Carta a la Iglesia de Pérgamo (VII)

Hemos afirmado repetidas veces que una de las leyes esenciales del amor es la reciprocidad. Lo que induce a pensar que en el amor divino–humano no es solamente el corazón humano el que queda lacerado y herido, sino también el divino:

Allí, junto al Amado,

en silencioso amor correspondido,

estando yo a su lado,

Él díjome al oído

que también por mi amor estaba herido.

Lo cual es así porque el amor profesado por Jesucristo al alma enamorada es tan humano como divino, que es lo mismo que decir divino–humano. Que al hacerse realidad en el corazón humano de Jesús pone en evidencia, una vez más, la necesidad y la conveniencia de la Encarnación, en cuanto que Dios quería mantener con el hombre relaciones de perfecto amor.

En este sentido, es posible que algunos versos de El Cantar de los Cantares, acostumbrados como estamos a leerlos siempre bajo el prisma poético de la metáfora, posean sin embargo un significado mucho más cercano al literal que el que se les acostumbra conceder:

Eres, amada mía, hermosa como Tirsa,

bella como Jerusalén,

terrible cual escuadrón ordenado en batalla.

Aparta ya de mí tus ojos,

que me matan de amor.

Es tu cabellera rebañito de cabras

que ondulan al subir por el monte de Galad.1

Cuando un enamorado califica a la persona amada con el epíteto de terrible, en un sentido que jamás pretende ser peyorativo, incluso en el amor puramente humano el hecho es bastante expresivo. Aunque es más aún en el divino–humano, donde los nombres y calificativos alcanzan significados reales que transcienden en mucho la mera metáfora. Por otra parte, el adjetivo terrible, si bien posee en el lenguaje humano un sentido normal que señala hacia algo que induce temor o quizá miedo, cambia por completo su significado cuando se refiere al ámbito de lo amoroso. Donde entonces puede aludir a lo que es capaz de suscitar asombro, admiración, entusiasmo, rendición ante lo bello, gozo intenso, exultación y a la vez exaltación de lo numinoso como contemplado…, y capaz de herir de muerte de amor a la persona enamorada.

Esto último está contemplado aquí cuando el Esposo le dice a la esposa que aparte de Él sus ojos porque lo matan de amor, donde, como hemos dicho arriba, también aquí cabe el peligro de que se haya limitado el alcance de la mera metáfora. Se trata también del amor divino–humano, del que ya hemos dicho que sus expresiones y dichos alcanzan un nivel de realidad que transcienden a todos los tropos y figuras del lenguaje humano. Muy diferente es lo que sucede en el amor puramente humano, en el que las expresiones que usa apenas si superan el nivel de meras formas de hablar o de gestos ordinarios, por muy sinceros y amorosos que puedan ser.

Y como una constante en el amor, la ley de la reciprocidad, vuelve a aparecer una y otra vez:

Pasando por el prado

tus ojos con los míos se encontraron;

y en nuestro hablar callado,

dos encendidos dardos se cruzaron

y dos llagas de amor los dos causaron.

Otra de las notas más peculiares del amor, no siempre suficientemente resaltadas pero que también están contenidas en la ley de la reciprocidad, es la de la necesidad que cada uno de los amantes experimenta con respecto al otro. Y la razón de que esta característica acostumbre a pasar desapercibida se halla precisamente en lo que suele suceder en el amor meramente humano. En el que la necesidad del amante con respecto a la persona amada, con su consiguiente reciprocidad, suele ser mucho más tenue y radicada ordinariamente, además, en sentimientos y palabras que tienden a ser proclives, o bien a desvanecerse con facilidad, o a bien a desaparecer paulatinamente con el tiempo.

Lo que es muy distinto de lo que sucede en el amor divino–humano. En el que la necesidad que cada uno de los amantes experimenta con respecto al otro se convierte en algo tan intenso y urgente como para producir el sentimiento de no poder vivir sin la persona amada. Y una vez más, habremos de descartar, también aquí, lo que sería una mera metáfora para dar paso a la más profunda de las realidades. Puesto que de hecho, cada uno de los dos amantes ha entregado su propia vida y ha hecho suya la del otro. Cristo el Señor llevó a cabo una vez tal donación en el patíbulo de la Cruz, y ahora hace suya la vida del ser humano amado, al mismo tiempo que le entrega la propia:

Yo tu vida viviera

si tú me la entregaras por entero,

y la mía te diera

si, en trueque verdadero,

quisieras cambiarlas, cual yo quiero.

Mi vida ya es tu vida

y la tuya es por siempre ya la mía;

mi vida es la comida

que yo a ti te servía

cuando tu amor me diste en aquel día.

Las palabras dulces del amor han dado paso, en el amor divino–humano, a los hechos reales del amor. Porque el verdadero y perfecto amor solamente se prueba y se consuma mediante la verdadera y perfecta donación de la propia vida: Nadie demuestra más amor que aquél que da la vida por sus amigos.2

Como es fácil suponer, todos estos misterios y profundidades del amor divino–humano no se encuentran en un compás de espera para hacerse realidad en la Patria del Cielo. Si acaso, se encuentran aguardando su consumación. Pero tienen su comienzo y hasta alcanzan un alto grado de desarrollo ya durante la etapa del peregrinaje terrestre. El amor, como tantas veces hemos dicho, es por naturaleza impaciente, y ni Dios ni el alma iban a estar dispuestos a llevar a cabo un más o menos largo período de espera y de meras expectativas. Es verdad que este amor conoce las esperanzas y vive de ellas; pero alimentadas y animadas por la realidad de un amor ya presente que, si aún no puede considerarse consumado y completo, posee sin embargo tal grado de suficiencia como para hacer que el alma siga su peregrinaje, aunque gustando al mismo tiempo los gozos anticipados del encuentro definitivo con el Esposo al final del Camino.

Y con esto hemos llegado hasta los umbrales de la más elevada vida mística. Reservada, por desgracia, a tan escasas y escogidas almas. No por voluntad de Dios, que es generoso de por Sí y siempre premia a los que lo buscan (Heb 11:6), sino por la estrechez del corazón humano, que rara vez sabe abrirse y responder por completo a la llamada del Amor.

Padre Alfonso Gálvez
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1 Ca 6: 4–5.

2 Jn 15:13.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

Del mismo autor

¡La fuerza y la profundidad de la Palabra de Dios no adulterada!

https://youtu.be/Kon71HqVwwI Domingo de sexagésima. 16/2/2009

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