Cancelaciones “sinodales” (Mons. Aguer)

El oficialismo progresista instalado en Roma, desde hace poco más de una década, continúa con su política de “cancelación” a quienes, con libertad de espíritu, buscan servir a Jesucristo desde la ortodoxia y la Tradición. Por “cancelación” se entiende toda forma de ninguneo, conspiración de silencio, marginación, prohibición de publicar en medios y redes y hasta el cese en sus funciones de aquellos que no se pliegan “sinodalmente” a las ideologías y discrecionalidades vaticanas.

Fueron cancelados, como se sabe, buenos obispos como Daniel Fernández Torres, de Arecibo, Puerto Rico; y Joseph Strickland, de Tyler, Texas, Estados Unidos. Al Cardenal Gerhard Müller no se le renovó por un nuevo período en la Congregación para la Doctrina de la Fe; y al también cardenal Raymond Burke hasta se le privó de su sueldo, y casa romanos. A otros, como Dominique Rey, de Fréjus – Toulón, en Francia, se les nombraron “coadjutores” que, en la práctica, casi cogobiernan esas diócesis. Por su parte, son numerosos los sacerdotes cancelados en distintas partes del mundo; y hasta han llegado a formar “asociaciones” para ayudarse mutuamente, y proveerse de lo elemental para su sustento. En algunos casos han quedado en la calle; y debieron encontrar asilo en casas de sus ancianos padres, de sus hermanos u otros familiares. Ya me he dirigido a ellos en otros artículos. Permanentemente recibo correos, mensajes, y llamados telefónicos de presbíteros fieles que no encajan dentro del eslogan oficialista “todos, todos, todos”; y que, por lo tanto, quedan fuera del “sistema”. Se ha importado a Roma la famosa máxima peronista: “Para el amigo todo; para el enemigo (supuesto o imaginado), ni justicia”. Hasta el Código de Derecho Canónico parecería estar muerto y sepultado. Y, en la práctica, ante acusaciones de ser “indietristas, adoradores de cenizas, rígidos”, y otras calificaciones por el estilo, solo cabe esperar sin más la guillotina.

Los fieles laicos sufren azorados ante tantas arbitrariedades. Y ven cómo, sistemáticamente, buenos sacerdotes son obligados a dejar sus parroquias, o enviados a destinos considerados como de “castigo”. Las tan declamadas “periferias” son los sitios elegidos para ello. Literalmente se los deja librados a su propia suerte. Solos, sin una comunidad sacerdotal, sin recursos, y expuestos a toda clase de peligros, no pocos encuentran allí enfermedades y crisis. Ser acusados de “poco sinodales” o de no estar abiertos a la “cultura del encuentro” lleva a sufrir diversas formas de destierro. ¿O es que se confunde al “encuentro” con el rejunte? ¿No estamos llamados todos los creyentes –ni qué hablar los sacerdotes- a tener un encuentro liberador y personal con Cristo, y llevar a otros hermanos hacia Él? ¿O es que ahora al Señor se lo debe reemplazar con la “Madre Tierra”, la globalista Agenda 2030 –considerada por sus mentores como el “Evangelio del siglo XXI”-, o las imposiciones mundialistas y la pretendida “gobernanza global” de las Naciones Unidas? ¿Buscan la salvación de las almas los que, con impronta pelagiana, pretenden “salvar el planeta”?

Desde hace más de sesenta años, la Iglesia en Occidente sufre una caída sistemática en la cantidad de sacerdotes, de religiosos, de seminaristas y hasta de bautismos. El glacial tiempo que sobrevino al Vaticano II refleja una decadencia aparentemente sin freno. ¿No ha llegado la hora de reconocer que por este camino sólo pueden esperarse más calamidades? ¿Y aunque les pese a los hoy nonagenarios adalides del “espíritu del Concilio”, no es momento de admitir sinceramente que el “humo de Satanás” ha tornado irrespirables nuestras estructuras?

Ciertamente, no se puede comparar, ni remotamente, a la Iglesia, con una multinacional. Pero, salvando las debidas proporciones, cabe preguntarse: ¿Se mantienen y hasta se premian con ascensos en una empresa a quienes, en la práctica, fundieron distintas sucursales? ¿Puede esperarse que los responsables del fallido remonten las ventas, y salven a la institución de la quiebra?

Hoy el oficialismo progresista muestra su ensañamiento con la liturgia tradicional. Y allí acuden centenares de jóvenes; mientras que en las “liturgias atractivas”, los vacíos son cada vez más notorios. Desde Roma se menosprecia, igualmente, a los jóvenes matrimonios con muchos hijos; y ellos son parte de la solución, y no del problema. De hecho, las estadísticas demuestran que una buena proporción de las vocaciones sacerdotales y religiosas salen de su seno. A los jóvenes sacerdotes que, llenos de fervor y pasión por Cristo, buscan en verdad llegar a los “últimos” y convertirlos al Señor, se los tilda de cerrados, y ocultadores de traumas varios. Y así sucesivamente. Podríamos hacer una lista interminable de hechos. Eso sí, todos cubiertos o justificados por la “sinodalidad”.

¿No ven desde Roma que el progresismo es, de por sí, estéril? ¿Son acaso una amenaza los niños y jóvenes que aún con las burlas de sus propios párrocos, pasan horas y horas ante el Santísimo Sacramento? ¿No ven como verdaderos «signos de los tiempos» y de fundada esperanza los Rosarios de hombres, que se multiplican en distintas ciudades del mundo? ¿No aprecian el fervor de tantos jóvenes que conocen o retornan a la Iglesia desencantados, precisamente, con los embustes «progres»? ¿Encaja con las dialogantes flexibilidades vaticanas que todos los “diferentes” sean muy bienvenidos, menos los “diversos” de la Iglesia de siempre?

Como les dije en mi artículo de marzo de 2022 a los “sacerdotes cancelados” hoy se lo transmito a todos aquellos (curas, religiosos y laicos) que sufren esta condición: Recen los unos por los otros; recen también por los que los hacen sufrir. Háganlo delante del Sagrario, adorando al Señor, allí presente. Encomiéndense filialmente a la Santísima Virgen María, Madre del Dios hecho Hombre, Madre de la Iglesia, Madre de cada uno de nosotros .Y cuenten, como siempre, con mis oraciones, afecto y cercanía. Y aunque mi octogenaria condición y limitaciones físicas me impidan moverme sepan que, también con ellas, estoy junto a ustedes en la primera línea del apostolado. No temamos a nada, ni a nadie. Que resuenen siempre en nuestros corazones las palabras de Jesucristo: Yo estoy con ustedes, todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).

+ Héctor Aguer

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