Novedad editorial: Apostasía Vaticana

Nuestro colaborador Alejandro Sosa Laprida acaba de publicar una obra que repasa, con una gran base documental y de forma incontestable, la apostasía que vivimos por miembros de la iglesia desde el propio Vaticano. A continuación les ofrecemos el índice y la introducción de Flavio Infante. Al final encontrarán los enlaces para su adquisición.

NOVEDAD EDITORIAL: APOSTASÍA VATICANA

ÍNDICE

1. Prólogo, por Flavio Infante

2. Introducción

3. El Vaticano promueve la apostasía y una religión global

4. Debate sobre la crisis eclesial

5. El Vaticano fomenta la idolatría

6. Hacia la religión mundial del Anticristo

7. Francisco, Teilhard de Chardin y el panteísmo

8. La eco-encíclica Laudato Si’

9. Si no hay Misa, ¡vayan con los anglicanos!

10. Francisco bromea sobre el infierno

11. Francisco niega la existencia del infierno

12. Francisco niega la necesidad de la fe en Jesucristo

13. Sobre la beatificación de Pablo VI

14. Francisco, comunista y excomulgado

15. Francisco y el Sínodo de Amazonia

16. A siete años de un artículo sobre Bergoglio

17. El extraño pontificado del Papa Francisco

18. Precisiones acerca del debate sobre la crisis eclesial

19. La agenda globalista del Vaticano

20. Benedicto XVI: ¿Doctor de la Iglesia?

21. El Vaticano prepara la religión del Anticristo

22. Anexo I: El itinerario teológico de Juan Pablo II hacia la Jornada Mundial Interreligiosa de Oración en Asís – Johannes Dörmann

23. Anexo II: El concilio de los malhechores me ha asediado – Jean Vaquié

                            INTRODUCCIÓN             

En febrero de 2019, en Abu Dabi, capital de los Emiratos Árabes Unidos, Francisco y el Gran Imán de Al-Azhar, Ahmed Al-Tayeb, firmaron el Documento sobre la Fraternidad Humana por la Paz Mundial y la Convivencia Común, en el que se lee: “El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos.”

En octubre del mismo año se organizó una ceremonia religiosa en los jardines vaticanos durante la cual se rindió culto a la Pachamama, en presencia de Bergoglio y varios miembros de la curia. Tres días después, el ídolo fue llevado en procesión a la basílica de San Pedro, siendo luego expuesto al culto de los fieles en una iglesia romana durante el desarrollo del Sínodo Amazónico.

No ha faltado quien manifestara su desconcierto ante estos hechos e incluso, su repudio, en nombre de la ortodoxia. No obstante, pocos parecen haberse percatado de la continuidad existente entre estos gestos de Bergoglio y otros semejantes realizados por sus predecesores. En efecto, la idea subyacente de estos eventos no es otra que la de las Jornadas Interreligiosas de Asís que Juan Pablo II convocara por primera vez en 1986, a saber, que las diferentes “tradiciones religiosas” son opciones legítimas para relacionarse con la “divinidad”, orientar la conducta del hombre y estructurar la vida social.

La asamblea multiconfesional de Asísha sido un acontecimiento inédito en la historia de la Iglesia, marcando un punto de inflexión pastoral que nos retrotrae necesariamente al Concilio Vaticano II como a su fuente, en particular a los documentos relacionados con la libertad religiosa, el ecumenismo y el diálogo interreligioso. Y aquí surge una pregunta, tan incómoda como ineludible: el “ecumenismo conciliar” -cuyos actos emblemáticos son, justamente, las reuniones interreligiosas de Asís-, ¿es compatible con el magisterio de la Iglesia y con la revelación divina?

Mediante esta modesta recopilación de antiguas publicaciones pretendo aportar datos concretos sobre la crisis eclesial post conciliar -acompañados de mis reflexiones personales-, esperando poder contribuir en alguna medida a la elucidación de esta cuestión crucial.

