de forma ininterrumpida por los legítimos sucesores del Príncipe de los Apóstoles. La primacía de gobierno del Papa, plena e inmediata, constituye el principio de unidad de la Fe que subsiste únicamente en la Iglesia Católica. El cimiento de la soberanía pontificia no consiste en el carisma de la infalibilidad, conferido por Cristo únicamente a San Pedro para ser cabeza de la Iglesia, y al Colegio Apostólico en unión con Pedro, sino en el primado de jurisdicción que posee el Papa sobre la Iglesia universal. Este primado comprende, con la autoridad del Magisterio, plenos poderes para apacentar, guiar y gobernar la Iglesia en su totalidad, como definió el Concilio Vaticano I (Denzinger-H, 1821 ss.).
Aunque a lo largo de la historia, la Iglesia Católica ha conocido infinidad de cismas y herejías, el odio de sus enemigos se ha cebado ante todo contra el Papado, precisamente porque es la cabeza visible de la Iglesia, su centro de gravedad, el katejón destinado a afrontar y vencer las puertas del Infierno. Con todo, en las últimas décadas, aquello que Pablo VI llamó en un célebre discurso el humo de Satanás (homilía del 29 de junio de 1972) ha penetrado misteriosamente en el Templo de Dios, causando una profunda desorientación. El Sínodo de la Sinodalidad de 2024 es una de las últimas manifestaciones de esa bruma tenebrosa que ha suscitado la alarma de autorizados exponentes de la jerarquía eclesiástica. Entre otros, el cardenal arzobispo de Sydney, Anthony Colin Fisher, ha declarado recientemente que el Sínodo «no puede reinventar la fe ni la Iglesia católicas», porque constituyen «un tesoro incalculable que hemos recibido a lo largo de muchas generaciones que nos han precedido desde Nuestro Señor Jesucristo y los Apóstoles, y tenemos el deber de transmitirlo a las generaciones posteriores» ().
La reinvención de la Fe o de la Iglesia Católica no se limitan a la solicitud de ordenación de mujeres como diaconisas o del matrimonio para los sacerdotes, dos cosas que son objetivo declarado del progresismo católico. El fin último, implícito en los hechos y más que implícito en las palabras, es la desestructuralización del Papado para sustituir la constitución jerárquica de la Iglesia por una dimensión sinodal que la democratice y destruya. No es sino la conclusión de un proceso revolucionario que viene de lejos y apunta, como ya preveía en 1977 el profesor Plínio Correa de Oliveira, a transformar en un inconsistente ectoplasma la noble y ósea rigidez de la estructura de la Iglesia tal como la instituyó Nuestro Señor Jesucristo, que a lo largo de veinte siglos ha sido magníficamente forjada (cf. Revolución y contrarevolución).
En este proceso de fluidificación de la autoridad pontificia participan desgraciadamente algunos que defienden la Tradición de la Iglesia contra los errores y desviaciones doctrinales de nuestro tiempo. Se trata de los que, atribuyendo sólo o principalmente al papa Francisco la responsabilidad de la crisis actual de la Iglesia, declaran su ilegitimidad, afirmando que es un antipapa y un usurpador que ocupa indebidamente la Cátedra de San Pedro. Para ellos, como acertadamente se ha señalado, la figura del Papa resulta ciertamente superflua para la vida y la existencia de la Iglesia, con lo que el rechazo al papa Francisco se convierte en la negación de la autoridad del Romano Pontífice (cf. Parole chiare sulla Chiesa, edición de Daniele Di Sorco, Edizioni Radio Spada, 2023, pp. 87-90).
La falacia que supone esta postura queda demostrada además por el hecho de que existan acerbas polémicas entre quienes acusan a Francisco de ser un falso papa. Este dinamismo de la turbulenta autodestrucción es inevitable cuando se pierde de vista el principio unitario de la Iglesia, como demostró Bossuet en su célebre Historia de las variaciones de las iglesias protestantes (1688).
El arzobispo Carlo Maria Viganò, que es el más destacado exponente de esta corriente anarcovacantista , sostiene la invalidez de la elección de Jorge Mario Bergoglio por manifiesta herejía y vicio de consenso. El periodista Andrea Cionci y el sacerdote (reducido al estado laico) Alessandro Minutella rechazan la crítica doctrinal de monseñor Viganò a los pontífices conciliares y declaran antipapa a Francisco argumentando la invalidez canónica de la abdicación de Benedicto XVI, que sigue siendo su punto de referencia. En la misma línea se ha manifestado últimamente el sacerdote carmelita Giorgio Maria Farè. Pero cuando el padre Farè, con el respaldo de Cionci, anunció que recurriría por vía canónica la previsible excomunión que lo espera, fue acusado por Minutella de incoherencia, porque al dirigirse al tribunal vaticano, reconocería la jurisdicción de la neoiglesia Bergogliana. Para Minutella, cuando Viganò fue emplazado por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe tuvo más coherencia al no presentarse ante la secta bergogliana.Y ante la violencia verbal de las últimas declaraciones del ex nuncio ante los EE.UU., algunos sacerdotes y laicos que siempre lo habían sostenido se están distanciando de él. Reina la confusión, y nadie es capaz de ofrecer una alternativa a Francisco, el antipapa que estaría usurpando la sede apostólica.
En la historia de la Iglesia abundan los antipapas, desde San Hipólito (217-235) hasta Félix V (1439-1449), sin contar algún que otro insignificante pretendiente de nuestros días. El Dizionario storico del Papato editado por Philippe Levillain enumera casi cuarenta antipapas (Bompiani, 1996, pp. 73-76). Un ensayo reciente de Mario Prignano (Antipapi. Una storia della Chiesa, Laterza, 2024) hace una reseña de ellos sin llegar a precisar el número, pero en todo caso subraya la importancia de dichos conflictos para entender la historia de la Iglesia.
En realidad, la mera existencia de tales antipapas demuestra que la Iglesia no puede permanecer desprovista de papa. Lo que se denomina sede vacante es una fase transitoria prevista en el derecho canónico entre la muerte de un pontífice y la elección de su sucesor, pero en ese breve periodo de tiempo la estructura de la Iglesia se mantiene en pie. Teóricamente, es posible que un papa deje de serlo por herejía, pero eso nunca ha sucedido en la historia. En todo caso, la Iglesia no puede vivir sin papa.
Quienes afirman actualmente que la Sede está vacante por las herejías de Francisco, que su elección fue ilegítima o que la abdicación de Benedicto fue nula no pueden pasar por alto algo innegable: aceptación de la Iglesia universal como criterio teológico que garantiza la legitimidad del Sumo Pontífice. De lo contrario la Iglesia se despojaría a la Iglesia de su condición de sociedad visible, y ante todo se la privaría de su capacidad para intervenir cuando haga falta para resolver definitivamente la crisis actual. Sólo una voz suprema y solemne puede poner fin al proceso de autodemolición que se está llevando a cabo: la del Romano Pontífice. Cristo camina sobre las olas agitadas de la historia con San Pedro y sus sucesores, a los que continúa dirigiendo las palabras inscritas en la cúpula que se alza sobre el baldaquino de San Pedro: Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam, et portae inferi non praevalebunt adversum eam. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no podrán contra ella».
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)