Una antigua y célebre tradición vincula la veneración del Arcángel con un prodigioso suceso acaecido mil años antes. Entre los años 589 y 590, una epidemia de peste, la temible lues inguinaria, se desencadenó sobre la ciudad de Roma. Los habitantes de la urbe vieron en dicha epidemia un castigo divino por la corrupción de la ciudad. El 7 de febrero de 590 falleció a causa de la peste el propio papa, Pelagio II, y fue elegido como sucesor Gregorio I, que estaba destinado a pasar a la historia como San Gregorio Magno. A fin de aplacar la cólera divina, el papa mandó celebrar una letanía septiforme, es decir, una procesión general del clero y de la población romana constituida por siete cortejos que confluirían ante la basílica vaticana. Mientras la nutrida multitud recorría la Ciudad Eterna, la epidemia se agravó al extremo de que en el breve espacio de una hora ochenta personas cayeron muertas al suelo. Con todo, San Gregorio no dejó por un momento de exhortar al pueblo para que siguiese rezando y pidió que un cuadro de Nuestra Señora de Araceli, pintada por el evangelista San Lucas, encabezara la procesión.
Milagro: conforme avanzaba la imagen, el aire se iba volviendo más limpio y saludable y se disolvían los pestíferos miasmas, como si no pudieran soportar la sagrada presencia. Cuando llegaron al puente que comunica la ciudad con el castillo, de repente, por encima de la imagen sagrada se oyó a un coro de ángeles que cantaban: «¡Regina Cœli, laetare, Alleluja / Quia quem meruisti portare, Alleluja / Resurrexit sicut dixit, Alleluja!» A lo que San Gregorio respondió en voz alta: «¡Ora pro nobis Deum, Alleluia!» Fue así como nació el Regina Cœli, la antífona con la que en el tiempo pascual saluda la Iglesia a María Reina con motivo de la resurrección del Salvador. Terminado el canto, los ángeles se colocaron en círculo en torno al cuadro y San Gregorio Magno, alzando los ojos, vio en lo alto del castillo a un ángel exterminador que, tras limpiar la espada chorreante de sangre la enfundaba en señal de haber cesado el castigo.
Gracias a las oraciones de San Gregorio, la peste había terminado milagrosamente. A partir de ese momento los romanos comenzaron a llamar al mausoleo de Adriano Castillo del Santo Ángel, y en recuerdo del prodigio instalaron en lo alto una estatua de San Miguel enfundando su espada. Hoy en día la Ciudad Eterna también está siendo devastada por una terrible epidemia, pero en este caso no se trata de una dolencia física, sino espiritual y moral, la cual aqueja a las almas en vez de los cuerpos. Esta peste espiritual es a la vez una culpa y un castigo, pero al parecer quien lleva las riendas de la Iglesia no percibe ni el pecado ni el castigo. Quién sabe si sólo un castigo de los cuerpos, una guerra, una epidemia o un terremoto podrá despertar a las almas y llevarlas al arrepentimiento y la conversión. El castigo vendrá por mano de los ángeles, y también por mano de los ángeles tendrá lugar la restauración de la sociedad y de la Iglesia.
Santo Tomás de Aquino enseña que Dios se vale de causas segundas para gobernar el orden de la creación y, en particular, de la vida de los hombres. Esas causas segundas son los ángeles, los primeros seres que fueron creados, precisamente porque estaban destinados a ser instrumentos suyos para gobernar sobre todas las demás criaturas. Según el Aquinate, tienen por cometido «ejecutar la Providencia divina en lo relativo a los hombres» (Suma Teológica, I, q. 113, a. 2). Desde esta perspectiva, la devoción a los ángeles reviste más importancia que la devoción a los santos. Ciertamente los santos son modelos de virtudes a los que debemos imitar y pedir que intercedan por nosotros. Sin embargo, salvo en casos extraordinarios, los santos no tienen tanto poder sobre las criaturas como tienen ordinariamente los ángeles por decreto divino.
En 1916, un ángel inauguró el ciclo de las apariciones de Fátima, y en el tercer secreto que reveló la Virgen, según Sor Lucía, «Vimos un ángel con una espada de fuego en la mano izquierda que despedía unas llamas que parecía que fueran a incendiar el mundo. Pero se apagaron al entrar en contacto con el esplendor que irradiaba hacia él desde la mano derecha de Nuestra Señora. Y señalando a la Tierra con la mano derecha, el ángel exclamó con voz sonora: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!”»
¿Cuándo y cómo se abatirá sobre la Tierra esa espada de fuego? Tremendo misterio ante el cual no podemos menos que abandonar nuestra debilidad en manos de la Virgen y de nuestro Ángel Custodio.
Ahora bien, a fin de prepararnos para ese momento, debemos creer firmemente en la misión de los ángeles. Y debemos creerlo con devoción, porque aunque la razón nos demuestra la existencia de Dios, no nos demuestra la existencia de los ángeles. Creer en los ángeles es un acto de amor de orden sobrenatural. Hoy en día la devoción a los ángeles es fundamental para la resistencia católica a la autodemolición de la Iglesia y una condición necesaria para el restablecimiento de la civilización cristiana.
En el Cielo está preparado un ejército de ángeles, la acies ordinata de la que habla San Lucas cuando anuncia en la noche de Navidad «toda la hueste celestial», «multitudo militiae coelestis laudantiam Deum et dicentes: Gloria in altissimis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis» (2, 14). Esto es, un ejército de Dios compuesto por legiones de ángeles listos para combatir el mal y la injusticia a fin de glorificar a Dios y traer a la Tierra paz para los hombres de buena voluntad. Contemplando en todo momento el rostro de Dios (Mt.18,10), que es la verdad eterna, los ángeles combaten toda forma de error y toda afrenta a la ley divina y revelada.
Ellos, que son espíritus guerreros, no sólo nos ayudan y sostienen en la inevitable batalla defensiva, sino también en el combate agresivo contra toda suerte de error y de mal. En este momento en que las fuerzas de las tinieblas están más activas que nunca se hace más necesario que nunca recurrir a los santos ángeles, y a San Miguel en particular, al ángel guerrero por antonomasia, el vencedor de Lucifer, que aplasta con sus talones y atraviesa con su lanza.
El combate que enfrentó a los ángeles al comienzo de la creación se repite a diario en la historia de la Iglesia, y en este mes de octubre llega a un momento crucial con el Sínodo para la Amazonía que se celebra en el Vaticano. Queremos rogar a los ángeles formando a imagen de ellos en filas como una legión, una acies ordinata que combate por la gloria de Dios y la paz en la Tierra. Y la paz en la Tierra no es otra cosa que la paz del orden natural y cristiano.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)