I. El evangelio de este Domingo XV después de Pentecostés (Lc 7, 11-16) nos presenta la resurrección del hijo único de una viuda en Naín y san Lucas subraya la reacción de los presentes al ser testigos del milagro obrado por Jesús: «Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios diciendo: Un gran Profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo» (v. 16).
El pueblo de Israel había visto siempre en los milagros llevados a cabo por los profetas, una prueba de que Dios estaba con ellos, autorizando su predicación. Ahora reconocen en Jesús a un profeta pero aún no le ven como Mesías, y mucho menos aún como Hijo de Dios. El Mesías era un enviado de Dios, superior a todos los profetas pero no es cosa clara saber si los judíos habían entendido que el Mesías había de ser el verdadero Dios porque un legado divino no tiene por qué ser el Hijo de Dios, bastaría con que sea un hombre que haya recibido esta misión. Por lo general, no llegaron a conocer este misterio y así, Caifás no condena al Señor porque se diga Mesías sino porque se dice “Hijo de Dios”[1].
A menudo Jesús presenta sus milagros como prueba de que Dios le ha enviado y está con Él. Así, antes de resucitar a Lázaro, «Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11, 41-42). Y los vecinos de Naín pudieron pensar que aquella resurrección había sido al estilo de las llevadas a cabo por Elías y Eliseo (1Re 17, 17-24; 2Re 4, 11-27), que se operaban por la impetración del Profeta[2]. De hecho, al preguntar Jesús a sus discípulos «¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos contestaron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas» (Lc 9, 18-19).
Pero hay una gran diferencia entre los profetas del Antiguo Testamento y Jesús. La primera es que aquellos milagros eran una obra de Dios obtenida por la oración del profeta, como ocurre en el caso de Elías: «Luego se tendió tres veces sobre el niño, y gritó al Señor: Señor, Dios mío, que el alma de este niño vuelva a su cuerpo. El Señor escuchó el grito de Elías y el alma del niño volvió a su cuerpo y el niño volvió a la vida» (1Re 17, 21-22). En cambio, Jesús obra por su propio poder: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» (v. 14).
Pero la gran diferencia estriba en que Jesús se presenta como autor de la resurrección espiritual de cuantos crean en Él: «Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere» (Jn 5, 21), hasta el punto de afirmar lo que ningún Profeta habría dicho «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26). Y es que Jesús con su muerte y resurrección ha vencido a la muerte en sí mismo para todos los que incorporados a Él por el Bautismo y vivificados por la gracia santificante corren su misma suerte: morir para resucitar[3]. Así lo expresa el Misal romano en el prefacio de difuntos:
«[…] Por Cristo nuestro Señor. En quien brilló para nosotros la esperanza de la bienaventurada resurrección, para que, a quienes contrista la cierta convicción de morir, los consuele la promesa de la futura inmortalidad. Porque a tus fieles, Señor, se les muda la vida, no se les quita, y disuelta la casa de esta terrena morada, se alcanza en los cielos una eterna habitación»[4].
II. La meditación del milagro de Jesús que nos presenta el Evangelio de este Domingo nos invita a pensar en nuestra propia resurrección que forma parte de los artículos de la fe que profesamos en el Credo: «Creo en la resurrección de la carne» (art. 11º del “Credo apostólico”). Se llama “resurrección de la carne” a la resurrección de los hombres, por dos razones[5]:
– La primera, para enseñar que, siendo el alma inmortal, sólo el cuerpo resucitará. Por lo tanto, carne significa aquí cuerpo. De las dos partes de que consta el hombre, alma y cuerpo, sólo el cuerpo se corrompe y es capaz de resucitar.
– La segunda, para que la resurrección no se entienda únicamente de lo espiritual, esto es, del paso del alma de la muerte del pecado a la vida de la gracia, sin referencia a lo corporal.
La fuerza de este artículo para asegurar la verdad de nuestra fe radica en que en él se apoya la esperanza de nuestra salvación como en fundamento muy firme; ya que, como indica el Apóstol, «Pues bien: si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1Cor 15, 13-14); razón por la cual las Sagradas Escrituras lo proponen frecuentemente a la fe de los fieles, mientras que la impiedad, por su parte, se esfuerza cuanto puede por hacerla olvidar, desdibujando la virtud de la esperanza. Otras veces se la deforma, haciendo equivalente “resurrección” a felicidad eterna, como si la muerte fuera de suyo el tránsito a la gloria del Cielo, olvidando la realidad del juicio y que todos los hombres han de resucitar aunque no haya de ser igual el estado de todos, porque «los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (Jn 5, 29).
