Introducción
En el anterior artículo (La Colegialidad episcopal y el Primado del Papa según la doctrina de Ballerini) vimos que Pietro Ballerini, en sus dos principales obras[i], trató, en general, la naturaleza de la Iglesia de Cristo y, de manera específica, la naturaleza del Primado del Papa sobre el Episcopado tanto reunido en Concilio ecuménico como esparcido en las diócesis de todo el mundo. En el presente artículo vemos cómo Ballerini, contra el error del galicanismo, estudió en profundidad el problema de la unidad de la Iglesia mantenida y garantizada por el Primado pontificio, que conlleva como consecuencia lógica y necesaria suya la Infalibilidad papal[ii].
La Unidad de la Iglesia
La unidad es la prerrogativa principal de la Iglesia de Cristo por voluntad divina. El Credo niceno-constantinopolitano la pone en primer lugar entre las cuatro notas de la Iglesia: “Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica”. Jesús fundó una sola Iglesia y no muchas pequeñas iglesias y murió “para unir a los hijos de Dios, que estaban dispersos, en una sola cosa” (Jn., XVII, 20-27).
Unidad de fe y de caridad
Como la Iglesia es externa y visible, también la unidad debe ser externa y visible, de otro modo “no habría ninguna seguridad de unidad” (S. Aug., In Parmen., lib. III, n. 28) y cada uno la vería donde le conviniera y no donde está el sucesor de Pedro, incluso en los periodos oscuros (v. la crisis arriana, el siglo X “de bronce”, el Gran Cisma de Occidente, los Pontífices del Renacimiento), en los que los Papas no se comportan bien como auténticos Vicarios de Cristo y pueden incluso no ser miembros de la Iglesia por falta de gracia o de fe como doctores privados, pero siguen siendo su Cabeza en cuanto al gobierno visible[iii]. Pues bien, la unidad de la Iglesia es causada sobre todo por la única fe y por el vínculo de la comunión entre los miembros de la Iglesia, de los miembros con los Pastores y sobre todo con el Romano Pontífice (cfr. P. Ballerini, De vi ac ratione primatus Romanorum Pontificum, cap. X, n. 1).
El Primado de Pedro mantiene la unidad de fe y de caridad
El fin del Primado del Papa es la unidad de fe y de comunión de la Iglesia universal. Sin embargo, la unidad de fe es la más importante; precede y conlleva la unidad de comunión o de caridad, que es su consecuencia necesaria. En efecto, donde hay divisiones y cismas, allí aparecen irremediablemente las diferencias de opiniones o las herejías (cfr. P. Ballerini, De vi ac ratione primatus…, cap. X, nn. 2-5; cap. XI, n. 1). Ciertamente, también los Obispos, cum Petro et sub Petro, son encargados de sus diócesis para gobernarlas y mantenerlas en la unidad, pero solo el Romano Pontífice ha recibido directamente de Dios el Primado sobre toda la Iglesia y ha sido investido inmediatamente por Cristo de la tarea de mantener la unidad de la Iglesia universal y de cada diócesis, la cual debe responder, por medio de su Obispo, al Papa (De vi ac ratione primatus…, cap. VIII, n. 3). Por tanto, el fin para el cual instituyó Jesús el Primado del Papa es la unidad de fe y de comunión de toda la Iglesia. En resumen, la unidad de la Iglesia depende sobre todo de su única Cabeza visible, que es el Papa, y como la unidad es esencial para la Iglesia, así el Papa es esencial para ella, contra la doctrina galicana, de manera que sin Papa no subsistiría la unidad ni, por tanto, tan siquiera la Iglesia (De vi ac ratione…, cap. VIII, nn. 5-7). Por eso, el Primado papal es de derecho divino y es un Primado no solo de honor, sino de jurisdicción. Por tanto, Dios dio a Pedro y a los Papas la autoridad suficiente (legislativa, judicial, coercitiva) y necesaria para mantener la unidad de la Iglesia universal (De vi ac ratione…, cap. II, n. 1; cap. IX, n. 1 y 2).
Las distinciones galicanas
El galicanismo, al no poder ni querer negar explícitamente la necesidad de la unión con la fe y con la caridad de la Prima Sede para permanecer exteriormente en la Iglesia y no perder públicamente su propia ortodoxia[iv] (como hizo el jansenismo[v] y también después el modernismo), excogitó unas distinciones, a las que recurren siempre aquellos que intentan contemporizar entre verdad y error sin negar explícitamente la primera y afirmar claramente el segundo, para permanecer en la Iglesia y erosionarla invisiblemente desde dentro como una “sociedad secreta / foedus clandestinum” (S. Pío X, Motu proprio Sacrorum Antistitum, 1910). Santo Tomás Moro decía: “sería medio cristiano si estuviera dispuesto a hacer pactos con el error, aun no abrazándolo totalmente, y cuando no me atrevo a decir íntegramente toda la verdad, sino solo medias verdades”.