CONTRATAPA

El Vaticano, con Francisco a la cabeza, se encuentra abocado de lleno a la tarea de unificar las diversas religiones del orbe y a la humanidad en su conjunto, promoviendo el indiferentismo religioso y profesando sin embozo alguno el humanitarismo laico y naturalista pergeñado en las logias masónicas, encarnado en las Naciones Unidas y consignado en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero deseo hacer acá una indispensable aclaración: así como es importante denunciar los escándalos a repetición perpetrados por Bergoglio, así también lo es el ser consciente de que este hombre no es sino un fruto pestilente del Concilio Vaticano II y su ecumenismo modernista, el cual ha sido implementado por todos los papas conciliares. Ellos han fomentado de manera sistemática el indiferentismo religioso, particularmente manifiesto desde las Jornadas Interreligiosas de Asís, siendo entonces el cardenal Ratzinger el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Es decir, nada menos que la persona encargada de velar por la ortodoxia doctrinal dentro de la Iglesia. Estos son hechos objetivos e incontestables. La honestidad intelectual tiene exigencias lógicas que, a su vez, acarrean consecuencias prácticas. Denunciar y combatir a Bergoglio es, ciertamente, un deber. Pero denunciar y combatir solamente a Bergoglio -sin remontar a la fuente de los males presentes-, es signo de una profunda incomprensión de la crisis eclesial, constituye una postura a la vez incoherente e inconducente y lleva a una situación de complicidad objetiva con los enemigos de la Iglesia, sin perjuicio de las buenas intenciones de cada uno.

PRÓLOGO – Por Flavio Infante

Es historia conocida: al fin, después de un prolongado asedio de siglos, los bastiones de la Santa Iglesia fueron abatidos desde dentro por aquellos mismos que debían velar por su incolumidad, e increíblemente se volvieron del revés aquellas sentencias que, como otras tantas perlas de sabiduría, habían sido labradas y roboradas en el ejercicio sostenido y continuo del Magisterio. Lejos quedan los tiempos en que los romanos pontífices se esmeraban en la consolidación de una salus rei publicae christianae contra las añagazas que los librepensadores ofrecían a los oídos de los incautos, como consta en aquella encíclica en que Clemente XIII urgía a los obispos:

“Cercenad con obras y palabras las raíces del engaño, bloquead las corrompidas fuentes de los vicios, tocad la trompeta, para que las almas que pasan no sean arrancadas de la mano del custodio (…) implorad la piedad ancestral de los Príncipes católicos; exponed la causa de la Iglesia que gime e impulsad a sus amorosos hijos (…) a acarrearle ayuda; y como no sin razón llevan la espada, luego de haber conjugado la autoridad del Sacerdocio con la del Imperio, que detengan y destruyan a los hombres malvados que combaten contra las falanges de Israel. Que las zorras que demuelen la viña del Señor sean dadas a conocer al pueblo fiel; y se dé alerta al pueblo para que (…) deteste los libros en los que se halle algo que ofenda al lector o contraste con la Fe, la Religión, las buenas costumbres y no refleje la honestidad cristiana (…) impidiendo así a los ingenuos el dormir con las serpientes”.Encíclica Christianae Reipublicae, 25/XI/1766.

En diametral oposición a esto, un decreto del Concilio Vaticano II como Dignitatis Humanae se desvive en garantías para con las así motejadas “comunidades religiosas”, concediéndoles la misma inmunidad de coacción que la Iglesia acordó desde siempre a las conciencias individuales, toda vez que el Evangelio no puede ser impuesto por la fuerza. En concreto,

“a estas comunidades, con tal de que no se violen las justas exigencias del orden público, se les debe por derecho la inmunidad para regirse por sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público, para ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y sustentarlos con la doctrina, y para promover instituciones en las que colaboren los miembros con el fin de ordenar la propia vida según sus principios religiosos (…) Les compete igualmente el derecho de que no se les impida por medios legales o por acción administrativa de la autoridad civil la erección de edificios religiosos y la adquisición y uso de los bienes convenientes (ni) la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe (…) Además, puesto que la sociedad civil tiene derecho a protegerse contra los abusos que puedan darse bajo pretexto de libertad religiosa, corresponde principalmente a la autoridad civil prestar esta protección. Sin embargo, esto no debe hacerse de forma arbitraria, o favoreciendo injustamente a una parte, sino según normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo”.

