«Das Drama geht weiter!» (El espectáculo continúa) ha declarado en una entrevista el Cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Munich de Baviera (en el periódico “La Repubblica” del 20 de octubre de 2014). El espectáculo es el del Sínodo de los Obispos, en el que hemos asistido a un imprevisto golpe de teatro desarrollarse en la misma sala.
La Relatio post disceptationem presentada el pasado 13 de octubre, a pesar de los reajustes, no obtuvo la esperada mayoría de dos tercios en dos cuestiones cruciales: el acceso a la comunión de los divorciados vueltos a casar y la apertura a las parejas homosexuales, quedándose la votación en 104 votos favorables y 74 contrarios sobre el primer punto, y en 118 placet y 62 non placet sobre el segundo. A pesar de la evidente débâcle, el Cardenal Marx, que es uno de los más encendidos exponentes del ala progresista, se ha declarado satisfecho, porque el proceso revolucionario se hace por etapas sucesivas. Sobre algunos temas, ha explicado, «hemos hecho dos pasos adelante y luego uno atrás».
En realidad, el arredramiento ha sido impuesto por una resistencia de los Padres sinodales mucho más amplia que la que se preveía. Para comprender la importancia de este evento baste con recordar que en el Concilio Vaticano II, no obstante el áspero debate en el aula, los documentos más contestados, como las declaraciones Dignitatis Humanae y Nostra Aetate, fueron aprobados con 2.308 votos contra 70 el primero y 2.221 contra 80 el segundo. Si entonces se habló de consenso mayoritario, hoy la escisión es evidente.
La Iglesia de hoy es un campo de batalla, como lo ha sido otras muchas veces, desde Nicea al Vaticano II, donde siempre se han enfrentado no tanto conservadores y progresistas, sino más bien católicos que no quieren tocar ni una iota del depósito divino y los que quieren introducir novedades en ese depósito. La frase de Papa Francisco «Dios no tiene miedo de las novedades» hay que entenderla en un sentido diverso del que se le ha querido atribuir al Pontífice: sólo puede significar que Dios no teme a los “novatores”, pues destruye su obra y confía la tarea de derrotarlos a los defensores del Magisterio inmutable de la Iglesia.
En el campo de la fe y de la moral, toda excepción introduce una regla y toda nueva regla abre la vía a un sistema normativo que da la vuelta al antiguo. La novedad tiene una dimensión revolucionaria que hay que captar en su momento embrionario. El Cardenal George Pell, en una entrevista televisiva al “Catholic New Service”, ha definido la petición de dar la comunión a los divorciados vueltos a casar como un caballo de Troya que abre el camino al reconocimiento de las uniones homosexuales.
De hecho, el número de los divorciados vueltos a casar que piden recibir la comunión es irrelevante. La puesta en juego es otra: es la aceptación por parte de la Iglesia de la homosexualidad, considerada no como un pecado o como una tendencia desordenada, sino como una “tensión” positiva hacia el bien, digna de acogida pastoral y de protección jurídica. Los cardenales Marx y Schönborn han sido muy claros a este respecto y el secretario adjunto del Sínodo, Mons. Bruno Forte, alumno de la escuela herética de Tubinga, ha ejecutado sus desiderata revelándose como el autor de los pasajes más escabrosos de la primera Relatio.
La larga mayoría de los Padres sinodales ha rechazado los párrafos escandalosos, pero lo que no admite la doctrina, es admitido por la praxis, en la espera de ser ratificado por un próximo Sínodo. Para muchos laicos, sacerdotes y obispos, la homosexualidad puede ser practicada, aunque no acogida por derecho, porque no representa un pecado grave. Esto se reconecta con la cuestión de las uniones prematrimoniales. Si la sexualidad fuera del matrimonio no es pecado, sino un valor positivo, entonces merece ser bendecida por el sacerdote y legalizada por el Estado. Si es un valor, es también un derecho, y si existe el derecho a la sexualidad, el paso de la convivencia de los divorciados al matrimonio homosexual es inevitable.