Primera distinción: Sede y sedente
La primera distinción galicana fue aquella entre la Sede de Roma y el Romano Pontífice, que se sienta en ella. Los galicanos, más tarde, añadieron que es necesario adherirse a la fe de la Santa Sede Apostólica, pero no es necesario adherirse a la fe definida por el Romano Pontífice, ya que la fe de la Iglesia de Roma es diferente de la fe enseñada por un Pontífice de Roma particular. Finalmente, concluyeron que, para adherirse a las definiciones del Papa, es necesario que hayan sido realizadas necesariamente con la adhesión de la Iglesia universal o reunida en Concilio ecuménico o dispersa en las diferentes diócesis de todo el mundo.
Confutación
Los derechos de cada sede, tanto civil como eclesiástica, están vinculados a la persona que la ocupa. La persona es “un sujeto racional y libre” (S. Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 29, a. 1 y 2). Por tanto, de la racionalidad y de la libertad de la persona proceden los actos razonablemente libres y a ella son imputados los actos moralmente buenos o malos[vi]. Pues bien, la sede no es una persona humana capaz de derechos y de deberes, y sin una persona a su cabeza, la sede está vacante[vii]. Pero los derechos del Papa vienen directamente de Cristo. Por tanto, con mayor razón no se puede distinguir la Prima Sede de aquel que la ocupa y, por ello, es el Papa y no la Sede el que tiene el Primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal, la cual le da el derecho de enseñar infaliblemente (en ciertas condiciones determinadas) y de gobernarla (con poder legislativo, judicial y coercitivo) tanto para mantener la unidad de fe como de caridad. Por tanto, todos los fieles, los sacerdotes y los Obispos (que son la Iglesia militante visible y jerárquica) deben estar de acuerdo con la fe enseñada y definida por el Papa reinante. La tarea y la naturaleza del Primado pontificio no puede subsistir fuera de la persona (Pedro/Papa) a quien ella ha sido dada por Cristo (De vi ac ratione…, cap. XIV, n. 25).
Segunda distinción: el Papa particular y la serie completa de Papas
La segunda distinción galicana es entre el Romano Pontífice particular y toda la cadena de los Papas. En efecto, según los galicanos, el Papa, tomado individualmente, no goza de la asistencia infalible de Dios ni siquiera cuando enseña como Pastor de la Iglesia universal, en materia de fe y moral, y define y obliga a creer, como definió más tarde el Concilio Vaticano I (sess. III, cap. 3, DB, 1792; sess. IV, cap. 4, DB, 1832-1839). El motivo aducido por los galicanos es que, como un Papa particular puede equivocarse incluso cuando define dogmáticamente y obliga a creer, su error debe ser corregido por el Concilio o por el Episcopado disperso en las diócesis del mundo entero y solo así la fe de Pedro, no faltando en la serie ininterrumpida de sus sucesores, permanece intacta.
Confutación
Con estas distinciones, los galicanos vacían la fuerza del Primado del Papa, haciéndolo no apto para mantener la unidad de la Iglesia y, al mismo tiempo, hacen vacuo e inútil el don hecho por Cristo a Pedro y a sus sucesores para mantener la unidad de la Iglesia, como si las acciones de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, pudieran ser deficientes, quod repugnat. En efecto, si el Papa particular no puede enseñar infaliblemente sin el consenso de la Iglesia o del Concilio, no puede ni siquiera pretender obediencia (unidad de comunión o de caridad), sumisión y adhesión a los dogmas definidos por él (unidad de fe). Por tanto, no es el Papa el que mantiene la unidad de la Iglesia, sino que es la misma Iglesia la que la hace subsistir, lo cual es una tautología[viii].
