Me quedé viuda muy joven y con tres hijos pequeños. Mi casa estaba ubicaba frente a la entrada de la Clínica Universitaria de Navarra, en Pamplona. Para ayudarme económicamente, alquilaba una habitación a algunos pacientes de la clínica que vivían fuera y buscaban dónde quedarse mientras duraba su tratamiento.
Una tarde de verano mientras preparaba la cena, escuché que llamaban a mi puerta. Abrí y vi a un anciano verdaderamente repugnante.
—Es un poco más alto que mi hijo de ocho años.– Pensé mientras miraba su cuerpo pequeño y arrugado. Lo más aterrador era su rostro, deformado a causa de la hinchazón, y las heridas que todavía estaban en carne viva. Sin embargo, su amable y dulce voz contrastó radicalmente el escenario cuando dijo:
—Buenas noches. He venido a ver si usted tiene una habitación disponible tan sólo por una noche. He venido esta mañana desde la costa para un tratamiento y no hay ningún autobús de vuelta hasta mañana temprano.
Luego, me comentó que había estado buscando un cuarto por varias horas pero que no había tenido éxito, pues al parecer nadie tenía habitaciones disponibles.
—Debe ser por mi rostro…sé que se ve horrible, pero mi doctor dice que con algunos tratamientos más…
Por un momento vacilé en aceptarlo como huésped, pero sus siguientes palabras me convencieron:
—Puedo dormir en esta mecedora, aquí afuera, en la entrada. Mi autobús sale mañana en la mañana.
Le dije que teníamos una cama preparada, y que pasara a la habitación si lo deseaba. Mientras tanto, entré y terminé de hacer la cena. Cuando estuvo todo listo le pregunté al anciano si le gustaría cenar.
—No, gracias. Tengo suficiente – Y levantó una bolsa de papel marrón, donde según él guardaba una “suculenta” cena que se había preparado la noche anterior. Yo le hice ademán de que pasara al comedor a cenar conmigo y mis hijos; lo cual hizo encantado.
Cuando terminé de lavar los platos, salí al comedor para hablar con él algunos minutos. No era muy difícil darse cuento que este hombre tenía un inmenso corazón. Me dijo que pescaba para mantener a sus seis hijos y a su esposa, quien había quedado inválida por un problema en la columna. No lo contaba para quejarse; de hecho usaba mucho el “gracias a Dios…”. Estaba agradecido de no sentir dolor alguno por su enfermedad, que era aparentemente algún tipo de cáncer de piel. Sobre todo, agradecía mucho a Dios por la fortaleza que le daba para poder seguir adelante.
Después de una larga y amena charla, se despidió y pasó a su dormitorio.
Cuando me levanté en la mañana, vi que la puerta de la habitación estaba abierta, las sábanas estaban perfectamente dobladas y el pequeño hombrecito estaba fuera en la entrada, esperando. No quiso tomar desayuno, pero poco antes de que se fuera, y como si pidiese un gran favor, me preguntó:
—¿Podría quedarme aquí la próxima vez que reciba el tratamiento? No le incomodaré en lo más mínimo. Puedo dormir cómodamente en una silla.
Se detuvo un momento y luego añadió:
—Sus niños me hacen sentir en casa. A los adultos les asusta mi rostro, pero a los niños parece no importarles.
Le dije que sería bienvenido en cualquier ocasión.
En su siguiente visita llegó poco después de las siete de la mañana. Trajo de regalo un gran pescado y unos pulpos gigantescos. Dijo que los había pescado esa misma noche para que estuvieran frescos y deliciosos. Yo sabía que su bus salía a las 4:00 a.m. y me preguntaba cuándo habría dormido el pobre hombre.
Durante los años que vino a quedarse con nosotros siempre nos traía pescados o vegetales de su jardín. Sus regalos tenían doble valor sabiendo cuán pobre era el anciano. Cuando recordaba estas cosas, pensaba en un comentario que hizo nuestro vecino después que partió aquella primera mañana.
—¿Alojaste a ese repugnante hombre anoche? ¡Yo lo rechacé! ¡Puedes perder clientela recibiendo tal gente!
Probablemente haya perdido clientela, pero sé que mi familia estará siempre agradecida de haberlo conocido. Aprendimos de él a aceptar sin quejas lo malo y a agradecer a Dios lo bueno.
Recientemente estaba visitando a una amiga que tiene un vivero. Me estaba mostrando sus flores hasta que llegamos a la más bella de todas: un crisantemo dorado floreciendo. Pero para mi sorpresa, estaba creciendo en un viejo bote oxidado y abollado.
Yo pensé,
—Si esta fuera mi planta, la pondría en la mejor maceta que tuviera -Mi amiga me hizo cambiar de parecer.
—Me quedé sin macetas– me explicó- y sabiendo cuán bella sería esta flor, pensé que no importaría que brotara en este viejo bote. Era sólo por un corto tiempo hasta que la pudiera poner en el jardín.
Ella se debe haber preguntado por qué sonreí, pero me estaba imaginando esta escena en el cielo:
—Aquí está uno especialmente hermoso, -debe haber dicho Dios al encontrarse con el espíritu del viejo pescador-. Estoy seguro que no le importará empezar en este pequeño y deforme cuerpo.
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A veces los hombres somos muy injustos a la hora de emitir nuestros juicios. Tendemos a juzgar rápidamente, y además, por las apariencias. ¡Con qué facilidad rechazamos a una persona porque en la primera impresión no nos gustó! ¡Qué sería de nosotros si Dios juzgara con tanta ligereza! Afortunadamente, Dios mira el corazón. Aprendamos también nosotros a hacer lo mismo.
Padre Lucas Prados