Son muchas novedades, como se ve, las que resultan consagradas en tan pocas líneas, y aun podrían enriquecerse con pasajes de otros documentos engendrados por la misma problemática asamblea. Entre otras, podemos advertir la calificación genérica de “religioso” atribuida tanto a la verdadera como a las falsas religiones, o el mismo sentido equívoco y equivalente concedido al concepto de “fe”. No menos que el derecho a la publicidad otorgado a cualesquier sectas con tal de que no aticen alborotos en la esfera pública, y el llamado a la autoridad civil a abstenerse de favorecer a la Iglesia. Nos parece suficientemente demostrado, por éste y otros muchos exudados documentales que podrían allegarse hasta el hastío, que la libertad y la igualdad proclamadas otrora por los forajidos asaltantes de la Bastilla lograron infestar la conciencia de los hombres de Iglesia al punto de hacerles firmar, por fas o por nefas, toda una espléndida declaración de subordinación a las garambainas modernas y, por lo mismo, de apostasía -siquiera en germen. Fue, por lo demás, el finado Cardenal Suenens, quien admitió triunfalmente que el Vaticano II fue “1789 en la Iglesia”, al paso que el entonces cardenal Ratzinger llamó a la constitución Gaudium et Spes un anti-Syllabus.

Venía siendo reclamada esta rúbrica eclesiástica a los falsos principios consolidados progresivamente por la Revolución, entre los cuales el primado absoluto de la conciencia o el privilegio de los simples derechos naturales por sobre los derechos de la Verdad, además del hiato insoluble puesto entre el orden temporal y el espiritual con primacía de aquél. La derelicción del clero acabó consumando este nuevo estado de conciencia que se hizo tan generalizado en la Babel escatológica como antes había sido impropio de la Cristiandad. El principio de inmanencia ya no se discute, e incluso muchos de entre quienes se tienen a sí mismos por católicos recurren a menudo a él para intentar arrancarle (por supuesto, sin sombra alguna de éxito) los últimos despojos de sensatez al naufragio planetario.

Ahora bien: aun pervertida por los efectos de su rebelión, la criatura racional reclama, en atención a las demandas de su naturaleza, la unificación de todas sus energías pródigas y dispersas bajo alguna especie de orden. Porque la naturaleza es el ámbito no de la libertad, sino de la necesidad, y ésta impera sin contraste y hace sentir mayormente su imperio allí donde yace abatida la vida del espíritu. Desque el hombre negó su obsequio a las leyes universales por el puro y desbocado ejercicio de su arbitrio, aquéllas se cernieron sobre él con renovada presión. Por lo que, para que el estallido libertario y el reconocimiento de derechos tan omnímodos como absurdos no devengan bien pronto en masacres masivas y en la reducción de la civilización a la selva, era menester remitirlo todo al orden, a un orden precario y postizo, a una apariencia de orden que salvara la humana grey de una disgregación irremontable.

Bajo muy otras coordenadas, Roma supo de esa urgencia cuando trató de aglutinar la diversidad de cultos confluyentes dentro de los lindes del imperio -efecto de las sucesivas conquistas y de la aplicación de un entonces novel principio de libertad religiosa- en uno  que fuera común a todos y sirviera a garantizar la convivencia sin sobresaltos. La concordia civil tenía, como hoy día, razón de finalidad: donde no reina el Cielo la tierra tiraniza. E inventó e impuso el culto del César, instrumento de precaria unidad al tiempo que ocasión para el martirio de miles de nuestros precursores en la fe.

