«Fuego vine a traer»

Diría que hay tres fuegos. El fuego natural que vemos y dos fuegos sobrenaturales que no vemos. Al primero lo conocemos por la luz natural de la inteligencia, a los otros dos los conocemos por la luz sobrenatural de la fe. ¿Cuáles serían esos fuegos sobrenaturales? Uno, primero baja para después subir, el otro sube para después bajar. El que baja para subir lo hace desde las insondables alturas del cielo y es el que procede de Dios, y el sube para bajar lo hace desde el fondo del abismo y es el procedente del infierno. Tras la muerte del hombre, el fuego sobrenatural del cielo quemará de manera completamente diferente al fuego del infierno: el primero, incidirá principalmente sobre el alma de los moradores de la mansión celestial inflamándola en un amor eterno; el segundo, en cambio, producirá ardores y tormentos insufribles sin fin. El que baja para subir quiere ganar en el amor, redimiendo, perdonando, haciendo ascender las almas, liberándolas del yugo del demonio, de la carne y del mundo, para que algún día esos salvados puedan gozar eternamente junto al fuego divino, también declarado expresamente: “Fuego vine a echar sobre la tierra, ¡y cuanto deseo que ya esté encendido!” (Lc. 12, 49). Se nos dice hermosamente en la Carta a los Efesios: “El que bajó es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para completarlo todo” (4, 10). El que sube para bajar quiere atrapar, hacer caer, para que algún día tenga eternamente atrapado en su fuego a los condenados, fuego expresamente declarado: “todo árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego (…). La pala de aventar está en su mano y va a limpiar su era: reunirá el trigo en el granero y la paja la quemará en fuego que no se apaga” (Mt. 3, 10).

San Juan enseñó que Jesús “poniéndose de pie, clamó: ‘si alguno tiene sed venga a Mí, y beba quien cree en Mí. Como ha dicho la Escritura: de su seno manarán torrentes de agua viva. Dijo esto del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él: pues aún no había Espíritu, por cuanto Jesús no había sido todavía glorificado” (Jn. 7, 37-39).

El fuego que baja para después subir lo vemos en Pentecostés: “de repente sobrevino del cielo un ruido como de viento que soplaba con ímpetu y llenó toda la casa donde estaban sentados. Y se les aparecieron lenguas como de fuego, posándose sobre cada uno de ellos” (Hechos 2, 2). Vemos entonces en Pentecostés ese deseo de Cristo de que el fuego que el vino a echar sobre la tierra arda: “aparecieron lenguas como de fuego”. En el Evangelio según San Mateo lo vemos a San Juan Bautista pronunciando estas palabras referidas al Mesías y al Espíritu Santo: “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Mt. 3, 11). Antes de eso Jesús les manifestó: “Juan bautizó con agua, mas vosotros habéis de ser bautizados en Espíritu Santo no muchos días después de estos” (Hechos 1, 5). Y también: “Recibiréis sí, potestad, cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hechos 1, 8). Aun un tiempo antes el Maestro aseveró: “Si fuerais del mundo el mundo amaría lo suyo, pero como vosotros no sois del mundo el mundo os odia (…). Cuando venga el Intercesor que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de Mí. Y vosotros también dad testimonio, pues desde el principio estáis conmigo” (Jn. 14, 18-27). Y esto otro: “Os conviene que me vaya; porque, si Yo no me voy, el Intercesor no vendrá a vosotros; mas si me voy, os lo enviaré. Y cuando Él venga, presentará querella al mundo, por capítulo de pecado, por capítulo de justicia, y por capítulo de juicio: por capítulo de pecado porque no han creído en Mí; por capítulo de justicia, porque Yo me voy a Mi Padre, y vosotros no me veréis más; por capítulo de juicio; porque el príncipe de este mundo está juzgado (…). Cuando venga Aquél, el Espíritu de verdad, Él os conducirá a toda la verdad, porque Él no hablará por Sí mismo, sino que dirá lo que habrá oído, y os anunciará las cosas por venir. Él me glorificará porque tomará de lo mío, y os lo declarará. Todo cuanto tiene el Padre es mío, por eso dije que Él tomará de lo mío y os lo declarará” (Jn. 16, 7-15).

