Carta a la Iglesia de Pérgamo VI

7. Otro premio al Vencedor: Una piedrecita con un nombre escrito, sólo conocido por quien lo recibe.

Especular acerca del amor de los bienaventurados que ya han llegado a la Patria del Cielo, no solamente es hablar de lo que no sabemos, sino de lo que ni siquiera podemos imaginar, según la conocida afirmación de San Pablo: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre..[1]

Pero el amor de quienes han llegado al término es sustancialmente el mismo de los que todavía se encuentran en camino. Aunque este último sea un amor al que podríamos calificar como in fieri, puesto que aún no ha llegado a la consumación de su perfección. Sin embargo, aun siendo imperfecto todavía (en la acepción de no–perfecto o no consumado), participa en cierto grado de las cualidades del perfecto amor, dado que también es amor, como acabamos de decir.

Por eso, el premio prometido a los vencedores, consistente en una piedrecita blanca, con un nombre escrito que sólo conoce quien la recibe, es el mismo otorgado también a los viatores que todavía andan por la Iglesia Peregrina, siquiera sea esta vez en forma de primicias. Las cuales, aun siendo tales, también exceden en mucho a lo que el ojo u oído vieron u oyeron y a lo que pudo imaginar el corazón humano. La participación en su propio Amor que Dios ha tenido a bien conceder a sus criaturas ya en este mundo, aun en forma de arras, es el adelanto de una plenitud bienaventurada que ya es sentida como absolutamente inefable, aunque tal realidad sea alcanzada por muy pocos en ese grado de intensidad.

Por lo tanto, y puesto que ha quedado como cosa establecida que estamos ahora ante el amor imperfecto o todavía no consumado, con un premio prometido otorgado a los vencedores pero que es ya realidad, siquiera sea en forma de arras o primicias, queda abierto el campo de investigación acerca de los datos que nos ofrece la Revelación. La cual, como tantas veces hemos dicho, no puede darlos sino en forma de metáforas y mediante el uso de todos los recursos del lenguaje humano. Acerca de lo cual no será poco lo que pueda llegar a conocer la razón humana, aunque sí mucho más cuando camina iluminada por la Fe (que es, en definitiva, la única forma de adentrarse en la fuente escrita de la Revelación que es la Sagrada Escritura).

Pero, ¿qué puede significar la metáfora de la piedrecita blanca que lleva un nombre escrito y que sólo es conocido por quien la recibe?

La mera formulación de la pregunta es capaz de llenar de inquietantes y de prometedoras sugerencias a una criatura que, ya de por sí, se siente inclinada hacia un universo insospechado, misterioso y enteramente desconocido para ella. Aunque es ése precisamente el elemento que colma de emoción su corazón, siempre hambriento de un amor que conoce como la única cosa que la puede hacer feliz. Aún sin saber todavía en lo que consiste, posee sin embargo un presentimiento de que se trata de aquello que siempre anduvo buscando con ansiedad.

El amor, tal como lo viven los que todavía andan peregrinos en este mundo, posee elementos comunes al amor puramente humano y al divino–humano. Aunque también aquí sería necesaria la aplicación de alguna especie de analogía, dada la excelencia del segundo sobre el primero. Y siempre teniendo en cuenta, sin embargo, que incluso dando por admitido tal grado de superioridad, difícilmente será posible al amor divino–humano prescindir de las formas y expresiones del puramente humano. Así se explica la existencia del Libro de El Cantar de los Cantares, aun admitiendo que entre uno y otro amor existen diferencias, pero en modo alguno incompatibilidades (sería innecesario advertir que hablamos del verdadero amor humano). Más todavía, puesto que al amor divino–humano le sería imposible expresarse sin recurrir a las formulaciones del puramente humano, tal como no tiene inconveniente en hacer El Cantary a las que siempre acaban recurriendo también, de alguna forma, los mismos místicos.

… y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe. Si se tiene en cuenta que en la Biblia el nombre se identifica con la persona que lo ostenta (Hech 4:12; Flp 2:10), lo que aquí se promete es un ser nuevo. Se trata del hombre nuevo del que hablaba el Apóstol: revestidos del hombre nuevo, creado conforme a Dios en justicia y la santidad de la verdad.[2]

