La adoración eucarística

Fundamento teológico de la adoración eucarística

La adoración eucarística tiene su fundamento en el dogma de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Tal como nos dice la doctrina católica, Cristo está realmente presente en la Eucaristía mientras permanecen las especies sacramentales; y porque está presente y Cristo es Dios, le adoramos.

Recordemos brevemente algunos cánones del concilio de Trento al respecto:

Can. 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema [DS 1636 y 1651).

Can. 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema (DS 1654).

De estos cánones concluimos:

  • Que Cristo se encuentra real y sustancialmente presente todo entero en todas y cada una de las especies eucarísticas.
  • Que en la Eucaristía se encuentra el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, junto con su alma y divinidad.
  • Que Cristo sigue presente en la Eucaristía mientras perduran las especies sacramentales.

Dado que Cristo se encuentra sustancialmente en la Eucaristía, y Cristo es Dios (y hombre) merece y se le debe dar culto de adoración:

“Al Señor tu Dios adorarás…” (Lc 4:8).

“Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. (Fil 2: 9-11)

 

Principales manifestaciones de la adoración eucarística

A lo largo de los veintiún siglos de la historia de la Iglesia, la adoración a la Eucaristía ha sido siempre una parte importantísima de la devoción y la fe en Jesús Sacramentado. Las manifestaciones de esta devoción han sido múltiples. Enumeramos aquí algunas de ellas.

  • Comunión a los enfermos.
  • Comunión fuera de la Misa.
  • Arrodillarse ante el Santísimo.
  • Exposición Eucarística: mayor y menor; permanente u ocasional; los Jueves Eucarísticos.
  • Corpus Christi: solemnidad y procesión del Corpus.
  • Visita al Santísimo.
  • Oración personal ante el Santísimo.
  • Adoración Nocturna.
  • Las 40 horas.
  • Asociaciones religiosas centradas en la Eucaristía: Adoratrices…

La Instrucción Eucaristicum Mysterium de Pablo VI en el n° 60 enseña:

«La exposición de la Santísima Eucaristía conduce al espíritu de los fieles a reconocer en ella la maravillosa presencia de Cristo, y le invita a una comunión con Él. Al mismo tiempo favorece de modo excelente el culto en espíritu y en verdad que le es debido».

La exposición, como las otras devociones eucarísticas fuera de la Misa, son resultado de la fe en la presencia verdadera, real y sustancial de Jesucristo en la Eucaristía.

 

Historia del culto eucarístico

Desde el principio del cristianismo, la Eucaristía es la fuente, el centro y el culmen de toda la vida de la Iglesia. Como memorial de la Pasión y de la Resurrección de Cristo Salvador, como sacrificio de la Nueva Alianza, como cena que anticipa y prepara el banquete celestial, como signo y causa de la unidad de la Iglesia, como actualización perenne del Misterio pascual, como Pan de vida eterna y Cáliz de salvación, la celebración de la Eucaristía es el centro indudable del cristianismo.

La Misa que al principio sólo se celebraba sólo el domingo, pasa a celebrarse todos los días en los siglos III y IV.

En los siglos primeros, a causa de las persecuciones no había templos públicos, por lo que la conservación de las especies eucarísticas se hacía normalmente en forma privada, y tenía por fin la comunión de los enfermos, presos y ausentes[1]. Esta reserva de la Eucaristía, al cesar las persecuciones, fue tomando formas externas cada vez más solemnes.

San Cirilo de Alejandría comenta: “Oigo que algunos dicen que la Eucaristía no aprovecha nada para la santificación si algún resto de ella quedare para el día siguiente. Son necios los que afirman tales cosas; porque Cristo no se cambia y su santo cuerpo no se transforma, sino que la virtud de bendición y la gracia vivificante están siempre en Él”.[2]

La práctica de exponer el Santísimo Sacramento aparece narrada por vez primera en la vida de Santa Dorotea (s. IV). El biógrafo de la santa refiere que todas las mañanas acudía temprano a la iglesia para ver la Eucaristía expuesta en un ostensorio o custodia.

Las Constituciones apostólicas (s. V) disponen ya que, después de distribuir la comunión, las especies sean llevadas a un sacrarium.

