CATECISMO TRADICIONAL PRIMERA COMUNIÓN: 1- Existencia de Dios

Nuestros hijos no son formados, o son malformados, en sus catequesis preparatorias de la primera comunión. Esto es una realidad objetiva e incuestionable de la que se salvan muy pocas excepciones. Los padres se encuentran con niños presuntamente formados con un desconocimiento absoluto de las verdades elementales de la Fe. Ante esto, Adelante la Fe ha digitalizado e inicia hoy la publicación semanal de este Catecismo para la infancia muy especialmente dedicado a la primera comunión, escrito en 1911 por el abate Malinjoud y que contó con la recomendación de San Pío X mediante el Cardenal Merry del Val. Esperamos sea un buen subsidio para padres y formadores para poder darles a sus hijos la formación que otros se niegan a darles, aunque dada la situación que vivimos será igualmente utilísimo para formación de adultos. No olviden que la responsabilidad principal de educar a los hijos cristianamente es de los padres. 

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PREPARACIÓN DOGMÁTICA Y MORAL PARA LA PRIMERA COMUNIÓN
E INSTRUCCIONES CATEQUÍSTICAS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS
PRIMERA PARTE
VERDADES QUE DEBEMOS CREER

 

1.- Existencia de Dios.

La primera verdad que hemos de creer es la existencia de Dios.

Alumno: Pero a Dios no se le ve.

Maestro: Es cierto.

Alumno: Pues ¿cómo prueba usted que existe, si no lo ha visto?

Maestro: Existe esta mesa que estáis viendo, pero al carpintero que la hizo no lo habéis visto; y sabéis que ha existido, pues veis la mesa que él hizo. Del mismo modo, aunque no veáis a Dios, veis el mundo, y sabéis que Dios existe, porque existe el mundo que sin Dios no existiría.

Además hay cosas que existen, aunque no se vean, por ejemplo, vuestra alma. ¿La habéis visto por ventura? Sin embargo por ella habláis y cantáis y rezáis. Esto lo habéis experimentado, y ello os prueba que el alma existe. Así Dios también existe, aunque no se vea, porque vemos la creación que proclama en alta voz la divina presencia.

Preguntemos a nuestro buen sentido, a esa luz de nuestra inteligencia, si es cierto que Dios existe. ¿Qué os responde? Que sí, que existe.

Prueba de ello es, dice la razón, que muchas cosas  que hay alrededor tuyo, no han podido hacerse por sí solas. Mira las montañas, el mar, los ríos, las estrellas tan pequeñitas a la vista, pero grandísimas en realidad y sostenidas por una fuerza misteriosa llamada atracción. Estos seres existen ¿verdad? pues ellos no han podido crearse por sí solos… Y sin embargo, hay filósofos que dicen que el mundo se ha hecho por sí solo, pero esta hipótesis es imposible. Si yo os dijera que las piedras de que está construido este templo han venido ellas solitas de la cantera y se han colocado y arreglado unas encima de otras para formar las paredes… diríais: «Nuestro catequista tiene un poco hueco el cerebro; está el pobrecito cansado de explicar y ha perdido el oremus… ¡Decir que las piedras se pasean por las calles!»

Es, pues, imposible que el cielo y la tierra se hayan formado y arreglado tan bien por sí solos.

La luz de nuestro interior que Dios ha creado, afirma, pues, sin rodeos que Dios existe, porque hay alrededor nuestro seres que no han podido darse la existencia; y el obrero que ha hecho cosas tan magnificas como el cielo, los mares y los ríos, es Dios.

Además de la razón, que afirma la existencia de Dios, están con ella todos los pueblos, que proclaman la misma verdad. Para convencernos de este grandioso testimonio, vámonos al tren, a un vapor de esos que recorren el mundo, visitemos el África, la Oceanía, la América. Veremos hombres negros, blancos, amarillos… y en China, en el Polo Norte, en el Polo Sur, en todas partes, desde el principio del mundo, todos dicen lo mismo: Dios existe. Lo llaman con nombres diferentes, es verdad; pero creen todos en un Espíritu superior, un gran Dios, que todo lo ha creado y nos gobierna. Y esto no se cree sólo hoy, sino que siempre ha sido lo mismo, como lo atestigua la historia. Desde la creación, todos los pueblos han creído en Dios, y de ello dan testimonio los viajeros de todas las épocas y países, dejándolo así consignado en sus libros, que se suceden en todas las edades y que todos pueden consultar.

