Como cualquier madre, cuando Karen se enteró de que otro bebé venía de camino, hizo lo que pudo para ayudar a su hijo de cuatro años a prepararse para la llegada del nuevo hermanito. Cuando Michael se enteró se llenó de gran alegría. A Michael le gustaba cantarle bellas e infantiles canciones mientras ponía las manos en la barriguita de su mamá y sentía el movimiento del nuevo hermano.
El embarazo progresó normalmente para Karen, un miembro activo de la Iglesia de St Patrick en Morristown, Tennessee. Llegaron las contracciones del parto, pero surgieron complicaciones, por lo que fue llevaba rápidamente al hospital. Los médicos dijeron que iba a ser un parto de horas y que probablemente requeriría de una cesárea.
Finalmente, la pequeña hermana de Michael nació; pero estaba grave. Con la sirena aullando en la noche, la ambulancia llevó al bebé a toda prisa a la Unidad Neonatal de Cuidados Intensivos del Hospital St. Mary’s en Knoxville, Tennessee.
Los días pasaron lentamente. La pequeña empeoró. El pediatra dijo a los padres:
—Hay muy pocas esperanzas. Estén preparados para lo peor.
Karen y su marido contactaron con el cementerio local para adquirir una tumba. Ellos, que habían preparado con toda ilusión una habitación especial para el nuevo bebé, tenían que hacer ahora los arreglos para su funeral.
Cuando Michael se enteró que su hermana estaba enfermita, pidió a sus padres que le permitieran ir al hospital para verla:
—Quiero cantarle, dijo.
Los días siguieron pasando. El bebé continuaba ingresado en Cuidados Intensivos sin experimentar mejoría alguna. Daba la impresión que el funeral tendría lugar antes de acabar la semana.
Michael continuó obsesionado con lo de cantarle a su hermana, pero su mamá le dijo que los niños no podían entrar en la zona de Cuidados Intensivos.
Ante la insistencia de Michael, la madre entonces trazó un plan. Llevaría a Michael tanto si les gustaba como si no a los médicos. Ella pensó:
—Si no ve a su hermana ahora, posiblemente nunca la verá viva.
Lo vistió con ropa varias tallas más grandes y lo condujo a la UCI. Cuanto entró la madre con Michael a la Unidad de Cuidados Intensivos, la enfermera jefe se dio cuenta de que era un niño y vociferó:
—¡Llévese a ese niño fuera de aquí ahora mismo! ¡No se permiten niños!
Entonces, la madre que había en Karen emergió con fuerza, y la que normalmente era una dama de buen carácter, mirando con ojos de acero a la cara de la enfermera jefe, le dijo:
—¡No va a irse de aquí hasta que le cante a su hermana!
Karen condujo a Michael junto a su hermana. Él miró a la pequeña que estaba perdiendo la batalla por vivir. Y empezó a cantar.
Con la armoniosa voz de un niño de cuatro años, Michael cantó:
Tú eres mi rayo de sol,
mi único rayo de sol,
tú me haces feliz cuando el cielo está gris.
Instantáneamente la pequeña respondió. El pulso se serenó y se regularizó. Michael siguió cantando:
Nunca sabrás cariño, cuánto te quiero.
Por favor Dios, no te lleves mi rayo de sol.
La áspera y forzada respiración del bebé se volvió tan apacible como el ronroneo de un gatito pequeño.
—Sigue cantando, Michael, le dijo la madre.
La otra noche, cariño, mientras dormía,
soñé que te estrechaba en mis brazos…
La pequeña hermana de Michael se relajó. Mientras, el reposo, un reposo reparador, parecía extenderse sobre ella.
La cara de la enfermera jefe se llenó de lágrimas. Karen sollozaba. Mientras Michael le seguía cantando a su hermanita:
Tú eres mi rayo de sol,
mi único rayo de sol.
Por favor, Dios, no te lleves mi rayo de sol.
Al día siguiente – justo al día siguiente – la pequeña estaba lo suficientemente bien como para irse a casa!
Semanas después aparecía el caso publicado en la revista Woman’s Day Magazine con el título: “El milagro de la canción de un hermano” El servicio médico simplemente lo llamó “milagro”. Karen lo llamó ¡un milagro de amor divino!
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Este hecho, que aconteció hace años, se repite con relativa frecuencia, aunque casi nunca llega a los periódicos. Hay ocasiones en las que Dios ve tanto amor que es capaz de cambiar la historia para darle otro final.
En mis treinta y tantos años de sacerdocio tuve la dicha de experimentar un caso bastante parecido mientras que estaba trabajando como sacerdote en Guayaquil, Ecuador.
Un bebé nació con serios problemas en la Clínica Kennedy. A los pocos días de su nacimiento se agravó. Cuando ya los médicos y la familia lo daban por muerto, vinieron a verme para que lo bautizara. Me hinqué de rodillas ante el Señor y le supliqué por la vida de la niña. A la semana me volvieron a ver los familiares diciendo que la niña estaba con encefalitis aguda y que le daban horas de vida. Volví a hincarme de rodillas ante el Señor orando por esa niña y por sus padres. La niña, “milagrosamente” se curó. Un año más tarde, cuando la niña cumplía justo un año, los padres me la trajeron a la Iglesia para hacerse una foto conmigo.
La fe y el amor es capaz de hacer milagros. Me viene a la memoria esa frase del Señor: “Si tuvieras fe como una gran de mostaza…”. Por ello, nunca desesperemos. Confiemos en Dios en todo momento, aceptemos su voluntad, y sobre todo, sigamos rezando. Recordemos que Dios nunca abandona a los que ama. Y por encima de todo, nunca olvidemos lo que nos enseñó San Pablo: “Para los que aman a Dios, todo lo que les ocurre es para su bien”.