Se entiende que los galicanos, atribuyendo la infalibilidad no al Papa (en las citadas cuatro condiciones), sino a la serie universal o total de los Romanos Pontífices – la cual no puede subsistir simultáneamente, sino solo durante el curso de toda la historia de la Iglesia – destruyen la autoridad del Papado anulando la eficacia de la enseñanza y del gobierno del Papa particular. En efecto, negar la infalibilidad del Papa particular y concederla a toda la serie de los Romanos Pontífices significa no solo limitar la infalibilidad papal, sino negarla prácticamente, porque, como enseña la sana filosofía, “actiones sunt suppositorum / las acciones son realizadas por los sujetos particulares”y no por una serie indeterminada en el tiempo de ellos, o sea, por una entidad abstracta. Por ejemplo, no es la escuela (o todos los maestros que han enseñado, enseñan y enseñarán en ella desde el primer día hasta el último) la que instruye a los estudiantes, sino que es el maestro el que instruye en acto; no es el hospital (o toda la serie de cirujanos) la que opera a los pacientes, sino el cirujano que trabaja en ella en acto; no es el tribunal (o todos los jueces) el que juzga a los acusados, sino el juez que sentencia en acto; así, no es la Iglesia (o toda la serie de los Papas desde San Pedro hasta el último Papa de la historia) la que mantiene su unidad, sino su Cabeza, que es el Papa, Vicarius Christi en acto, durante el periodo de su Pontificado. Una vez admitida la licitud de dudar habitualmente, por principio y normalmente (no accidentalmente, excepcionalmente y en situaciones anormales[ix]) de la enseñanza de los Papas particulares, lógicamente es obligatorio dudar – por principio, habitual y normalmente – de toda enseñanza de todos los Papas tomados individualmente durante el periodo de su Pontificado (y así de todo maestro, cirujano, juez…). Como se ve, esta doctrina galicana, además de ser irreal, decreta la destrucción (voluntariamente práctica y no teórica con el fin de no ser expulsados de la Iglesia y para arruinarla, si fieri potest, desde su interior) de la infalibilidad pontificia para relegarla irrealistamente al fin del mundo cuando la serie universal de todos los Papas se cumpla. La infalibilidad pontificia para los galicanos es solo verbal, nominal y lógica y no real; su error es una especie de nominalismo[x] aplicado a la infalibilidad y, en efecto, uno de sus líderes es Guillermo de Occam, el padre del nominalismo. Por poner un ejemplo, cuando Pío XII definió el dogma de la Asunción (1 de noviembre de 1950), los fieles no podían saber si los Papas sucesivos la habrían considerado verdadera o falsa y, por tanto, no podían adherirse a dicha definición; así sucede con el dogma de la Inmaculada Concepción (Pío IX, 8 de diciembre de 1864) y con todas las definiciones papales.
Tercera distinción: el Papa es infalible solo con el consenso de la Iglesia
La tercera distinción galicana es la condición de hacer depender la infalibilidad de la definición de un Papa del consenso de la Iglesia. Ahora bien, esto significa invertir los papeles, haciendo sujeto del poder de magisterio infalible (en las cuatro condiciones citadas) y de gobierno (legislativo, judicial y coercitivo) a quien es su objeto (fieles, sacerdotes y Obispos). La Cabeza, el fundamento y el centro de la Iglesia es Pedro, es decir, el Papa según la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio[xi] y no al revés, mientras que la Iglesia, según los galicanos, sería la “Cabeza… del Cuerpo de la Iglesia”. En cambio, está revelado divinamente que “Cristo es la Cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia” (Col., I, 18) y, por tanto, el Papa, que es el Vicario visible en la tierra de Cristo ascendido al Cielo, es la Cabeza visible y secundaria a Cristo del Cuerpo místico. Es evidente el irrealismo y la contradictio in terminis de la malsana teoría galicana.
Confutación
Si fuera así, el Primado de jurisdicción dado por Cristo a Pedro y a sus sucesores (los Papas) no sería suficiente por sí mismo para conservar la unidad de fe y de comunión de la Iglesia. En efecto, necesitaría el consenso de los fieles, de los sacerdotes y del Episcopado, los cuales fácilmente lo podrían eludir negando su consenso. Pues bien, esto equivale a decir que Cristo dio, con mucha solemnidad (cfr. Mt., XVI, 18) un poder ineficaz y (etimológicamente) “deficiente” (absit!) a Pedro y a sus sucesores; lo cual repugna, dada la naturaleza divina de Cristo, que, siendo el Ser perfectísimo, no puede actuar de manera imperfecta (“agere sequitur esse”). Pero, como Jesús dio el Primado a Pedro y a sus sucesores para mantener intacta la unidad de la Iglesia “cada día hasta el fin del mundo” (Mt., XXVIII, 20), tanto enseñando y definiendo como gobernando y coerciendo, esto