Esto prueba, hijos míos, que Dios debió manifestarse a los primeros hombres que existieron; éstos lo dirían a sus hijos, estos hijos a su vez a sus propios hijos; y así, de padres a hijos, entre pueblos salvajes y entre pueblos cultos, se ha conservado esta verdad que recibieron de sus antepasados; y ascendiendo de unos a otros esta tradición religiosa, llegamos a los que la recibieron de boca del mismo Dios, Adán y Eva. Luego esta unanimidad universal y perpetua sobre un punto tan grave, tiene gran importancia histórica, es decir, nos demuestra un hecho real acontecido en los orígenes de la humanidad, pues si así no fuera, la humanidad se hubiera equivocado, lo cual es imposible. El Todopoderoso se manifestó, pues, a nuestros primeros padres; les habló; la tradición así nos lo transmite. Luego Dios existe.

A las pruebas de nuestra razón y del testimonio de los pueblos, sigue la prueba tomada de la Escritura; la cual Escritura es un libro grueso y pesado y polvoriento, porque es muy viejo; y se llama Biblia. En este libro divino hay una historia, que es muy verdadera, y allí se dice que Jehováh habló a Adán y Eva, y a los patriarcas, y a los profetas. Y no creáis que estas gravísimas personas juzgaban aquello una aparición falsa, no: estaban persuadidas de que era muy verdadero lo que veían u oían, porque Dios que les hablaba, probaba que era El con milagros estupendos que todos podían comprobar, como el maná, las plagas de Egipto, el paso de los hebreos por el mar Rojo, y otras muchas maravillas. De donde se sigue que, pues el Creador ha hablado a alguien, existe.

En fin, os daré la última demostración de la existencia de Dios, la más difícil, pero la más fuerte. No sólo llevamos dentro de nuestra alma la luz que os he dicho, sino que también se oye dentro de nuestro corazón un ric-ric de carcoma, fastidioso unas veces y muy dulce otras, según que hayamos obrado bien o mal. Este ric- ric se llama la conciencia. Esta conciencia que dentro de nuestro corazón nos habla, nos dice también que Dios existe. Para comprender esta prueba, entremos un ratito en nuestro interior. Decidme ¿habéis pasado muchos días sin cometer alguna de vuestras picardihuelas? Tal vez habéis abierto poquito a poco la alacena para ver las golosinas que tiene allí guardadas la mamá. — ¡Mal hecho de meter las narices en un armario que no es vuestro!—Disteis vuelta a la llave apenas mamá volvió la espalda; abristeis, visteis un paquetito cuidadosamente envuelto, lo olisteis, y olía a gloria, y sacasteis un poquitín la lengua, y dijisteis:—«¡Cosa rica hay aquí dentro!» y lo sospesasteis con la mano. No te has engañado, hija mía: una golosina bien rebuena es aquello, pero has hecho muy mal en curiosear dentro del armario.

Pues bien: cuando abríais, ¿qué sucedió? Sucedió que oísteis en vuestra conciencia aquel ric-ric de Dios, que decía: «¡Mal hecho! ¡Mal hecho!» Habéis querido acallar aquella vocecita molesta, y para conseguirlo saltabais y canturreabais fingiendo no oírla: «Ay qué bien, —decíais— volveré a repetirlo otro día. Me gusta mucho curiosear y hacer lo que me da la gana». Y la vocecita repetía: «¡Ric-ric, ric-ric! ¡Mal hecho, mal hecho!»

Y tanto repite la vocecita su cantilena, que concluye por fastidiaros. «Cállate, impertinente—le decís—que me voy a dormir. Hundiré mi cabecita en la almohada, y no me molestarás». ¡Como sino! Detened la péndola de un reloj y cesará su tic-tac enojoso; pero, por más que hagáis, no apagaréis esta voz interior de la conciencia cuando obráis mal; y os dirá sin cesar: «¡Mal hecho, mal hecho!» Ahora bien: ¿es nuestra esta voz, o es una voz extraña? Nuestra no puede ser, pues nos contraría, va contra nosotros; es, pues, la voz de alguien que fuera de nosotros habla. ¿Será la voz de papá? no, porque tiene otro timbre. ¿La de mamá? Tampoco, y ¡cosa rara! esta misma voz que oís vosotros la oía también vuestro papá cuando se atracaba de golosinas, y también yo la oía cuando llevaba a cabo mis picardías infantiles.