He aquí algunas intervenciones especiales del Espíritu Santo. San José y María Santísima estaban llenos del Espíritu Santo, tal como lo sabemos por las Escrituras y la Tradición. De San Juan Bautista nos dice la Palabra Divina: “será colmado del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc. 1, 15). Se sabe también que cuando María visitó a su prima, Isabel, el niño de ésta saltó de gozo en su vientre “e Isabel quedó llena del Espíritu Santo” (Lc. 1, 41). Sabemos que cuando María y José fueron a Jerusalén a fin de presentar al Señor para circuncidarlo, los encontró el anciano Simeón, hombre justo y piadoso, al que le fue “revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Ungido del Señor” (Lc. 2, 26), y que “el Espíritu Santo era sobre él” (Lc. 2, 25). Cuando Cristo fue bautizado por Juan Bautista “el Espíritu Santo descendió sobre Él, en figura corporal, como de paloma” (Lc. 3, 22). En Nazaret encontramos al Espíritu Santo haciendo posible la concepción del Redentor en el purísimo vientre de María Santísima, y en Pentecostés encontramos al Espíritu Santo inflamando de amor a María Santísima. En Nazaret: “Salve llena de gracia (…). El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá” (Lc. 1, 28 y 35). En Pentecostés: “Al cumplirse el día de Pentecostés se hallaban todos juntos en el mismo lugar (…). Todos fueron entonces llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2, 1). Todo pasa por María: La concepción de Cristo Dios, por María, por eso es Madre de Dios. La redención operada por Cristo, por María, y por eso es Corredentora, mal que les pese a muchos del progresismo. Pentecostés a través de María, y por eso es Dispensadora de todas las gracias.

Sobre los siete dones del Espíritu Santo, expondré aquí algo qué dijo el Aquinate sobre ellos: “los dones son hábitos que perfeccionan al hombre para secundar con prontitud el instinto del Espíritu Santo, así como las virtudes morales perfeccionan las facultades apetitivas para obedecer a la razón. Y como las facultades apetitivas pueden ser movidas por el imperio de la razón, así todas las facultades humanas pueden ser movidas por el instinto de Dios, como por una potencia superior. Por tanto, en todas las facultades del hombre que pueden ser principios de actos humanos, lo mismo que existen las virtudes, también existen los dones, a saber, en la razón y en la facultad apetitiva. Ahora bien, la razón es especulativa y práctica, y en una y otra se considera la aprehensión de la verdad, que pertenece a la invención, y el juicio sobre la verdad. Así, pues, para la aprehensión de la verdad la razón especulativa es perfeccionada por el entendimiento, y la razón práctica, por el consejo. Para juzgar rectamente, la razón especulativa es perfeccionada por la sabiduría; y la razón práctica, por la ciencia. A su vez, la facultad apetitiva en las cosas que se refieren a otros es perfeccionada por la piedad; y en las cosas referentes a uno mismo es perfeccionada por la fortaleza contra el terror de los peligros, y por el temor contra la concupiscencia desordenada de los placeres, según aquello de Prov 16,6: Por el temor del Señor, todo hombre se aparta del mal; y lo del Sal 118,120: Se estremece mi carne por temor a ti y temo tus juicios. Y así resulta claro que estos dones se extienden a todo lo que se extienden las virtudes, tanto intelectuales como morales.” (Suma teológica – Parte I-IIae – Cuestión 68, Sobre los dones, art. 4). Insistiré algo más con la cuestión de los siete dones, presentando unas nociones  de cada uno según lo enseñó el Doctor Angélico: 1. Temor de Dios: “para que un ser esté en buenas condiciones de movilidad con relación a su motor, se requiere, lo primero, que le esté sometido y sin resistencia, pues la resistencia ofrece obstáculos al movimiento. Y esto hace en realidad el temor filial o casto, ya que por el mismo reverenciamos a Dios y huimos no someternos a Él” (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 19, El don de temor, arti. 9). 2. Fortaleza: “el Espíritu Santo mueve interiormente al hombre para que lleve a término cualquier obra comenzada y se vea libre de cualquier peligro que le amenaza. Esto rebasa la capacidad de la naturaleza humana, ya que hay casos en que el hombre no puede llevar a cabo sus obras o escapar de los males o peligros, pues a veces le agobian hasta causarle la muerte. Ahora bien: esto lo realiza el Espíritu Santo en el hombre guiándolo en todo hacia la vida eterna, que es término de toda obra buena y la liberación de todos los peligros. Para ello infunde en el alma el Espíritu Santo una confianza especial que excluye todo temor contrario” (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 139, El don de la fortaleza art. 1).  3. Piedad: “entre otras mociones del Espíritu Santo, hay una que nos impulsa a tener un afecto filial para con Dios, según expresión de Rom 8,15: Habéis recibido el Espíritu de adopción filial por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre! Y, como lo propio de la piedad es prestar sumisión y culto al Padre, se sigue que la piedad, por la que rendimos sumisión y culto a Dios como Padre bajo la moción del Espíritu Santo, es un don del Espíritu Santo” (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 121, El don de piedad, art. 1). 4. Consejo: “lo propio de la criatura racional es moverse a la acción a través de la indagación de la razón, y a esa indagación la llamamos consejo. En consecuencia, el Espíritu Santo mueve a la criatura racional por medio del consejo” (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 52, El don de consejo, art. 1). 5. Ciencia: por el que se da un “juicio cierto y exacto para llegar a discernir entre lo que debe y no debe ser creído” (art. 1) (…). Se llama ciencia al conocimiento de las cosas humanas; es, por así decir, el nombre común que implica certeza de juicio, apropiada al juicio obtenido a través de las causas segundas. Por eso, tomado así el nombre de ciencia, es un don distinto del don de sabiduría. De ahí que el don de ciencia verse sólo sobre realidades humanas y sobre realidades creadas” (art. 2) (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 9, El don de ciencia). 6. Entendimiento: “luz sobrenatural que le haga llegar al hombre al conocimiento de cosas que no es capaz de conocer por su luz natural” (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 8, El don de entendimiento, art. 1). 7. Sabiduría: “Quien conoce de manera absoluta la causa, que es Dios, se considera sabio en absoluto, por cuanto puede juzgar y ordenar todo por las reglas divinas. Pues bien, el hombre alcanza ese tipo de juicio por el Espíritu Santo, a tenor de lo que escribe el Apóstol: El espiritual lo juzga todo (1 Cor 2,15), porque, como afirma allí mismo (v.10), El Espíritu lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios.” (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 45, El don de sabiduría, art. 1)