significa que Pedro – y el Papa como sucesor suyo – ha recibido de Cristo una autoridad de jurisdicción “plena, suprema, universal, inmediata o directa y ordinaria” (Concilio Vaticano I, DB, 1831), no sujeta a ninguna otra autoridad humana, sino solo a Dios, del cual hace las veces y cuyo Depósito de la fe y de las costumbres debe transmitir como le ha sido entregado. Este es el límite que el Papa no puede superar. No puede cambiar la fe y la moral divina, sino que la debe custodiar inalterada y transmitirla incorrupta hasta el fin de los tiempos (De vi ac ratione…, cap. XIV, n. 26). Por este motivo, el papa Bergoglio (v. Exhortación Amoris laetitia, 19 de marzo de 2016) no puede negar prácticamente el valor del 6º y 9º Mandamiento de Dios, redimensionar la naturaleza del Matrimonio instituido por Cristo como Sacramento indisoluble y querer hacer conceder la absolución a los pecadores no arrepentidos, lesionando el Sacramento de la Penitencia, que es de Institución divina. Al mismo tiempo, ninguna autoridad humana es superior al Papa, por lo que se le debe hacer presente su grave abuso de poder, mortalmente pecaminoso, y rogar a Dios que lo convierta o que lo quite de esta tierra. S. Tomás de Aquino enseña: “el mal prelado puede ser corregido por el inferior que recurre al superior denunciándolo, y si no tiene un superior [como en le caso del Papa], recurra a Dios para que lo corrija o lo quite de la faz de la tierra” (IV Sent., dist. 19, q. 2, a. 2, qcl. 3 ad 2). Sin embargo, no se puede juzgar al Papa y deponerlo del Papado: “Prima Sedes a nemine juidicatur”. El Concilio Vaticano I (IV sesión, 18 de julio de 1870, Constitución dogmática Pastor aeternus) definió dogmáticamente el principio de la no judicabilidad del Papa por ninguna autoridad humana ni eclesiástica[xii]. El CIC de 1917, en el canon 1556, retomando la definición dogmática del Vaticano I, estableció el principio: “Prima Sedes a nemine judicatur”, retomado tal cual también por el CIC de 1983, canon 1404.
Cuarta distinción: el Papa es superior al Obispo particular, pero no al Episcopado
La cuarta distinción galicana afirma que el Papa es superior solo a los Obispos considerados individualmente (en sentido distributivo), pero no lo es si los Obispos son considerados juntos tanto reunidos en Concilio ecuménico como en sus diócesis esparcidas en el mundo entero (en sentido colectivo); en este último caso, los Obispos serían superiores al Papa, tendrían una auténtica jurisdicción sobre él y los decretos del Concilio serían válidos incluso sin la aprobación del Papa (De Potestate ecclesiastica summorum Pontificum et Conciliorum generalium, cap. IV, § 3)[xiii].
Confutación
La autoridad del Papa, debiendo mantener en toda la Iglesia la unidad de fe y de gobierno, debe ser provista necesariamente del poder de obligar a todos a la adhesión de fe y a la obediencia de comunión, sin excluir a nadie tanto en sentido colectivo (todo el Episcopado esparcido en las diócesis del universo mundo o reunido en Concilio ecuménico) como en sentido distributivo (cada Obispo tomado individualmente en su diócesis), de otro modo, el Primado no tendría razón de ser, y Dios no actúa en vano.
Conclusión
El galicanismo, como el conciliarismo, del que deriva, es un error eclesiológico, según el cual el Concilio ecuménico es siempre superior al Papa. La teoría conciliarista menos radical difundió la opinión según la cual en algunos casos (por ejemplo la herejía) el Papa podría estar sometido al juicio de sus súbditos. Dos doctores alemanes de la Universidad de París redujeron a sistema la doctrina conciliarista a comienzos del Gran Cisma: Conrado de Gelnhausen y Enrique de Langestein. El primero publicó en 1380 la Epistola concordiae, en la que atribuye a los Obispos convocados en Concilio el supremo poder sobre la Iglesia; el otro, en 1379, publicó la Epistola pacis, en la que pone dicho origen en los fieles. El cardenal Pierre D’Ailly († 1420), un occamista convencido que tuvo un papel importante en el Concilio de Constanza, consideraba que la Iglesia está fundada sobre Cristo y no sobre Pedro y, por ello, que el Papa no es esencial para la Iglesia. Por tanto, la jurisdicción deriva a los Obispos directamente de Cristo y no por medio del Papa y, por ello, los Obispos unidos en Concilio ecuménico son la máxima autoridad de la Iglesia. El Papa ejercita el poder en la Iglesia solo como simple ministro suyo y, como puede caer en herejía formal y notoria, puede ser depuesto por el Concilio o por el Episcopado esparcido en el mundo. Solo la Iglesia universal o los Obispos unidos en Concilio ecuménico son infalibles y “en el caso de que incluso todo el clero cayese en el error, habrá siempre alguna alma simple y algún laico piadoso que sabrá custodiar el depósito de la divina