El sínodo de Verdun (s. VI) manda guardar la Eucaristía “en un lugar eminente y honesto, y si los recursos lo permiten, debe tener una lámpara permanentemente encendida”.

Las píxides de la antigüedad eran cajitas preciosas para guardar el pan eucarístico.

Ha de advertirse, sin embargo, que ya por esos siglos el Cuerpo de Cristo recibe de los fieles, dentro de la misma celebración eucarística, signos claros de adoración, que aparecen prescritos en las antiguas liturgias.  Según recoge Pio XII: “San Agustín decía: «nadie coma de este cuerpo, si primero no lo adora», añadiendo que no sólo no pecamos adorándolo, sino que pecamos no adorándolo”.[3]

Estos signos expresan la veneración cristiana antigua al cuerpo eucarístico del Salvador y su fe en la presencia real del Señor en la Eucaristía. Todavía, sin embargo, la reserva eucarística tiene como fin exclusivo la comunión de enfermos y ausentes; pero no el culto a la Presencia real.

La adoración de la Presencia real fuera de la Misa irá configurándose como devoción propia a partir del siglo IX, con ocasión de las controversias eucarísticas. Por esos años, al simbolismo de Ratramno, se opone con fuerza el realismo de un Pascasio Radberto, que acentúa la presencia real de Cristo en la Eucaristía, no siempre en términos exactos. Conflictos teológicos análogos se producen en el siglo XI contra el simbolismo eucarístico de Berengario de Tours. Su doctrina es condenada por un buen número de Sínodos (Roma, Vercelli, París, Tours), y sobre todo por los Concilios Romanos de 1059 y de 1079.

Teniendo en cuenta este ambiente, se comprenderá por qué, precisamente en este tiempo, la adoración de la Sagrada Hostia, como reconocimiento de la presencia real, venía a ser la señal distintiva más destacada de los verdaderos cristianos. El culto de adoración de la Eucaristía, que en adelante irá tomando formas múltiples, tiene aquí una de sus raíces más profundas.

Veamos algunos ejemplos:

A fines del siglo IX, la Regula solitarium establece que los ascetas recluidos que viven en lugar anexo a un templo, estén siempre por su devoción a la Eucaristía en la presencia de Cristo. Y poco después encontramos en su Regla: “Orientando vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se conserva en el altar mayor, y vueltos hacia ella, adoradla diciendo de rodillas: ¡salve, origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve, viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!»

En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury, establece una procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos.

La devoción individual de ir a orar ante el sagrario tiene un precedente histórico en el monumento del Jueves Santo a partir del siglo XI, aunque ya el Sacramentario Gelasiano (s. IX) habla de la reserva eucarística en este día… El monumento del Jueves Santo está en la prehistoria de la práctica de ir a orar individualmente ante el sagrario.

Entre otros muchos, podemos considerar el testimonio impresionante de san Francisco de Asís (s. XII), quien poco antes de morir, pide a todos sus hermanos que participen siempre de la inmensa veneración que él profesa hacia la Eucaristía y los sacerdotes:

“Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su Santísimo Cuerpo y su Santísima Sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos”.

Con el fin de que nunca cese el culto de fe, amor y agradecimiento a Cristo, presente en la Eucaristía, nacen las Cofradías del Santísimo Sacramento, que se desarrollan antes, incluso, que la festividad del Corpus Christi. La de los Penitentes grises, en Avignon se inicia en 1226, con el fin de reparar los sacrilegios de los albigenses; y sin duda no es la primera. Con unos u otros nombres y modalidades, las Cofradías Eucarísticas se extienden ya a fin del siglo XIII por la mayor parte de Europa.

Estas Cofradías aseguran la adoración eucarística, la reparación por las ofensas y desprecios contra el Sacramento, el acompañamiento del Santísimo cuando es llevado a los enfermos o en procesión, el cuidado de los altares y capillas del Santísimo, etc.