Un alma hermosa me ha hecho llegar atrás un libro desconocido que a su vez lleva por título ‘El gran desconocido’, escrito por el teólogo dominico Royo Marín. Dicho gran desconocido no es otro que el Espíritu Santo. O no se habla de él, o si se lo hace es en forma demasiado limitada -quizá para una fecha y punto-, e, incluso, hay quienes aunque hablan mucho de Él en jolgorios que organizan, lo hacen ignorando realmente Su acción. Y uno mismo se pregunta: ¿Le conozco? ¿Sé cómo actúa? ¿Está en mí vida? ¿Cómo es posible que por el bautismo haya devenido templo de Él, y luego con mis pecados atroces lo haya apartado de Su templo? ¿Ahora vive en Su templo? Dice San Pablo: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis a vosotros?” (1 Corintios 6, 19). La tercera persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, Dios como el Padre y como el Hijo, hoy está más bien desconocida.

San Lucas nos hablará sobre el pecado contra el Espíritu Santo: “A cualquiera que hable mal contra el Hijo del hombre, le será perdonado, pero a quien blasfeme contra el Santo Espíritu, no le será perdonado” (Lc. 12, 10). San Pablo nos dirá: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual habéis sido sellados para el día de la redención” (Efesios 4, 30).

Santo Tomás de Aquino enseñó que hay seis especies de pecado contra el Espíritu Santo: 1. la desesperación, 2. la presunción, 3. la impugnación a la verdad conocida, 4. la envidia de la gracia fraterna, 5. la impenitencia y 6. la obstinación. Dice así: “El hombre, en efecto, se retrae de la elección del pecado por la consideración del juicio divino, que conlleva entremezcladas justicia y misericordia, y encuentra también ayuda en la esperanza que surge ante el pensamiento de la misericordia, que perdona el mal y premia el bien; esta esperanza la destruye la desesperación. El hombre encuentra también ayuda en el temor que nace de pensar que la justicia divina castiga el pecado, y ese temor desaparece por la presunción, que lleva al hombre al extremo de pensar que puede alcanzar la gloria sin méritos y el perdón sin arrepentimiento. Ahora bien, los dones de Dios que nos retraen del pecado son dos. Uno de ellos, el conocimiento de la verdad, y contra él se señala la impugnación a la verdad conocida, hecho que sucede cuando alguien impugna la verdad de fe conocida para pecar con mayor libertad. El otro, el auxilio de la gracia interior, al que se opone la envidia de la gracia fraterna, envidiando no sólo al hermano en su persona, sino también el crecimiento de la gracia de Dios en el mundo. Por parte del pecado, son dos las cosas que pueden retraer al hombre del mismo. Una de ellas, el desorden y la torpeza de la acción, cuya consideración suele inducir al hombre a la penitencia del pecado cometido. A ello se opone la impenitencia, no en el sentido de permanencia en el pecado hasta la muerte, como se entendía en otro lugar (…) (ya que en ese sentido no sería pecado especial, sino una circunstancia del pecado); aquí, en cambio, se entiende la impenitencia en cuanto entraña el propósito de no arrepentirse. La otra cosa que aleja al hombre del pecado es la inanidad y caducidad del bien que se busca en él, a tenor del testimonio del Apóstol: ¿Qué frutos cosechasteis de aquellas cosas que al presente os avergüenzan? (Rom 6,21). Esta consideración suele inducir al hombre a no afianzar su voluntad en el pecado. Todo ello se desvanece con la obstinación, por la que reitera el hombre su propósito de aferrarse en el pecado. De estas dos malicias habla Jeremías diciendo: Nadie hay que se arrepienta de su pecado, diciendo ¿qué hice yo? (respecto de la