Revelación” (A. Piolanti, voz Conciliarismo, en Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano, 1949, vol. III, col. 165). Ahora bien, la recta doctrina enseña que sin Papa no hay Iglesia. En efecto, la autoridad es la esencia de la sociedad temporal y espiritual y, por tanto, también de la Iglesia, que es una sociedad perfecta de orden espiritual, en la que el Papa no es accidental, sino esencial y necesario para su subsistencia. Sin un Papa que reine en acto no subsiste el Cuerpo Místico de Cristo, el cual sería similar a un cuerpo sin cabeza, forma o alma, o sea, estaría muerto. La autoridad es el principio de unidad y de ser de la sociedad, la cual no sería ya una ni existiría (“ens et unum convertuntur”) sin autoridad. Por tanto, el Papa no es accidental, sino esencial para la subsistencia de la Iglesia (cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa c. Gent., lib. IV, c. 76). Sin un Papa que reine en acto no subsiste el Cuerpo Místico. La unidad es la primera nota esencial de la Iglesia y está concentrada en la única Cabeza visible de la Iglesia, el Romano Pontífice, al cual se remonta el principio de la sucesión apostólica (o apostolicidad formal)[xiv]. La unidad de la jerarquía católica consiste en la unión con el sucesor de Pedro. Unidad significa que la Iglesia es indivisa en sí misma (si estuviera dividida en sí misma estaría muerta como cuando el alma deja el cuerpo y el hombre se divide, descompone y muere) y que es distinta de toda otra “pequeña iglesia”. Ahora bien, sin Papa (como sin alma, que es principio de vida, ser y unidad intrínseca), la Iglesia (y el hombre, por analogía) está muerta, pero la Iglesia perdurará hasta el fin del mundo, no terminará ni siquiera un instante antes. Santo Tomás de Aquino resume admirablemente: “La firmeza o unidad (firmitas) de la Iglesia es análoga a la de una casa que se dice que es sólida si tiene un buen fundamento. Pues bien, el fundamento principal de la Iglesia es Cristo, mientras que el fundamento secundario son los Apóstoles (con Pedro a la cabeza). Por esto se dice que la Iglesia es apostólica” (Exp. in Symbol., a. 9). Quita al Papa y se cae la Iglesia. “Ubi Petrus ibi Ecclesia”. El principio especulativo del que parte el conciliarismo es aquel según el cual “el papa puede errar personalmente, la Iglesia o el Concilio no” (H. Jedin, Breve Storia dei Concili, Brescia, Morcelliana, 1978, p. 97). La firmitas Ecclesiae no puede residir en la infirmitas Petri, sino solo en la soliditas Concilii. El vínculo de Cristo con la Iglesia o el cuerpo episcopal es indisoluble, con el Papa no (H. Jedin, ibidem, p. 104). Por tanto, incluso el Papa debe obediencia al cuerpo de los Obispos esparcidos en el mundo y a su reunión en Concilio. “El Concilio ecuménico reunido representa a la entera Iglesia, su poder le viene inmediatamente de Cristo” (H. Jedin, ivi). Juan Gerson († 1429), aunque piadoso personalmente, fue doctrinalmente discípulo de Pierre D’Ailly y fue más allá que su maestro en el error eclesiológico conciliarista y lo sostuvo decididamente en el Concilio de Constanza (1414-1418). En efecto, mientras que D’Ailly enseñaba que la jerarquía eclesiástica está fundada sobre los Obispos reunidos en Concilio (aristocracia episcopal), Gerson fundó primero la Iglesia sobre los párrocos y después sobre los simples fieles (democracia eclesial temperada), y estos últimos transmiten el poder a los párrocos y a los Obispos. Por tanto, no solo el Concilio, sino también los fieles pueden juzgar al Papa y deponerlo. Como Gerson era un hombre de gran piedad personal, dichos errores, garantizados por su persona, tuvieron mayor éxito y provocaron daños mayores, llevando a la herejía de Hus († 1415) y finalmente al luteranismo, “para refugiarse después del Concilio de Trento entre los católicos franceses, que, en nombre de las libertades galicanas, hostigaron durante siglos el libre ejercicio de la autoridad pontificia. Desgraciadamente, en 1682, mons. Benigno Bossuet († 1704) redactó los 4 artículos de la Declaración del clero galicano, la cual sancionaba 1º) la separación del poder temporal del espiritual; 2º) la superioridad del Concilio ecuménico sobre el Papa; 3º) la independencia de la Iglesia francesa del Papa; 4º) la necesidad del consenso de la Iglesia para las definiciones del Papa para que tengan valor vinculante. La Iglesia los condenó (DB 1322 y 1598). Dicho error se dejó oír aún durante el Vaticano I, que lo condenó solemnemente (DB 1830)” (A. Piolanti, ivi, coll. 165-166)[xv]. Existen épocas en las que la Iglesia no puede explicitar toda su doctrina para evitar males mayores, han existido siempre (Concilio de Constanza, de Basilea y Vaticano II) y podrán siempre existir hasta que acabe el mundo. Muy a menudo lo mejor es enemigo de lo bueno; en ciertas contingencias