En el año 1208 el Señor se aparece a santa Juliana (1193-1258), primera abadesa agustina de Mont-Cornillon. Esta religiosa es una enamorada de la Eucaristía, que, incluso físicamente, encuentra en el pan del cielo su único alimento. El Señor inspira a santa Juliana la institución de una fiesta litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. Bajo el influjo de estas visiones, el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, instituye en 1246 la fiesta del Corpus. Hugo de Saint-Cher, dominico, cardenal legado para Alemania, extiende la fiesta a todo el territorio de su legación. Y poco después, en 1264, el papa Urbano IV extiende esta solemnidad litúrgica a toda la Iglesia latina mediante la bula Transiturus y encarga a Santo Tomás de Aquino la confección de himnos eucarísticos para esta celebración.

La bula Transiturus (s. XIII) indica ya los fines del culto eucarístico que más adelante serán señalados por Trento, por la Mediator Dei de Pío XII y por los documentos pontificios más recientes:

  • Reparación: para confundir la maldad e insensatez de los herejes.
  • Alabanza: para que clero y pueblo, alegrándose juntos, alcen cantos de alabanza al servicio de Cristo.
  • Adoración y contemplación: adorar, venerar, dar culto, glorificar, amar y abrazar el Sacramento excelentísimo.
  • Anticipación del cielo: para que, pasado el curso de esta vida, se les conceda como premio.

Pocos años después la vemos ya presente en: Venecia (1295); Wurtzburgo (1298); Amiens (1306); la orden del Carmen (1306). De tal modo que para el 1324 la Fiesta del Corpus está ya extendida en todo el mundo cristiano.

Las devociones eucarísticas, que hemos visto nacer en el centro Europa, arraigan de modo muy especial en España, donde adquieren expresiones de gran riqueza estética y popular, como los seises de Sevilla o el Corpus famoso de Toledo. Y de España pasan a Hispanoamérica, donde reciben formas extremadamente variadas y originales.

La adoración eucarística de las Cuarenta horas, por ejemplo, tiene su origen en Roma, en el siglo XIII. Esta costumbre, marcada desde su inicio por un sentido de expiación por el pecado -cuarenta horas permanece Cristo en el sepulcro-, recibe en Milán durante el siglo XVI un gran impulso a través de San Antonio María Zaccaria (+1539) y de San Carlos Borromeo después (+1584). Clemente VIII, en 1592, fija las normas para su realización. Y Urbano VIII (+1644) extiende esta práctica a toda la Iglesia.

En el siglo XIV se practicaba ya la exposición solemne y se bendecía con el Santísimo. Es el tiempo en que se crearon los altares y las capillas del Santísimo Sacramento. En los comienzos, el Santísimo se mantenía velado tanto en las procesiones como en las exposiciones eucarísticas; pero la costumbre y la disciplina de la Iglesia van disponiendo ya en el mismo siglo XIV la exposición del Cuerpo de Cristo “in cristallo” o “in pixide cristalina”.

Las exposiciones mayores se van implantando en el siglo XV. Al principio, colocado sobre el altar el Sacramento, es adorado en silencio. Poco a poco va desarrollándose un ritual de estas adoraciones, con cantos propios, como el Ave verum Corpus natum ex Maria Virgine, en el que tan bellamente se une la devoción eucarística con la mariana.

La exposición del Santísimo recibe una acogida popular tan entusiasta que ya hacia principios del s. XVI muchas iglesias la practican todos los domingos.

En el crecimiento de la piedad eucarística tiene también una gran importancia la doctrina del concilio de Trento sobre la veneración debida al Sacramento. Por ella se renuevan devociones antiguas y se impulsan otras nuevas.

El arraigo devocional de las visitas al Santísimo puede comprobarse por la abundantísima literatura piadosa que ocasiona. Por ejemplo, entre los primeros escritos de san Alfonso María de Ligorio (s. XVIII) está Visite al Santísimo Sacramento y a María Santísima de 1745. En vida del santo este librito alcanza 80 ediciones y es traducido a casi todas las lenguas europeas. Posteriormente ha tenido más de 2.000 ediciones y reimpresiones.

Las Asociaciones y Obras eucarísticas se multiplican en los últimos siglos: la Guardia de Honor, la Hora Santa, los Jueves sacerdotales, la Cruzada eucarística, etc.