De donde se deduce, según las palabras de San Pablo, que estamos ante una nueva creación según la cual, y aun conservando siempre el ser humano su propia identidad, queda convertido en un hombre nuevo dotado de cualidades que lo hacen conforme a Dios en justicia y la santidad de la verdad. La descripción, a primera vista sencilla, contiene sin embargo un contenido lo suficientemente profundo como para invitar a un análisis que ya se promete como extraordinariamente difícil: Un nuevo ser creado conforme a Dios, para lo que se especifica que habrá de serlo en justicia y la santidad de la verdad. Donde una vez más nos encontramos ante los misteriosos datos aportados por la Revelación: sencillos de entender, fáciles de intuir en su significado…, pero en los que se adivina un contenido en cuyas aguas, siempre profundas, solamente la gracia y la luz del Espíritu permiten navegar. En realidad solamente navegar y explorar, a fin de descubrir quizá nuevos horizontes y otros cielos…, pero con la absoluta seguridad de no se va a llegar jamás a la otra orilla. Por eso la Revelación significa para el hombre, al mismo tiempo que un precioso tesoro en cuanto a lo que ya ofrece, un auténtico desafío en cuanto a lo que aún promete. Pero teniendo en cuenta lo que lleva consigo todo auténtico desafío, que no es otra cosa sino un verdadero riesgo para quien se atreve a asumirlo: el navegante puede ciertamente adentrarse en el proceloso océano de su contenido, con tal de que mantenga constantemente a la vista la luz del faro que difunde el Magisterio y si es que no quiere zozobrar y perecer en la empresa.

El nuevo ser, por lo tanto, será un hombre nuevo creado conforme a Dios, en justicia y la santidad de la verdad. Y todas las especulaciones llevadas a cabo por la Doctrina no han sido sino reflexiones en torno a ese principio general enunciado por el Apóstol. Pero que han dado de lado a un detalle importante que arroja por tierra todo lo que se pueda decir fundamentado en los principios de siempre. Puesto que aquí no se trata meramente de un nombre nuevo, sino de un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe.

Es posible que el dato revelado señale aquí hacia una de las peculiaridades que integran el conjunto del insondable Misterio del amor. El nombre sólo será conocido por aquél que lo recibe. Donde una vez más aparecen la exclusividad, la intimidad y el yo–tú propios del amor. Pues el amor colectivo no es más que una proyección o resultado del verdadero y auténtico, cuya base se constituye bajo la relación yo–tú. El hecho de que la Iglesia —en sus tres estadios: triunfante, purgante y militante— se organice como Cuerpo de Cristo, con miembros trabados entre sí, no obsta a la individualidad de cada uno de ellos: para que todos los miembros se preocupen por igual unos de otros (1 Cor 12: 25), además de que Dios dispuso a cada uno de los miembros como quiso. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? (vv. 18–19). Lo que tampoco quiere decir que Dios ame a todos los miembros por igual y de un modo general o colectivo, como dejan en evidencia las mismas palabras del Apóstol.

El Espíritu Santo es infinitamente versátil, por decirlo de algún modo, o absolutamente impredecible, si se quiere: El Espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va.[3] Y de ahí que el diálogo amoroso divino–humano sea enteramente imposible de anticipar, adivinar, anunciar, pronosticar, presagiar, vaticinar o incluso de ser comunicado a los otros. Cada relación amorosa divino–humana, en la que tiene lugar el diálogo amoroso tú–yo, es absolutamente íntima, bipersonal, exclusiva, distinta y enteramente cerrada hacia afuera: con un nombre escrito que sólo conoce quien lo recibe. El amor creado no es sino una participación del Amor Sustancial o Infinito, y de ahí que se manifieste a través deinfinitas posibilidades, formas o maneras, tan imposibles de predecir como la misma intensidad con la que se van a manifestar. En este sentido, el diálogo amoroso divino–humano está destinado a no agotarse jamás y ni siquiera en el tiempo sin tiempo de la eternidad. Que por eso decía San Pablo que la caridad no cesa jamás.[4]

De ahí que incluso el diálogo amoroso divino–humano, tal como aparece en El Cantar de los Cantares, no es sino una lejana y pobre traducción al lenguaje humano de una auténtica realidad que supera a la mera comprensión de la criatura:

El Esposo:

¡Qué hermosa eres, amada mía,

qué hermosa eres!

Son palomas tus ojos a través de tu velo.

Son tus cabellos rebañito de cabras,

que ondulantes van por los montes de Galad.

Son tus dientes cual rebaño de ovejas de esquila,

que suben del lavadero,

todas con sus crías mellizas.[5]

La esposa a su vez responderá a los requiebros del Amado. Pero tanto los unos como los otros no son sino una manifestación del combate de amor a mantener entre ambos. Por razón de la mayor excelencia de la Persona amada (en este caso el Esposo), los mayores y mejores requiebros amorosos corresponderían a la esposa; aunque si se atiende a la mayor intensidad de amor y superioridad en cuanto al conocimiento de la otra persona amada, los más elevados y superiores piropos y lisonjas corresponderían al Esposo. Sin necesidad de añadir que esta bipartición es meramente relativa y sin efectos prácticos, una vez que se tenga en cuenta la situación de igualdad de condiciones que el amor tiende a establecer entre ambos, a pesar de las diferencias. Ahora la esposa responde al Esposo:

Yo soy para mi amado

y a mí tienden todos sus anhelos.

Ven, amado mío, vámonos al campo;

haremos noche en las aldeas.