El Magisterio doctrinal de la Iglesia, que no ha cambiado nunca a lo largo de dos mil años, enseña que la práctica de la homosexualidad tiene que ser considerada como un vicio contra naturaleza, que provoca no sólo la damnación eterna de los individuos, sino también la ruina moral de la sociedad. Las palabras de San Agustín en las Confesiones resumen el pensamiento de los Padres: «todos los pecados contra naturaleza, como fueron los de los sodomitas, han de ser detestados y castigados siempre y en todo lugar, los cuales, aunque todo el mundo los cometiera, no serían menos reos de crimen ante la ley divina» (Confesiones, libro III, cap. VIII).
En el curso de los siglos, los Pastores de la Iglesia han recogido y transmitido esta enseñanza perenne. Por eso la moral cristiana ha condenado siempre la homosexualidad, sin reservas, y ha establecido que este vicio no tiene ningún título como para pretender ser legalizado por el ordenamiento jurídico ni tampoco promovido por el poder político. Cuando, en 1994, el Parlamento Europeo votó su primera resolución en favor del pseudo-matrimonio homosexual, Juan Pablo II, en su discurso del 20 de febrero de 1994, volvió a corroborar la doctrina de siempre: «no es moralmente admisible la aprobación jurídica de la práctica homosexual. (…) Con la resolución del Parlamento Europeo, se ha pretendido legitimar del desorden moral. El parlamento ha conferido indebidamente un valor institucional a comportamientos desviantes, no conformes con el plan de Dios. (…) Olvidando la palabra de Cristo —“la Verdad os hará libres” (Jn 8, 32)— se ha intentado indicar a los habitantes de nuestro continente el mal moral, la desviación, una cierta esclavitud, como vía de liberación, falsificando la misma esencia de la familia».
El 28 de julio de 2013, se abrió una grieta en este edificio doctrinal, cuando en el vuelo de vuelta desde Brasil, Papa Francisco pronunció las explosivas palabras: «¿quién soy yo para juzgar?» desde entonces destinadas a ser utilizadas para justificar cualquier transgresión. El juicio, con la consecuente definición de las verdades y la condena de los errores, corresponde por excelencia al Vicario de Cristo, supremo custodio y juez de la fe y de la moral.
Retomando las palabras de Francisco, algunos obispos y cardenales, dentro y fuera del aula sinodal, han expresado la petición de captar los aspectos positivos de la unión contra naturaleza. Pero, si uno de los pecados más graves cesa de ser tal, es el mismo concepto de pecado lo que cesa y vuelve a aflorar aquella concepción luterana de la misericordia que fue anatemizada por el Concilio de Trento. En los cánones sobre la justificación promulgados el 13 de enero de 1547 se lee: «Si alguien afirma que la fe que justifica no es más que la confianza en la divina misericordia» (can. 12); «que Dios ha dado a los hombre a Jesucristo como redentor en quien confiar y no como legislador al que obedecer» (can. 21); «que no hay ningún pecado mortal, excepto el de la falta de fe» (can. 27), «sea anatema».
Se trata de temas teológicos que tienen una recaída social y que también los laicos tienen el derecho y el deber de abordar, mientras se acerca no sólo el Sínodo de 2015, sino aquel 2017 que verá el quinto aniversario de la Revolución de Lutero y el primero de las apariciones de Fátima. Lo que se está desarrollando no es un espectáculo alegre, como quiere dar a entender el Cardenal Marx, sino un duro conflicto, que implica el Cielo y la tierra. Los últimos actos serán dramáticos, pero el epílogo será ciertamente triunfante, según la promesa divina, confirmada por la Virgen en la Cova da Iria en 1917.
Que la Inmaculada se digne conceder una perseverante pureza de pensamientos y acciones a todos aquellos que en el fervor de la lucha defienden con valentía la integridad de la fe católica.
Roberto de Mattei
Traducido en exclusiva con permiso del autor para Adelantelafe.com por María Teresa Moretti. Puede reproducirse en otros medios citando el origen español
http://www.corrispondenzaromana.it/verso-il-sinodo-del-2015/