A la par que crece la devoción popular a la Eucaristía, surgen numerosas congregaciones religiosas que tienen la Eucaristía como su centro de piedad. Institutos especialmente centrados en la veneración de la Eucaristía hay muy antiguos, como los monjes blancos o hermanos del Santo Sacramento, fundados en 1328 por el cisterciense Andrés de Paolo. Pero estas fundaciones se producen sobre todo a partir del siglo XVII, y llegan a su mayor número en el siglo XIX. No es exagerado decir que el conjunto de las congregaciones fundadas en el siglo XIX -adoratrices, educadoras o misioneras- profesa un culto especial a la Eucaristía: adoración perpetua, largas horas de adoración común o individual, ejercicios de devoción ante el Santísimo Sacramento expuesto, etc.

Recordaremos aquí únicamente, a modo de ejemplo, a los Sacerdotes y a las Siervas del Santísimo Sacramento, fundados por san Pedro-Julián Eymard (s. XIX) en 1856 y 1858, dedicados al apostolado eucarístico y a la adoración perpetua. Y a las Adoratrices, siervas del Santísimo Sacramento y de la caridad, fundadas en 1859 por santa Micaela María del Santísimo Sacramento (+1865).

Atención especial merece hoy, por su difusión casi universal en la Iglesia católica, la Adoración Nocturna. Aunque tiene varios precedentes, como más tarde veremos, en su forma actual procede de la asociación iniciada en París por Hermann Cohen (1848).

Émile Tamisier (1843-1910),  para promover en el siglo la devoción eucarística, lo intenta primero en forma de peregrinaciones, y más tarde en la de Congresos Eucarísticos. Éstos serán diocesanos, regionales o internacionales. El primer congreso eucarístico internacional se celebra en Lille en 1881, y desde entonces se han seguido celebrando ininterrumpidamente hasta nuestros días.

 

Devoción eucarística de los santos

Hablando en términos generales, no hay santo que no haya sido devoto de la Eucaristía; pero de entre todos ellos resaltaremos algunos.

Anteriormente hablamos de la particular devoción de san Francisco de Asís a la Eucaristía. Devoción que extiende a la rama femenina (Clarisas). De hecho, santa Clara es representada con una custodia en la mano.

El más grande teólogo de la devoción a la Eucaristía fue santo Tomás de Aquino (1224-1274). Según datos históricos exactos, sabemos que santo Tomás era en su comunidad dominica “el primero en levantarse por la noche, e iba a postrarse ante el Santísimo Sacramento. Y cuando tocaban a maitines, antes de que formasen fila los religiosos para ir a coro, se volvía sigilosamente a su celda para que nadie lo notase. El Santísimo Sacramento era su devoción predilecta. Celebraba todos los días, a primera hora de la mañana, y luego oía otra misa o dos, a las que servía con frecuencia”.[4]

Él compuso, por encargo del Papa, el maravilloso texto litúrgico del Oficio del Corpus: Pange lingua, Sacris solemniis, Lauda Sion. La tradición iconográfica suele representarle con el sol de la Eucaristía en el pecho. Un cuadro de Rubens, en el Prado, “la procesión del Santísimo Sacramento”, presenta, entre varios santos, a santa Clara con la custodia, y junto a ella a santo Tomás, explicándole el Misterio. Sobre la tumba de éste, en Toulouse, en la iglesia de san Fermín, una estatua le representa teniendo en la mano derecha el Santísimo Sacramento.

San Buenaventura (+1274) expresa su franciscana devoción eucarística en De sanctissimo corpore Christi.

En el XVI, pocos hacen tanto por difundir entre el pueblo cristiano el amor al Sacramento como san Ignacio de Loyola (1491-1556). Así lo hizo, concretamente, con sus paisanos de Azpeitia. Los jesuitas, fieles a este carisma original, serán después unos de los mayores difusores de la piedad eucarística, por las Congregaciones Marianas y por muchos otros medios, como el Apostolado de la Oración.