Madrugaremos para ir a las viñas,

veremos si brota ya la vid,

si se entreabren las flores,

si florecen los granados,

y allí te daré mis amores.[6]

Pero que no es, al fin y al cabo, sino lenguaje humano, incapaz de reflejar la realidad de lo que es el lenguaje amoroso divino–humano. El cual, por estar situado en un plano distinto al natural, ya no es meramente humano sino divino–humano.[7]

Lo que de ninguna manera quiere decir que ese lenguaje sea cosa despreciable. Es lo que hay disponible, y así es como puede compararse a lo que sería un viático o alimentos para el camino. De esa forma considerado, su valor es absolutamente inapreciable. No dice, porque no podría hacerlo, lo que el hombre desearía saber o sentir. Pero pone en el alma humana el gozoso presentimiento de algo que existemás allá, en algún lugar desconocido pero cuya realidad y grandeza excede a todo lo que cualquiera es capaz de poseer, de pensar o de imaginar. Como el que mira al cielo en una noche estrellada, que adivina en el abismo de la oscuridad del firmamento, en el perdido más allá de los luceros a los que alcanza la vista, un inmenso universo de proporciones desconocidas: con millones de galaxias, de estrellas, de planetas y de objetos enteramente desconocidos, cuyos límites se extienden hasta perderse en una especie de infinito del que no se sabe ni dónde empieza, ni dónde continúa, ni dónde acaba si por acaso acaba.

Los fragmentos de verdad, de belleza, de justicia, y aun los detalles y rasgos, más o menos difuminados y borrosos, que delinea el dato revelado acerca del amor, son sin embargo suficientes para un alma como la humana que vive de lo finito pero que anhela con ansiedad lo infinito. Al cual nunca hubiera podido aproximarse, ni en el que jamás hubiera puesto sus sueños, añoranzas y esperanzas, si las palabras reveladas no la hubieran enseñado a presentir lo increado a través de lo creado.

En este sentido, el lenguaje revelado llega hasta donde puede llegar, que es el lugar suficiente por ahora para el alma que camina todavía peregrina. Teniendo en cuenta, sin embargo, por lo que se refiere al lenguaje amoroso divino tal como tiene lugar en la relación divino–humana, que suele ser inexpresable incluso para el alma que escucha la voz de su Amado. Y la razón no es difícil de comprender. De un lado está la que hemos llamado versatilidad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere y no se sabe de dónde viene ni adónde va. De otro, se encuentra el factor de la participación: el amor creado es una participación del Amor increado, que también podría decirse como lo finito participando del Infinito. Pero lo infinito, por definición, no posee límites de ninguna clase: ni de intensidad, ni de tiempo, ni de oportunidad, ni de ninguna otra circunstancia; por lo que los modos, maneras, tiempos y ocasiones de manifestarse Dios al alma son absolutamente imprevisibles. El alma entiende, o al menos presiente, el contenido del lenguaje divino, aunque carece de conceptos humanos para explicarlo a sí misma y mucho menos de vocablos para manifestarlo al exterior. Por otra parte, el ímpetu y la fuerza del Espíritu a través de su inefable lenguaje de amor, serían capaces de acabar con las fuerzas del ser humano…, de no ir acompañados de la ayuda necesaria divina para soportarlos:

Si de nuevo me vieres,

allá en el valle, donde canta el mirlo,

no digas que me quieres,

no muera yo al oírlo

si acaso tú volvieras a decirlo.

La esposa del Cantar hablaba de que se sentía desfallecer:

Confortadme con pasas,

recreadme con manzanas,

que desfallezco de amor.[8]

Y en el mismo sentido escribía sus rimas San Juan de la Cruz, aunque siendo aún más expresivo:

Pastores los que fuéredes

allá por las majadas al otero,

si por ventura viéredes

Aquel que yo más quiero,

decidle que adolezco, peno y muero.[9]

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez
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[1] 1 Cor 2:9.

[2] Ef 4:24; cf Ef 2:15. El Antiguo Testamento no pasó más allá de prometer un espíritu nuevo para el hombre: Y os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros… (Ez 36:26).

[3] Jn 3:8.

[4] 1 Cor 13:8.

[5] Ca 4: 1-2.

[6] Ca 7: 11-13.

[7] Lo mismo sucede con los datos contenidos en el Nuevo Testamento. Los cuales, como hemos dicho más arriba son sencillos de entender, fáciles de intuir, pero imposibles de llegar hasta lo más profundo de su significado. Pero, ¿quién puede pretender, por ejemplo, haber llegado al fondo de lo que significan expresiones como las de El Padre y Yo somos uno (Jn 10:30), o Quien me ve a mí, ve al Padre (Jn 14:9)?

[8] Ca 2:5.

[9] San Juan de la Cruz, Canciones entre el Alma y el Esposo.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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