PEREGRINACIÓN DE BENEDICTO XVI A TIERRA SANTA
EXTRACTO DE LA HOMILÍA EN NAZARET
14 de mayo de 2009
Me alegro de haber venido a Nazaret, lugar bendecido por el misterio de la Anunciación, y testigo de los años ocultos del crecimiento de Cristo en sabiduría, edad y gracia (cf. Lc 2, 52). Aquí, en la ciudad donde vivieron Jesús, María y José, dijo el Papa Pablo VI, que todos necesitamos volver a Nazaret para contemplar de nuevo el silencio y el amor de la Sagrada Familia, modelo de toda vida familiar cristiana. Aquí, a ejemplo de María, José y Jesús, podemos apreciar aún más plenamente el carácter sagrado de la familia que, en el plan de Dios, se basa en la fidelidad de un hombre y una mujer, para toda la vida, consagrada por la alianza conyugal y abierta al don divino de nuevas vidas. ¡Cuánta necesidad tienen los hombres y mujeres de nuestro tiempo de volver a apropiarse de esta verdad fundamental, que constituye la base de la sociedad! y ¡cuán importante es el testimonio de los matrimonios para la formación de conciencias maduras y la construcción de la civilización del amor!
En la primera lectura (Si 3,3-7.14-17), la Palabra de Dios presenta a la familia como la primera escuela de sabiduría, que educa a sus miembros en la práctica de las virtudes que conducen a la felicidad auténtica y duradera. En el plan de Dios para la familia, el amor de los cónyuges produce el fruto de nuevas vidas, y se manifiesta cada día en los esfuerzos amorosos de los padres para impartir a sus hijos una formación integral, humana y espiritual. En la familia a cada persona —tanto al niño más pequeño como al familiar más anciano— se la valora por sí misma, y no se la ve como un medio para otros fines. Aquí empezamos a vislumbrar el papel esencial de la familia como primera piedra de la construcción de una sociedad bien ordenada y acogedora. Además logramos apreciar, dentro de la sociedad en general, el deber del Estado de apoyar a las familias en su misión educadora, de proteger la institución de la familia y sus derechos naturales, y de asegurar que todas las familias puedan vivir y florecer en condiciones de dignidad.
Como en la alianza conyugal el amor del hombre y de la mujer es elevado por la gracia hasta convertirse en participación y expresión del amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5, 32), así también la familia, fundada en el amor, está llamada a ser una «iglesia doméstica», lugar de fe, de oración y de solicitud amorosa por el bien verdadero y duradero de cada uno de sus miembros.
Al reflexionar sobre estas realidades en la ciudad de la Anunciación, el pensamiento se va naturalmente a María, «llena de gracia», la Madre de la Sagrada Familia y Madre nuestra. Nazaret nos recuerda el deber de reconocer y respetar la dignidad y la misión otorgadas por Dios a las mujeres, así como sus carismas y talentos especiales. Tanto como madres de familia, como presencia vital en las fuerzas laborales y en las instituciones de la sociedad, o en la vocación especial a seguir al Señor plenamente, las mujeres desempeñan un papel indispensable en la creación de la «ecología humana» (cf. Centesimus annus, 39) de la que nuestro mundo tiene urgente necesidad: un ambiente en el que los niños aprendan a querer a los demás, a ser honrados y respetuosos con todos, a practicar las virtudes de la misericordia y del perdón.
Y pensamos también en san José, el hombre justo que Dios quiso poner al frente de su familia. Del ejemplo fuerte y paterno de san José Jesús aprendió las virtudes de la piedad varonil, la fidelidad a la palabra dada, la integridad y el trabajo duro. En el carpintero de Nazaret vio cómo la autoridad puesta al servicio del amor es infinitamente más fecunda que el dominio. ¡Cuánta necesidad tiene nuestro mundo del ejemplo, de la guía y de la fuerza serena de hombres como san José!
Por último, al contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret, dirigimos la mirada al Niño Jesús, que en el hogar de María y de José creció en sabiduría y conocimiento, hasta el día en que comenzó su ministerio público. Quiero compartir una idea particular con los jóvenes. El concilio Vaticano II enseña que los niños desempeñan un papel especial para hacer crecer a sus padres en la santidad (cf. Gaudium et spes, 48). Os pido que reflexionéis en esto y dejéis que el ejemplo de Jesús os guíe, no sólo a respetar a vuestros padres, sino también a ayudarles a descubrir más plenamente el amor que da a nuestra vida su sentido más profundo. En la Sagrada Familia de Nazaret Jesús enseñó a María y a José algo de la grandeza del amor de Dios, su Padre celestial, fuente última de todo amor, de quien toma su nombre toda familia en el cielo y en la tierra (cf. Ef 3,14-15).
En la oración Colecta de la misa hemos pedido al Padre que «nos ayude a vivir como la Sagrada Familia, unidos en el respeto y en el amor». Renovemos aquí nuestro compromiso de ser levadura de respeto y de amor en el mundo que nos rodea. Este lugar nos recuerda, como ha hecho a generaciones de peregrinos, que el mensaje del Señor fue en ocasiones fuente de contradicción con los que lo escuchaban. Por desgracia, como sabe todo el mundo, Nazaret ha experimentado tensiones que han estropeado las relaciones entre las comunidades cristiana y musulmana. Invito a las personas de buena voluntad de ambas comunidades a reparar el daño causado, y en fidelidad a nuestra fe común en un único Dios, Padre de la familia humana, a trabajar para construir puentes y encontrar formas de convivencia pacífica. Que cada uno rechace el poder destructor del odio y del prejuicio, que mata las almas antes que los cuerpos.
Permitidme unas palabras de gratitud a cuantos se esfuerzan por llevar el amor de Dios a los niños y por educar a las nuevas generaciones en los caminos de la paz. Pienso de manera especial en los esfuerzos de las Iglesias locales, particularmente en sus escuelas e instituciones caritativas, para derribar los muros y ser terreno fértil de encuentro, diálogo, reconciliación y solidaridad. Aliento a los sacerdotes, religiosos, catequistas y profesores a que se comprometan, junto con los padres y cuantos se interesan por el bien de los niños, a perseverar dando testimonio del Evangelio, a tener confianza en el triunfo del bien y de la verdad, y a confiar en que Dios hará crecer toda iniciativa destinada a difundir su reino de santidad, solidaridad, justicia y paz.
«Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Que la Virgen de la Anunciación, que con valentía abrió su corazón al plan misterioso de Dios, y se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos guíe y sostenga con sus oraciones. Que ella obtenga para nosotros y nuestras familias la gracia de abrir los oídos a la Palabra del Señor, que tiene el poder de construirnos (cf. Hch 20,32), que nos inspire decisiones valientes, y que guíe nuestros pasos por el camino de la paz.