«Esta resurrección universal se refiere al juicio final. Cristo en la parusía resucitará a todos (1Cor 15, 21). La creencia ortodoxa de Israel, contra los saduceos, era la resurrección final de todos los cuerpos (Jn 11, 24). Sólo algunas tendencias esporádicas y muy tardías de algunos rabinos sostenían que no resucitarían sino los justos. Cristo enseña que su poder sobre la muerte corporal se extenderá a todos. Pero, al resucitarlos, va a actuar como juez. De ahí el destino que asigna a unos y a otros. Para unos será resurrección para la vida eterna; para los otros será una resurrección para “la condenación”. Así, Cristo se presenta como Dios a un tiempo por su poder de “vivificar” los muertos y por su poder judicial de la Humanidad»[6].
La meditación de artículo de fe debe mover a todo cristiano[7]:
- A dar gracias a Dios por haber revelado estas cosas que escapan a nuestra capacidad de conocimiento natural.
- A consolar más fácilmente tanto a otros como a nosotros mismos en la muerte de nuestros parientes y amigos. Así lo hizo san Pablo cuando escribió acerca de los difuntos: «Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con Él, por medio de Jesús, a los que han muerto» (1Tes 4, 13-14).
- A mitigar el dolor en todas las pruebas, enfermedades y sufrimientos al considerar la resurrección futura, como sabemos por el ejemplo de Job, quien tenía la esperanza de que algún día había de ver a Dios: «Yo sé que mi redentor vive | y que al fin se alzará sobre el polvo: después que me arranquen la piel, | ya sin carne, veré a Dios. Yo mismo lo veré, y no otro; | mis propios ojos lo verán» (Job 19, 25-27).
- «Finalmente, será muy poderosa la consideración de este artículo, para persuadir a los fieles que cuiden con la mayor diligencia de hacer una vida recta, pura y limpia de toda mancha de pecado. Porque si consideran, que aquellas inestimables riquezas que se siguen a la resurrección, estar preparadas para ellos, fácilmente se aficionarán a la práctica de la virtud y santidad. Y por el contrario, no habrá cosa más poderosa para refrenar los apetitos del ánimo y apartar los hombres de pecado, como recordar frecuentemente las penas y tormentos con que serán castigados los malos, que en aquel último día resucitarán para el juicio de su eterna condenación».
III. Examinemos en la presencia de Dios nuestra forma de pensar y de actuar ante la muerte y si es en todo coherente con la fe que profesamos. La Iglesia reza y nos invita a rezar por los difuntos y también a estar preparados el día de nuestra propia muerte. Para ello invocamos tantas veces a la Santísima Virgen con las últimas palabras del Avemaría, en las que imploramos su protección durante esta vida, y especialmente en el momento en que será mayor nuestra necesidad: «Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte»[8].
[1] Cfr. «Verbum vitae». La Palabra de Cristo, vol. 7, Madrid: BAC, 1955, 530.
[2] Cfr. Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 810-811.
[3] Cfr. Salvador MUÑOZ IGLESIAS, Año litúrgico. Ciclo C, Madrid: Editorial de Espiritualidad, 2005, 189-192.
[4] Eloíno NÁCAR FUSTER; Alberto COLUNGA, Misal ritual latino-español y devocionario, Barcelona: Editorial Vallés, 1959, [36].
[5] Cfr. Catecismo Romano promulgado por el Concilio de Trento. Comentado y anotado por el R.P. Alfonso Mª Gubianas, O.S.B., Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1926, Parte I, cap. 12, II.
[6] Manuel de TUYA, ob. cit., 1082-1083.
[7] Cfr. Catecismo Romano, ob. cit., Parte I, cap. 12, XIV.
[8] «Como es sabido, la segunda parte del Avemaría actual –el Santa María, etc.– nació posteriormente. El Santa María… –propia del Occidente– con el “Amén” no aparece hasta mediados del siglo XIV, momento en que se encuentra con algunas variantes. Y sigue así hasta que, ya casi igual a la actual, la encontramos en el Breviario de los Trinitarios, impreso en París en 1514, siendo introducida finalmente por San Pío V en el Breviario Romano el a. 1568 tal como la decimos hoy»: <https://tomasdeaquino.org/exposicion-de-la-salutacion-angelica-llamada-ordinariamente-avemaria/#_ftn6>.