El misterio de Israel. Una comparación entre la Revelación y Nostra aetate

I – La Divina Revelación

San Pablo – Epístola a los Romanos

San Pablo, en la Epístola a los Romanos (I, 6) escribe: “El Evangelio es una fuerza de Dios para la salvación del que cree: primero para el Judío y después para el Gentil”.

Santo Tomás de Aquino, en su Expositio in Epistolam ad Romanos (cap I, lección VI, n. 101), comenta: “Es necesario considerar para quién es salvación el Evangelio. En verdad, no es solo de los Judíos, sino también de los Gentiles: “En primer lugar del Judío y también del Gentil”. Pues bien, “en primer lugar al Judío” se refiere en cuanto al orden cronológico de la salvación: los Judíos son los primeros porque, coronológicamente, a ellos les fueron dirigidas en primer lugar las promesas, después a los Paganos. Por tanto, “en primer lugar al Judío” no se refiere ontológicamente en cuanto a la obtención – durante el tiempo – de la salvación, para la cual no existe distinción ni prioridad de valor intrínseco entre Judíos y Gentiles. En efecto, ambos consiguen una misma retribución”. Y por este motivo, Jesús envía a sus Apóstoles a predicar, en el tiempo, primero a los Judíos y después a los Gentiles, mientras que Él mismo predicó solo a los Judíos y solamente en ciertas situaciones excepcionales a algún Pagano.

En efecto, la mayor parte del pueblo judío rechazó a Jesús y rompió el Antiguo Pacto establecido con Dios, que estaba totalmente orientado a la Nueva y Eterna Alianza; mientras que muchos Paganos se convirtieron al Evangelio y entraron en la Iglesia de Cristo y del Nuevo Pacto, que perfeccionó y sustituyó al Antiguo.

Además, en la Epístola a los Romanos se demuestra también que 1º) Dios permaneció fiel a Sus promesas hechas a Abrahán de ser padre de un pueblo partícipe de la salvación espiritual mesiánica (Rom., IX, 29); y 2º) al mismo tiempo, fue justo al reprobar el Judaísmo, que no ha querido creer en Jesús y Lo ha rechazado como Mesías (Rom., IX, 30-33 – X, 1- 21).

En efecto, los Judíos habían sido elegidos por Dios cuando Él llamó a Abrahán y estableció un Pacto con él, para que fuera Su pueblo primogénito (Éxodo, IV, 22; Deut., XIV, 1) para que mantuviera pura la fe monoteísta, en medio de un mundo caído en la idolatría politeísta.

Sin embargo, esta adopción espiritual de Israel en la Antigua Alianza era imperfecta y era una sombra y una figura de la adopción que en la Nueva Alianza Dios comunicaría, por medio de la gracia santificante, a todas las almas de los hombres de todos los pueblos (Judíos y Gentiles) que creyeran en el Mesías Jesús y observaran sus Mandamientos.

Por tanto, los Judíos tienen una cierta nobleza de descendencia de los Patriarcas (Abrahán, Isaac y Jacob), los cuales Patriarcas fueron amados sumamente por Dios porque correspondieron a Su llamada. Sin embargo, los Judíos de los tiempos de Jesús no solo no correspondieron al don de Dios y renegaron de sus mismos Patriarcas, los cuales esperaban al Mesías que debía venir, sino que además Lo crucificaron. Aquí está la ruptura de Nostra aetate (NA a partir de ahora) con la Revelación divina, como explicaremos detalladamente después.

El don de ser el pueblo de la promesa o el “verdadero Israel” tras la crucifixión de Jesús fue concedido a todos los hombres (Judíos o Gentiles) que aceptaran, con fe vivificada por la caridad sobrenatural, al Mesías sufriente y espiritual: Jesús de Nazaret.

Por tanto, para heredar las promesas hechas a Abrahán, no basta tener en las venas su sangre (no es una cuestión de raza), sino que es necesario tener en el alma su fe (es una cuestión espiritual y sobrenatural) vivificada por la caridad.

Dios reprobó a los Judíos incrédulos y contrarios a Jesús para quedarse consigo a todos los hombres (Judíos y Paganos) fieles a Cristo. Por tanto, la promesa o el Pacto establecido con Abrahán no fue dirigido a toda su posteridad carnal o racial, sino solo a los hijos espirituales de Abrahán, que creían en el Mesías sufriente y venturo (prenunciado por los Profetas). Por tanto, si bien Dios rechazó a los Judíos incrédulos, no rompió el Pacto estipulado con Abrahán y mantuvo la fidelidad a Su Promesa hecha a los hijos espirituales de Abrahán: los Cristianos, ya sean de origen étnico judío o pagano (Rom., IX, 10).