¿Cómo explicaremos, pues, esta voz misteriosa que ha sonado en el corazón de vuestros papás, que habla y hablará en nuestros propios corazones hasta el fin del mundo? ¿cómo se explica esta voz que no es nuestra, que nos reprende si obramos mal, y es dulce y halagadora si obramos bien? ¿por qué esta voz la oímos siempre tan clara? ¡Ah, hijos míos! porque es la voz de Dios.

¡Qué dulcemente os habla a vosotras, niñas, cuando sois buenas y complacéis a vuestro hermanito! Un día le prestasteis vuestra muñeca, y él, bribonzuelo, le desencajó un brazo y le dio un terrible coscorrón, con peligro de matarla; como un pequeño verdugo, sin pizca de malicia, la maltrató despiadadamente…          Os llegaban al corazón aquellas herejías; pero, como el verdugo era hermanito vuestro, lo disculpabais en vuestros adentros y decíais: «¡Pobrete! es tan chiquitín, que no sabe lo que hace. Bien le daría siquiera un pellizco, pero, no señor, ni reñirle quiero…» Entonces la dulcísima voz de Dios sonó muy grata dentro de vuestra alma, llenándola de contento, como si oyerais la voz de un ángel que la llamaba hermanita. ¿Era vuestra voz aquélla? No: era alguien distinto de vosotras que aplaudía vuestra buena acción y que os regañaría si os hubierais dejado llevar de vuestra pasioncilla.

Hay, pues, que confesar que Dios es quien ha hablado dentro del corazón de vuestros papás, de vuestro abuelito, de todos los hombres desde el comienzo del mundo y seguirá hablando hasta el fin. Dios es quien dice: «¡Bien hecho!» cuando obráis bien, y «¡mal hecho!» cuando obráis mal. Ya veis que Dios existe, pues así habla a vuestro corazón…

Para ver que existe Dios basta que dirijáis sobre el mundo esta luz interior de vuestra razón, y la respuesta aparece clara y radiante: Dios existe. Basta tomar un vapor y desembarcar en Oceanía, en China, en el Japón, en el Brasil, en Italia, en América, y, entre los señores blancos, negros o amarillos, oiré esta misma afirmación: Dios existe; basta, en fin, poner la mano sobre mi corazón, y oiré la vocecita misteriosa en él escondida que me dice cosas muy lindas si obro bien, y es destemplada y me reprende si obro mal; este ric-ric de carcoma, esta voz que no es ni la de papá ni la de mamá, es la voz de Dios que así me manifiesta que existe.

Conclusión práctica: y pues Dios existe, hay que tenerlo siempre muy presente. Cuando entráis en alguna casa, vais directamente al amo o a la dueña; no os sentáis, como unos aturdidos, en cualquier silla, volviéndoles la espalda, y mirando distraídos los cuadros de las paredes y los cachivaches de encima de la consola. No hacéis esta grosería, sino que os mostráis educaditos con los dueños, y oís calladitos y respetuosos lo que os dicen. Pues bien, hijos míos, el mundo entero es la casa de Dios, pues está en todas partes de él, como luego os diré. Es necesario tratar a este buen Dios, que existe, aunque no le veamos, —pues también existe el alma sin que la veamos, —tratarle, digo, como trataríamos a un personaje. Es necesario de vez en cuando entrar dentro de nosotros mismos, y a solas entablar conversación con Dios que nos escucha, y decir: «El ojo reluciente del Omnipotente me mira. Quisiera meter la mano en aquel bolsito de dulces, quitar unas perrillas a papá para comprar pilongas pero el ojo de Dios me mira, y su voz me dice: «No lo hagas». Cuando estoy rezando, quisiera ver si mi vecinita que está a mi lado lleva aquel lazo azul grande, grande; pero no quiero hacerlo, porque el ojo de Dios me advierte que no lo haga, pues es hora de hablar con Él y no de andar mirando a todas partes».

[Versión digital por Adelante la Fe]

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