es necesario tomar constancia de los hechos como se presentan realmente y no como los querríamos nosotros. El ideal no es real. Lo mejor sería estar siempre en el clima del Vaticano I, pero algunas veces se está en el clima de Constanza, de Basilea o del Vaticano II. “Hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para llorar y otro para reír, uno para callar y otro para hablar, uno para hacer la guerra y otro para la paz”. Sin embargo, es bueno recordar que la Iglesia es indefectible por Voluntad divina, o sea, durará hasta el fin del mundo, conservando sustancialmente inviolado el Depósito que le fue transmitido por Cristo en sus definiciones dogmáticas. La Iglesia es la continuadora de la obra de Cristo tras su Ascensión (Rom., XII, 4-6; I Cor., XII, 12-27; Ef., IV, 4). Por tanto, debe durar hasta que viva en esta tierra una sola alma que salvar. Jesús lo prometió solemnemente: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Jn., XX, 21; Mt., XX, 28; XXVIII, 18) y “Las Puertas del Infierno no prevalecerán contra Mi Iglesia” (Mt., XVI, 19). S. Ambrosio, comentando estas palabras de Jesús, glosa: “La Iglesia es semejante a una nave que es continuamente zarandeada por las tempestades y por las olas y es invadida por el agua por todas partes, pero no podrá nunca naufragar, porque su palo mayor es la Cruz de Cristo, su timonel es Dios Padre y el vigilante de su proa el Espíritu Santo, sus remadores Pedro y los Apóstoles y sus sucesores: el Papa y los Obispos” (Liber de Salomone, cap. IV). Por tanto, se puede decir perfectamente: “Stat Ecclesia dum volvitur orbis / mientras que el mundo pasa, la Iglesia permanece”. El Concilio Vaticano I (DB 1794) nos asegura, dogmática e infaliblemente, que la fe que profesamos se apoya en un fundamento segurísimo: la invicta estabilidad de la Esposa de Cristo incluso en medio de las persecuciones más crueles. Pues bien, la estabilidad y el fundamento de la Iglesia, por divina voluntad, son Pedro y los Papas como sucesores suyos como Vicarios de Cristo. Por tanto, el Papado no podrá faltar nunca, sino solo atravesar borrascas como la nave de la Iglesia. San Beda el Venerable nos recuerda: “En este pasaje del Evangelio de Marcos (VI, 47-56) está escrito justamente que la Nave (o sea, la Iglesia) se encontraba en mitad del mar, mientras que Jesús estaba solo en tierra firme: ya que la Iglesia no solo es atormentada y oprimida por muchas persecuciones del mundo, sino que tal vez está también ensuciada y contaminada de modo que, si fuera posible, su Redentor, en estas circunstancias, parecería haberla abandonado completamente” (In Marcum, cap. VI, lib. II, cap. XXVIII, tomo 4), en esta hora de agonía del ambiente eclesial, al que seguirá irremediablemente su resurrección gloriosa y triunfante (como sucedió tras la Pasión y Muerte de Jesús, cuya continuación en la historia es la Iglesia: cfr. Rom., XII, 4-6; I Cor., XII, 12-27; Ef., IV, 4).
Conclusión final
Es necesario 1º) mantener la doctrina enseñada siempre por la Iglesia y 2º) evitar los errores a) por defecto (conciliarismo/galicanismo), que disminuyen la autoridad del Primado papal; b) por exceso, que consideran al Papa siempre infalible aun cuando renuncia a la asistencia infalible del Espíritu Santo, no definiendo dogmáticamente y no obligando a creer para la salvación del alma (como sucedió en el Concilio Vaticano II). Especialmente hoy es necesario seguir haciendo lo que la Iglesia ha hecho siempre (S. Vicente de Lerins, Commonitorium, III, 15), evitando de dar bandazos “a derecha” o “a izquierda” (“derecha” e “izquierda” son tomadas aquí no en su significado político, sino teológico, según el cual la derecha es la parte de los elegidos y la izquierda la parte de los réprobos) y manteniendo el término medio de altura y no de mediocridad entre los dos errores opuestos, como una cima que se eleva entre dos precipicios que la circundan, para no precipitarse en el vacío ni a la “derecha” ni a la “izquierda”, con el mismo resultado: la muerte temporal y eterna (R. Garrigou-Lagrange). Es necesario saber esperar con fe y confianza la resurrección de la Iglesia como la Virgen el Sábado Santo esperó la de Cristo. Dada la magnitud y la intensidad de la corrupción doctrinal y de la depravación moral que ha invadido todo lugar e incluso el Santuario, en estos momentos, solo una intervención de la Omnipotencia misericordiosa y justa de Dios podrá volver a poner las cosas en su sitio. Solo podemos orar y hacer penitencia, enseñar la sana doctrina y la recta moral, administrar y recibir los Sacramentos, sin caer en la ilusión de poder volver a poner nosotros en pie un mundo que se ha vuelto peor que Sodoma y Gomorra. No es trabajo que pueda realizar la naturaleza humana, sino que exige la intervención de Dios. Exsurge Domine!