Santa Teresa de Jesús (1515-1582), en el mismo siglo, tuvo también una vida espiritual muy centrada en el Santísimo Sacramento. Ella, que tenía especial devoción a la fiesta del Corpus, refiere que en medio de sus tentaciones, cansancios y angustias, “algunas veces, y casi de ordinario, al menos lo más continuo, en acabando de comulgar descansaba”. Confiesa con frecuencia su asombro enamorado ante la Majestad infinita de Dios, hecha presente en la humildad indecible de una hostia pequeña. La Eucaristía es el pan y la medicina de Teresa: “¿Pensáis que no es mantenimiento aun para estos cuerpos este santísimo Manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es”. “La comunión eucarística es un abrazo inmenso que nos da el Señor”. Para santa Teresa, fundar un Carmelo es ante todo encender la llama de un nuevo Sagrario:

“Para mí es grandísimo consuelo ver una iglesia más adonde haya Santísimo Sacramento”.[5]

Por otra parte, la santa, sufre y se angustia a causa de las ofensas inferidas al Sacramento por los malos cristianos: “Tengo por cierto habrá muchas personas que se llegan al Santísimo Sacramento -y plega al Señor yo mienta- con pecados mortales graves”.[6]

Famoso fue san Pascual Bailón (1540-1592) por su extraordinario amor a la Eucaristía. Cuentan que un día hallándose él junto con otros frailes trabajando en el huerto del convento, lo vieron, suspendido en el aire, caminando en dirección hacia la capilla. En esto los demás frailes le preguntaron: “Pascual, ¿adónde vas? A lo que él respondió: Adonde me lleva mi corazón”.

Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), tuvo sus revelaciones acerca del Sagrado Corazón de Jesús estando en la adoración del Santísimo. Y como ella misma refiere, esa devoción inmensa a la Eucaristía la tenía ya de joven, antes de entrar religiosa, cuando todavía vivía al servicio de personas que le eran hostiles:

“Ante el Santísimo Sacramento me encontraba tan absorta que jamás sentía cansancio. Hubiera pasado allí los días enteros con sus noches sin beber, ni comer y sin saber lo que hacía, si no era consumirme en su presencia, como un cirio ardiente, para devolverle amor por amor. No me podía quedar en el fondo de la iglesia, y por confusión que sintiese de mí misma, no dejaba de acercarme cuanto pudiera al Santísimo Sacramento”.[7]

En el siglo XVIII, podemos recordar la gran devoción eucarística de san Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los Pasionistas. Él, como declara en su Diario espiritual, “deseaba morir mártir, yendo allí donde se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo Sacramento”.

En cuanto al siglo XIX, recordemos al santo Cura de Ars (1786-1859). La oración del Cura de Ars era sobre todo una oración eucarística. Su devoción a nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento, era verdaderamente extraordinaria: “¡Allí está!”, solía decir.

Otro gran modelo de piedad eucarística en ese mismo siglo es san Antonio María Claret (1807-1870). Su iconografía propia le representa a veces con una Hostia en el pecho, como si él fuera una custodia viviente.

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Con esto concluimos este artículo para en el próximo, y último dedicado a este sacramento, hablaremos de los beneficios espirituales del mismo, tanto para la persona como para toda la Iglesia.

Padre Lucas Prados


[1] Recordemos que, debido a la persecución romana a los cristianos, no se empezaron a construir templos públicos hasta después del Edicto de Milán del emperador Constantino (a. 313); por lo que durante los siglos precedentes, las hostias que quedaban de la Misa era guardadas por algunos fieles reverentemente en sus casas, principalmente para llevar la Eucaristía a los enfermos y el viático a los moribundos. Tertuliano, De oratione, 19; San Cipriano, De lapsis, 26; San Justino, Apología, 165.

[2] San Cirilo de Alejandría, Epistolae ad Calosyrium.

[3] Pío XII, Mediator Dei, 162; San Agustín, Enarrationes in Psalmis, 98, 9.

[4] S. Ramírez, Suma Teológica, BAC 29, 1957, p. 57.

[5] Santa Teresa de Jesús, Fundaciones 3, 10; 36, 6.

[6] Santa Teresa de Jesús, Conceptos Amor de Dios 1,11.

[7] Santa Margarita María de Alacoque , Autobiografía 13.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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