A esto apuntan los conatos por elaborar y ofrecer hoy a las turbas una religión sintética, de laboratorio, que contenga algo así como un común denominador de todas las creencias: un tal hallazgo, de alcanzarse, será puro mérito de la concepción aritmética del hombre consagrada por  la democracia. Puestas antaño las bases de una anarquía creciente por la proclamación de una falsa paridad y una dignidad común a todas las creencias, y verificada una globalización de facto en los demás aspectos de la vida humana, se hace imprescindible reunir en un haz todo aquello cuya dispersión, de agudizarse, amenazaría la ruina del conjunto.

De manera que, así como las pretensiones de instaurar una especie de “república universal” no se han detenido desde los días en que Napoleón exportó los principios de la Revolución a media Europa (continuándose en lo sucesivo con las dos guerras mundiales), así también es menester dotar a tal organismo superpolítico de una superreligión que no le haga asco a la variedad albergada en su regazo, ni siquiera al principio lógico de no-contradicción. Concluyendo en las esperpénticas exteriorizaciones de Bergoglio, verdadero apogeo del despropósito doctrinal que azota al orbe católico desde los días del Vaticano II, este volumen que el lector tiene entre sus manos señala, con pruebas al canto, sus obligados antecedentes en aquel malhadado concilio y en las enseñanzas de los papas que le fueron sucesivos.

Habiéndose pues admitido, contra el Magisterio permanente de la Iglesia, la libertad de cultos -que supone el derecho al escándalo-, y la igualdad de todas las religiones, era hora de avanzar en la confraternización de todas ellas, en un ecumenismo supracristiano informe, sin contorno y sin misterios. Lo asienta con su cinismo habitual el írrito magisterio del actual profanador de la Cátedra petrina: “el pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos”. La horrisonancia bergogliana depende, como es fácil de advertir, de las disonancias destiladas previamente por el Concilio, tal como lo espigamos supra en Dignitatis Humanae.

Con razón denuncia el autor de estas páginas la continuidad entre el monismo de Spinoza, el deísmo de Einstein y el progresismo del entonces Cardenal Montini: éste vaticinaba el advenimiento de una “religión del porvenir”, dicción infame con la que implícitamente se recusa la perennidad del Evangelio y se alienta a pasarse a una presunta confesión superadora del mismo. Esta “religión del porvenir” -que ya había sido saludada por Lamennais-, no es sino la falacísima impostura del Anticristo y la coronación efímera de la gnosis espuria que ha librado su siniestra batalla contra la Verdad desde los albores de la historia humana.

No sabemos el modo como será implantada, aunque ya hemos tenido un reciente y elocuente ensayo de imposición a escala global de una fábula que llamaron “pandemia” y que sirvió para surtir, junto con el miedo, todo un repertorio de nuevos escrúpulos cívicos, entre los cuales el pringarse las manos con alcohol repetidas veces al día, el llevar una mascarilla hasta en la excursión a solas al mar o a la montaña y el inyectarse cinco sucesivas dosis de un potingue de composición y efectos ignorados, todo con la bendición de un infatuado anciano ungido pontífice que califica a estas absurdas conductas como a “acto de amor”. En adelante, cualquier crisis real o ficticia pero de alcance lo suficientemente orbital (catástrofes climáticas o guerra nuclear, pongamos por caso) podría apurar la instrumentación masiva de los rituales y preceptos de esa secta de perdición.    

De algo podemos estar ciertos: si la religión del Anticristo tiene estos caracteres -y los tendrá-, tendremos que olvidarnos de la “libertad religiosa” que le desbrozó el camino. La libertad residirá, por la gracia de Dios, en nuestras almas y sólo allí.

Precio de venta: 3000 pesos – Número de páginas: 255 – Fecha de publicación: 31/03/2023

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