primera), y todos se extravían, cada cual en su carrera, cual caballo que irrumpe en la batalla (en cuanto a la segunda) (Jer 8,6) (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 14, De la blasfemia contra el Espíritu Santo, art. II). Cuántas veces escuchamos cosas como “yo no me arrepiento de nada o no debes arrepentirte de nada”, o también “me encanta esto que hago y que vos tenés por pecado, no me molestés, lo seguiré haciendo”. Y pienso que, en el modernismo, se acrecienta cada vez más el pecado contra el Espíritu Santo, principalmente por su presunción y por su impugnación a la verdad conocida, hecho que, repito con Santo Tomás, “sucede cuando alguien impugna la verdad de fe conocida para pecar con mayor libertad”. ¿No nos hartamos ya de ver como inventaron nuevas cosas, tanto en doctrina como en moral, favoreciendo así uniones con el error y promoviendo la flexibilización en prácticas pecaminosas?

El mundo es enemigo del Espíritu Santo. Ha dicho el Salvador: “Si me amáis conservaréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y Él os dará otro Intercesor, que quede siempre con vosotros, el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce; mas vosotros lo conocéis, porque Él mora con vosotros y estará en vosotros” (Jn. 14, 15-17). Hoy que vemos con evidencia pasmosa cómo la bestialidad satánica de la contranatura mundana gana terreno en puestos eclesiásticos promovida por hombres eclesiásticos, ¿cómo no ver una tomada de pelo cuando todavía se atreven con un caradurismo sin nombre a sostener que lo hacen movidos por el amor, el don de Dios y el Espíritu Santo?

El Espíritu Santo es Espíritu de unidad y no de diversidad: “esforzándoos por guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Uno es el cuerpo y uno es el Espíritu, y así también una la esperanza de la vocación a que habéis sido llamados, uno el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno el Dios y Padre de todos” (Efesios 4, 3-6). Uno solo es el cuerpo verdadero, fuera del cual no hay otro cuerpo válido, y tal cuerpo es la Iglesia Católica, cuerpo místico de Cristo; cuerpo vivificado desde lo alto por un solo Espíritu, de manera que no necesita nada de cuerpos excluidos inventados por hombres. Hay una sola fe, un solo Dios Trinitario, no hay otra fe que sea capaz de conducir a la casa del Dios Uno y Trino.

“Fuego vine a echar sobre la tierra, ¡y cuanto deseo que ya esté encendido!” (Lc. 12, 49), ha dicho Jesucristo. El fuego está, el deseo de Cristo sigue incólume, ahora: ¿lo tenemos encendido? Pidamos hoy en Pentecostés que Dios nos dé la gracia de tener dicho fuego bien encendido.

Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal
nació en 1979 en Capital Federal. Es abogado y se dedica a la escritura. Casi por once años dictó clases de Lógica en el Instituto San Luis Rey (Provincia de San Luis). Ha escrito más de un centenar de artículos sobre diversos temas, en diarios jurídicos y no jurídicos, como La Ley, El Derecho, Errepar, Actualidad Jurídica, Rubinzal-Culzoni, La Capital, Los Andes, Diario Uno, Todo un País. Durante algunos años fue articulista del periódico La Nueva Provincia (Bahía Blanca). Actualmente, cada tanto, aparece alguno de sus artículos en el matutino La Prensa. Algunos de sus libros son: En Defensa de los indefensos. La Adivinación: ¿Qué oculta el ocultismo? Vivir de ilusiones. Filosofía en el café. Conociendo a El Principito. La Nostalgia. Regresar al pasado. Tierras de Fantasías. La Sombra del Colibrí. Irónicas. Suma Elemental Contra Abortistas. Sobre la Moda en el Vestir. No existe el Hombre Jamón.

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