Anacletus
[i] De Potestate ecclesiastica summorum Pontificum et Conciliorum generalium (Verona, 1765); De vi ac ratione primatus Romanorum Pontificum (Verona, 1766).
[ii] Cfr. T. Facchini, Il Papato principio di unità e Pietro Ballerini di Verona, Padova, Il Messaggero di S. Antonio, 1950, cap. IV, pp. 67-89.
[iii] Así enseñan los grandes comentaristas de Santo Tomás de Aquino (S. Th., II-II, q. 1, a. 10): Cayetano (De comparatione auctoritatis Papae et Concilii…, Roma, Pollet, 1936, cc. 18-19), Báñez (In Iiam-Iiae, q. 1, a. 10), Billuart (De Incarnatione, dissert. IX, a. II, § 2, obiect. 2) y el padre Garrigou-Lagrange (De Christo Salvatore, Torino, Marietti, 1946, p. 232).
[iv] Los galicanos, como más tarde los jansenistas, afirmaban que las definiciones del Papa no obligan a la adhesión interna, sino solo al silencio externo. La Iglesia los descubrió y condenó acabando con ellos en el Concilio Vaticano I. Desgraciadamente, la misma “táctica” fue retomada por el modernismo con éxito. En efecto, aun habiendo sido condenado por S. Pío X (Encíclica Pascendi, 1907; Motu Proprio Sacrorum Antistitum, 1910) y por Pío XII (Encíclia Humani generis, 1950), tras la muerte del papa Pacelli, invadió la jerarquía eclesiástica hasta ocupar su vértice y expandir sus errores por todas partes.
[v] Cfr. Mons. Antonio de Castro Mayer, Come si prepara una rivoluzione. Il Giansenismo e la terza forza, (1952), tr. it., en “Cristianità”, n. 1., septiembre-octubre de 1973, y n. 2, noviembre-diciembre de 1973.
[vi] Cfr. G. Gonnella, La persona nella filosofia del diritto, Milano, 1938; F. Carnelutti, La persona umana e il delitto, Roma, 1945.
[vii] Por ejemplo, un tribunal sin un juez no puede juzgar, un hospital sin un médico cirujano no puede operar quirúrgicamente, una escuela sin un maestro no puede enseñar a los alumnos; así, la Iglesia sin el Papa, que es su Cabeza, no puede enseñar, gobernar y santificar mediante el Magisterium, el Imperium y el Sacerdotium. Mientras el tribunal, el hospital, la escuela y la Iglesia permanecen sin su cabeza, ellos son “sedes vacantes” y no pueden hacer nada sino esperar la llegada de una nueva persona que ocupe legítimamente la sede.
[viii] Una proposición en la que se repite lo mismo (del griego tautó = lo mismo y légein = que dice). Por ejemplo: “la Iglesia mantiene la unidad de la Iglesia”, o sea, el predicado (la unidad de la Iglesia) repite el concepto contenido ya en el sujeto (la Iglesia). En resumen, la Iglesia es una porque… es una.
[ix] Cfr. A. X. da Silveira, Qual è l’autorità dottrinale dei documenti pontifici e conciliari?, “Cristianità”, n. 9, 1975; Id., È lecita la resistenza a decisioni dell’Autorità ecclesiastica?, “Cristianità”, n. 19, 1975; Id., Può esservi l’errore nei documenti del Magisterio ecclesiastico?, “Crsitianità”, n. 13, 1975. Solo excepcionalmente puede haber errores en documentos del Magisterio no dogmáticamente definitorio y obligante; normalmente, incluso el Magisterio simplemente auténtico y no de por sí infalible no contiene errores y debe seguirse. Ahora bien, el cardenal J. Ratzinger dijo: “El Concilio Vaticano II se impuso no definir ningún dogma, sino que eligió deliberadamente permanecer a un nivel modesto, como simple Concilio puramente pastoral” (Discurso a la Conferencia Episcopal Chilena, Santiago de Chile, 13 de julio de 1988, en “Il Sabato”, n. 31, 30 de julio-5 de agosto de 1988). Por tanto, el Vaticano II no es infalible y, por tanto, por definición, en él pueden encontrarse errores. No es exagerado afirmar, por ello, que la época del Concilio Vaticano II y del post-concilio es una de las más excepcionales y oscuras de la historia de la Iglesia.
