Un mundo de Meursaults

Cuando Camus escribió aquella novela (que debió traducirse “El Extrañado” y no “El Extranjero”) en la que, producto de un mundo que acababa de masacrarse en dos guerras mundiales de mil alambicadas y científicas formas para nada, (o peor que nada era esa vida que Hollywood publicitaba),  aparecía este extraño personaje indiferente e indolente ante todo, salvo el efímero instante de placer que podían darse dos cuerpos bronceados por el sol en una playa del Mediterráneo, delatando con su instantaneidad todo aquello que había muerto en los que quedaron vivos después de la rabieta marcial  comercial. Ese asesinato y suicidio del alma que sería imprescindible para gozar de una vida imbécil una vez que todos los que valían y todo lo que valía habían sido machacados por la máquina bélica primero y triturado por la máquina publicitaria después.

Pero ese mundo, aunque ya huérfano de realidades e ideas verdaderas, después de haber destruido las naciones en su historia y su religión (aún en sus contornos geográficos) después de quitar todo sustento natural y sobrenatural a un orden de la existencia y parir un hombre huérfano, soltero y “extranjero” (o extrañado), aún reclamaba algunos sentimientos descolgados para justificar un poder y un derecho que eran únicamente rapiña y usura. Todavía hacía sonar  himnos y agitaba banderas que poco a poco se hacían absurdos,  como se hacía absurda aquella pena de muerte por un trivial homicidio después de tanto asesinato en masa por cuestiones mercantiles.

Camus veía ese mundo falso y artificial manteniendo una cáscara de humanidad para asegurar sus negocios  y decía que estábamos en una sociedad en la que se podía acabar con una ciudad entera tirando con total indiferencia y “mansamente” una bomba (Espronceda),  pero si “alguien no era capaz de llorar en el entierro de su madre, podría ser condenado a muerte”. Resulta algo profético, sin quererlo,  el fiscal de la causa cuando pide la pena de muerte “porque si no, en breve tendremos una sociedad llena de estos monstruos”,  y esa sociedad ya los estaba pariendo y llegó a todos lados. Y digo en “algo”, porque ya la máquina de extirpar almas funcionaba a través de los medios haciéndose servir por los más contradictorios argumentos: la penalización y la despenalización son igualmente arbitrarias en un mundo cuyo único sentido es pasar una temporada en la arena bajo el sol, el derecho carece de ningún sentido si se trata sólo de negocios (El hombre que fue Jueves). La pena no iba a ser un ejemplo que detuviera la agnosia moral, ni siquiera a Meursault  le sirvió de penitencia, ni la muerte lo llevó a una consideración sobrenatural, sino que, como los hombres ahora, su último recurso vital, su último intento de pasión, fue descargar su rabia sobre el viejo cura que pretendía confesarlo y le hablaba del absurdo de un dios. Sin duda, ante ese final de una vida sin sentido, el cuento de la redención y la eternidad “era nada frente a un pelo de mujer”.

Al fin hemos llegado a un mundo en el que se demuelen las ciudades por el mantenimiento, pérdida o aumento de los mercados, pero también en el que nadie llora a su madre y en el que, probablemente, el que la llore será condenado a muerte. Ya todos somos Meursault y  ni siquiera nos tomamos el trabajo de caminar tras el féretro para inhumar a la pobre vieja, sino que, todavía tibia, la metemos al horno y al salir nos sacudimos los recuerdos como los perros se sacuden el agua, no vaya a ser que el asunto nos arruine el fin de semana.

Hace unos meses en Argentina se juzgó por homicidio a unos rugbiers que eran un calco de Meursault. Como él, no sabían por qué mataron ni entendían la desproporción del desgaste judicial sobre un asunto que “no tenía tanta importancia”, que había sido producto de un estado de confusión (como había sido aquel homicidio producto del sol quemante en el caso de la novela), quizá por el funcionamiento automático de códigos grupales, y hasta por el apuro de saciar el hambre, el cansancio y una pulsión sexual (en la realidad y en la novela, los personajes buscan una hembra para ahuyentar el mal trago de aquel “accidente”). Como al personaje de Camus, el defensor intentaba taparles la boca, pues si se sinceraban, lo que era la primera reacción ante la perplejidad de verse ante ese inexplicable papeleo, no digo que iban a decirlo, pues no tenían cabeza para expresarlo, pero iban a dar la idea que todo ese barullo resultaba bastante hipócrita para una sociedad que hacía cosas peores que lo que ellos habían cometido, y todo el tiempo; aún en ese momento y frente a ellos.        

Al final todo el inconveniente resulta más o menos explicable cuando uno saca los números y,  cuando te toca,  “uno puede acostumbrarse a vivir dentro de un árbol seco mirando la flor de sol en la punta” cuando la taba sale culera. Lo único que distorsiona el proceso digestivo que es nuestra vida, es ese monigote del viejo Cura, la vieja religión,  que nos viene a pedir una rendición de cuentas personal que carece de todo sentido en un mundo perverso, dentro del que nuestras torpezas y chapucerías no son más que parte de la suerte en un juego de cartas que disputan otros. En la literatura al viejo Cura lo salvan del estrangulamiento los guardias. En la historia los Curas han aprendido la lección y  callan, han perdido sus almas junto a la grey. O mejor, la han ajustado a la mínima medida de la grey.  

Dardo Juan Calderón
Dardo Juan Calderón
DARDO JUAN CALDERÓN, es abogado en ejercicio del foro en la Provincia de Mendoza, Argentina, donde nació en el año 1958. Titulado de la Universidad de Mendoza y padre de numerosa familia, alterna el ejercicio de la profesión con una profusa producción de artículos en medios gráficos y electrónicos de aquel país, de estilo polémico y crítico, adhiriendo al pensamiento Tradicional Católico.

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