Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás

El Miércoles de Ceniza inicia la Liturgia de la Iglesia la solemne apertura del ayuno cuaresmal, el tiempo de expiación próximo a la conmemoración de los grandes misterios de nuestra Redención.

La Cuaresma fue instituida por la Iglesia por tradición apostólica: 1°, para darnos a entender la obligación que tenemos de hacer penitencia todo el tiempo de nuestra vida, de la cual, según los Santos Padres, es figura la Cuaresma; 2.°, para imitar en alguna manera el riguroso ayuno de cuarenta días que Jesucristo practicó en el desierto; 3.°, para prepararnos por medio de la penitencia a celebrar santamente la Pascuai.

I. Este día recibe su nombre del rito mediante el cual el sacerdote señala con ceniza la frente de los fieles al tiempo que le repite las palabras: Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás (cfr. Gen 3, 19). Se evoca así la sentencia pronunciada por Dios en el Paraíso. Desde entonces sentimos que el hombre es polvo, solamente los méritos de Cristo nos dan capacidad para sobreponernos a esta realidad y vivir según el espíritu. Esta vida es un “nuevo nacimiento” en Cristo y presupone la muerte de nuestro “hombre viejo”, para que «caminemos en nueva vida».

El uso de la ceniza como signo de humillación y penitencia es muy anterior a su empleo por la Iglesia como vemos en el Antiguo Testamento. Job cubría de ceniza su carne enferma e imploraba de este modo la misericordia de Dios («He cosido un saco sobre mi piel, he revuelto en el polvo mi rostro», Job 16, 16). El salmista proclama: «Mi comida es ceniza en vez de pan, y mezclo mi bebida con las lágrimas» (Sal 101, 10) y análogos ejemplos abundan en los Libros históricos y en los Profetas del Antiguo Testamento («Levantarán su voz sobre ti y se lamentarán amargamente; echarán polvo sobre sus cabezas y se revolcarán en ceniza»: Ez 27, 30). En la Lectura de la Misa (Jl 2, 12-18), Dios enseña a su pueblo por boca del profeta Joel que el verdadero arrepentimiento, es decir, la sincera contrición, le asegura el perdón de los pecados. «Promulgad un ayuno», porque purifica el alma («con esta aflicción voluntaria la carne muere para las concupiscencias, y el espíritu se renueva con las virtudes», San León Magno)… Que los sacerdotes eleven con lágrimas sus oraciones («La oración sube y la misericordia de Dios baja», San Agustín).

El rito que celebramos actualmente, hunde sus raíces en la disciplina penitencial de la Iglesia de los primeros siglos. Los culpables de pecados sometidos a la penitencia pública de la Iglesia se presentaban en el templo antes de Misa. Los sacerdotes oían la confesión de sus pecados, y después los cubrían de cilicios y derramaban ceniza en sus cabezas. Finalmente, eran arrojados solemnemente por el Obispo y debían recibir con solemnidad la absolución el Jueves Santo. Después del siglo XI, la costumbre de imponer la ceniza a todos los fieles este día, llegó a generalizarse y comenzó a formar parte de las ceremonias esenciales de la Liturgia romanaii.

II. Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia unas muestras de penitencia, ahora muy suavizadas (la abstinencia de carne a partir de los 14 años el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, y el ayuno entre los 18 y los 59 cumplidos) y también la oración y la limosna (Evangelio de la Misa: Mt 6, 1-6. 16-18). El desprendimiento de lo material, la mortificación y la abstinencia purifican nuestros pecados y nos ayudan a encontrar al Señor. Estas satisfacciones, ofrecidas a Dios con las del mismo Redentor purificarán nuestras almas y las harán dignas de participar de las alegrías de la Pascua.

«Alegraos, en cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para también en la aparición de su gloria saltéis de gozo» (1 Pe 4, 13). Estas palabras de San Pedro pueden aplicarse al espíritu propio de este tiempo litúrgico y resumen la esencia de la vida cristiana: asociarnos a la muerte de Cristo mediante la mortificación voluntaria y la aceptación diaria de su Cruz para llegar un día a tener parte en la Gloria de la Resurrección.

Nos gloriamos de tener por Cabeza a Cristo crucificado que nos permite, como miembros de su Cuerpo místico, asociarnos a Él por la fe y apropiarnos sus méritos redentores. «Con Cristo he sido crucificado, y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo. Y si ahora vivo en carne, vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 19-20). La caridad más grande del Corazón de Cristo ha sido entregarse por nosotros a la muerte para poder proporcionarnos sus propios méritos y hacernos así vivir su misma vida divina de Hijo del Padre.

«Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro Rey, como lo exige nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro: Porque si hemos sido injertados con Él por medio de la representación de su muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección [Rom. 6, 5], y, si morimos con Él, también con Él viviremos [2 Tim. 2, 11] […]Y esta misma lluvia de celestiales gracias será ciertamente superabundante, si no solamente elevamos a Dios ardientes plegarias, sobre todo participando con devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio Eucarístico; si no solamente nos esforzamos en aliviar con obras de caridad los sufrimientos de tantos menesterosos; mas si también preferimos a las cosas caducas de este siglo los bienes imperecederos y si domamos con mortificaciones voluntarias este cuerpo mortal, negándole las cosas ilícitas e imponiéndole las ásperas y arduas; si, en fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios, los trabajos y dolores de esta vida presente. Porque así, según el Apóstol, cumpliremos en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo, en pro de su Cuerpo místico que es la Iglesia (Cf. Col. 1, 24)»iii.

Empleemos durante esta Cuaresma los medios de santificación que Dios ha puesto a nuestro alcance: la oración; la Santísima Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia; un generoso espíritu de cristiana mortificación; la humildad del corazón, y una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen. Que Ella nos alcance las gracias que necesitamos para unirnos a la Pasión de Cristo en esta vida y llenarnos de gozo en la aparición de su gloria.

Padre Ángel David Martín Rubio

i Catecismo Mayor de San Pío X.

ii Cfr. Prospero GUERANGER, El Año Litúrgico, Tomo II, Burgos, Editorial Aldecoa: 1956, págs. 98-102.

iii Pío XII, Mystici Corporis, nº 49

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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