[x] Error filosófico según el cual la razón humana no conoce la realidad, sino solo los nombres con los que se expresa, y que no corresponden verdaderamente a ella.
[xi] Que es el intérprete oficial de dos lugares de la Revelación divina, o sea, la Sagrada Escritura y la Tradición divino-apostólica. Cfr. M. Cano, De locis theologicis, Roma, T. Cucchi, 1900; Concilio Vaticano I, sess. IV, cap. 4, DB, 1832; Pío XII, Encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950.
[xii] “Enseñamos y declaramos que, según el derecho divino del Primado papal, el Romano Pontífice es el juez supremo de los fieles […] En cambio, el juicio de la Sede Apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor, no puede volverse a discutir por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de su juicio. Por ello, se salen fuera de la recta senda de la verdad los que afirman que es lícito apelar de los juicios de los Romanos Pontífices al Concilio Ecuménico, como a autoridad superior a la del Romano Pontífice” (DS 3063-3064).
[xiii] El Conclio Vaticano II (Lumen gentium n. 22) retoma y mantiene el equívoco según el cual el Papa tiene el Primado de jurisdicción, pero lo comparte con el Cuerpo de los Obispos. La Lumen gentium atribuye al Cuerpo de los Obispos, del cual entra a hacer parte el obispo particular con la sola consagración episcopal, un poder y una responsabilidad estable sobre la Iglesia entera y no solo sobre su propia diócesis particular; por ello fue considerada por varios Cardinales y Obispos una doctrina “que producía un detrimento al poder primacial del Papa” (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia-Roma, Morcelliana-Herder, 1978, p. 240). Esta doctrina de un doble sujeto del supremo y total poder de magisterio e imperio en la Iglesia (y, por tanto, de una doble Cabeza de la Iglesia) había sido condenada ya por el papa Clemente VI (29 de septiembre de 1325) en la Carta Super quibusdam ad Mekhithar, patriarca de los Armenos (DS 1050-1065, De primatu Romanae Sedis). El Episcopado en Lumen gentium n. 22 es convertido prácticamente, si no en idéntico (de la misma naturaleza, por ejemplo, Antonio y Marco son idénticos en cuanto a su naturaleza humana), al menos en similar (de la misma cualidad, por ejemplo, Antonio y Juan son similares en cuanto al accidente cualidad de ser ingenieros o médicos o sacerdotes) al Papa, que ve su Primado monárquico aguado por la doctrina del Episcopado colegial. El Papa es similar al Obispo en cuanto al poder de Orden sagrado: ambos son Obispos, pero en cuanto al poder de Jurisdicción, el Papa lo recibe directamente de Dios y después lo comunica a los Obispos. Por tanto, en Lumen gentium hay una especie de doble cabeza estable y permanente de la Iglesia: el Papa y el Papa con el Episcopado establemente. Ciertamente no es la herejía galicana y conciliarista, pero es un derivado más matizado y menos radical suyo y, por esto, más peligroso.
[xiv] “Pedro es la ‘piedra’ que confiere firmeza, [compactibilidad y unidad] a la Iglesia” (A. Lang, Compendio di Apologetica, Torino, Marietti, 1960, p. 310). Ahora bien, sin unidad no hay ser (ens et unum convertuntur). Por tanto, la Iglesia, sin Papa, cesaría de existir (sine Petro, nulla Ecclesia). Quod repugnat. En efecto, es de fe católica definida que la Iglesia deberá durar hasta el fin del mundo, por lo que no es posible que falten junto al Papa, el Episcopado poseedor de jurisdicción y un colegio cardenalicio capaz de suplir al Papa difunto durante la normal “sede vacante” (una especie de colegio “vicario” del “Vicario de Cristo”), gobernando con autoridad y manteniendo así la unidad y la existencia de la Iglesia, a la espera de la elección de un nuevo Papa. En tal caso, los cardenales mantienen en vida a la Iglesia ya que sirven de autoridad o principio de vida de la misma (son “vicarios” del “Vicario” muerto).
[xv] Cfr. V. Martin, Comment s’est formée la doctrine de la supériorité du Concile sur le Pape, en “Revue des sciences religieuses”, n. 17, 1937, pp. 121-143, 261-289, 405-426; Rodolfo Dell’Osta, Teodoro de Lellis: un teologo del potere papale e i suoi rapporti col cardinalato nel secolo XV, Belluno, 1948.
(Traducido por Marianus el eremita)