El soldado Bob Kruchten había estado sirviendo a su país en la guerra del Golfo cerca de dos años. Cuando volvió a su casa en un pueblecito de Montana llamado Hardin, su mujer y sus dos hijos pequeños, le recibieron con gran alegría; pero Bob ya no era el mismo. La guerra lo había transformado profundamente. De ser un hombre alegre, pacífico y social, se había convertido en taciturno e irascible. Se pasaba el día pensativo con la mirada perdida en el infinito, y al más mínimo problema perdía los nervios y actuaba de modo totalmente desproporcionado.
Preocupada la esposa por el mal estado de su marido, fue a visitar a varios psicólogos y psiquiatras, quienes se limitaron a darle antidepresivos y a decirle que tuviera paciencia pues conocían otros casos similares que se habían curado cuando la persona volvía a sus tareas cotidianas sin necesidad de un tratamiento especial.
Pasaban los meses, pero Mary, la esposa de Bob, veía que su marido estaba cada vez peor.
Un día, hablando con una amiga suya en la cola del supermercado, esta le dijo:
-¿Por qué no vas a ver al brujo de los Crow? Me han dicho que tiene remedio para todo y no es muy caro.
Los Crow era una tribu de indios que vivía en una reserva cercana a Hardin y que con el paso de los años se habían dedicado a ofrecer a los turistas y curiosos visitantes: baratijas, vestidos multicolores y comidas típicas. Aunque lo que había hecho más famosa a esta tribu era el indio Black Hawk, brujo, curandero y psicólogo.
Mary y su amiga quedaron un día para visitar la tribu y hablar con el brujo. Habiendo llegado a la reserva le buscaron, y le expusieron el caso de su marido. Después de balbucear unas “oraciones secretas” y leer lo que unos huesecillos lanzados al azar le decían, Black Hawk respondió con voz engolada y misteriosa diciendo:
-¡Sí, lo haré! Pero para poderle curar, necesito un pelo del bigote de un puma vivo que hay en las colinas de la reserva.
Las dos amigas volvieron a casa asustadas, pues no sabían cómo podrían conseguir lo que el indio les pedía. Solicitaron ayuda a algunos cazadores del pueblo, pero nadie se ofrecía pues todos le conocían muy bien y pensaban que era una excentricidad más del brujo indio. Incluso la amiga de Mary se echó atrás ante empresa tan arriesgada.
Así pues, Mary decidió salir sola en busca del fiero animal. Después de unas horas explorando las colinas cercanas al poblado indio, divisó un puma macho descansando al sol encima de una gran roca. Mary quedó paralizada de miedo, pero el puma, que desde la altura oteaba todo lo que ocurría a su alrededor, y que no tenía ganas de ser molestado, se levantó y se marchó lentamente buscando otro lugar más tranquilo.
Al atardecer de cada día, Mary volvía a acudir a la zona donde se había encontrado el puma. Allí esperaba inmóvil. Cada día lograba acercarse un poco más al fiero animal. Después de varias semanas intentándolo, un día consiguió acercarse lo suficiente para lanzarle un suculento filete de carne sin que el animal se marchara. Así lo repitió una y otra vez. Al cabo de unas semanas, el puma se habituó a su presencia y le asoció con la llegada de un buen bocado de comida.
Un día, armándose de valor, decidió acercarse lentamente, dejarle la comida en el suelo, sentarse y quedarse inmóvil en ese lugar, mientras que el puma se iba aproximando con parsimonia. Por unos segundos, que le parecieron horas, contuvo la respiración. Mientras tanto, el puma, que ya no veía a la mujer sino el preciado botín, tomó el trozo de carne y se dispuso a comérselo allí mismo. La valiente mujer, sentada cerca al puma, levantó lentamente la mano hasta que la puso junto al hocico del animal. Éste la olió y le dio un lametazo. Esa fue la señal que le hizo comprender a Mary que el puma le aceptaba. Entonces, acercando su mano a la cabeza comenzó a acariciarle y a susurrarle bonitas palabras:
-Necesito algo de ti precioooso! ¡No deseo hacerte ningún daño!
Y sin pensárselo dos veces, le arrancó un pelo del bigote con gran decisión. El puma ni se movió.
-¡Gracias! Dijo ella.
Al día siguiente llegó feliz a la choza del brujo. La mujer le contó cómo lo había conseguido; aunque al brujo pareció no interesarle mucho. Cogió el pelo del bigote del puma y después de hacer una oración sobre él, lo echó al fuego. Entonces la mujer gritó asombrada:
-¿Qué hace? ¡Con todo lo que me costó conseguir el pelo del bigote!
Entonces el brujo, engolando la voz y dibujando una incipiente sonrisa le dijo a la mujer:
-No necesita ninguna medicina para curar a su marido. Haga con él lo mismo que ha hecho con el puma.
La mujer volvió a su casa habiendo captado el mensaje de este hombre sabio que, aunque “brujo”, conocía muy bien el corazón del hombre y sabía cómo remediar sus problemas. El cariño, la paciencia, la cercanía, el respeto y sobre todo el amor, curaron al antiguo combatiente.
Padre Lucas Prados