Los Cristianos, o sea, aquellos que correspondieron al don de Dios, fueron llamados gratuita y eficazmente por la misericordia divina, ya sea a partir del pueblo de los Judíos, ya sea del de los Gentiles, aunque estos últimos, sin embargo, respondieron en mayor número que los Judíos abrazando el Cristianismo (Rom., IX, 24).

Dios no quiso destruir totalmente al pueblo con el que había establecido la Antigua Alianza, sino que salvó a un “pequeño resto” en tiempos de Jesús. En efecto, en tiempos del Mesías, la gran mayoría del pueblo de Israel renegó de Él y solo un “pequeño número” se convirtió al Cristianismo. Sin embargo, este “pequeño resto” es llamado “simiente”, ya que antes del fin del mundo nacerá de él una mies futura cuando (moral y no matemáticamente) todo Israel se convertirá a Cristo (Rom., XI, 1).

Además, si bien la ley era una figura de Cristo, ella cesó con la Venida de Jesús; en este sentido, el Mesías es también el fin o el término de la ley y de la Antigua Alianza. Él es el cumplimiento y la perfección de la ley, que estableció una Nueva y Eterna Alianza, la cual remplazó y completó la Antigua (Rom., X, 4).

Después de la muerte de Cristo, los Judíos ya no pueden salvarse sino por medio de Cristo. Tras la muerte de Cristo, la ley antigua dejó de preparar a los hombres para el Mesías, ya que ya había venido; por tanto, ella perdió todo su valor. Por tanto, afirmar que los Judíos se salvan sin Cristo y solo por medio de la observancia exterior de la ley es falso y pone a los Judíos en un estado de privación del auxilio de Dios, sin el cual no pueden hacer nada sobrenaturalmente meritorio y salvífico (Rom., X, 5). Predicar esta falsa teoría – contenida virtualmente en Nostra aetate y explicitada por Juan Pablo II – significa no practicar la verdadera caridad hacia el pueblo judío, al cual debe decirse la verdad que Jesús vino a revelarnos.

Finalmente, San Pablo cita algunos pasajes del Antiguo Testamento (Deut., XXII, 21) de los cuales resulta evidente que había sido predicho desde tiempos de Moisés que los Gentiles, aun estando religiosamente menos preparados que los Judíos, por no haber recibido la Revelación en la Antigua Alianza, se convertirían a Cristo. De ello se sigue que los Judíos no son excusados por su incredulidad, la cual es voluntaria y culpable. En efecto, si un pueblo que ignoraba la Antigua Revelación comprendió la Nueva Revelación del Evangelio, ¿cómo es que Israel no la comprendió? No por ignorancia invencible, sino por mala voluntad.

El Señor predice que, despreciado por los Israelitas, se volverá a todas las Gentes, que Le escucharán y se convertirán, provocando por ello una cierta “envidia” o emulación hacia los Gentiles en los Judíos incrédulos (salvo el “pequeño resto” fiel) por haber sido remplazados por los Paganos en la Nueva y Eterna Alianza.

Todo ello se cumplió con el Deicidio, cuando se rasgó el velo del Sancta Sanctorum del Templo de Jerusalén, para significar que Dios había roto el Antiguo Pacto con los Judíos incrédulos y lo establecería con todos los hombres, tanto Judíos como Paganos, con tal que tuvieran la fe en Cristo.

San Pablo concluye el capítulo X de la Epístola a los Romanos (v. 20) con una cita de Isaías (LV, 1): “Me encontraron los que no me buscaban. Me he mostrado a los que no preguntaban por Mí” (o sea, los Paganos, que estaban inmersos en las tinieblas del politeísmo idólatra), por medio de la predicación de los Apóstoles, perseguidos por los Judíos incrédulos, encontraron a Dios: por tanto, con mayor razón Lo deberían haber acogido también los Judíos, que habían recibido la Revelación y la verdadera fe en Yahweh. Por ello, su culpa es inexcusable.

En el versículo 21, que cierra el capítulo X, el Apóstol continúa con la cita de Isaías: “Todo el día extendí mis brazos a un pueblo incrédulo y rebelde”, es decir, el motivo de la infidelidad de los Judíos es su antigua, obstinada y continua infidelidad a Dios, que comenzó ya en el Antiguo Pacto y desembocó en el Deicidio; el Señor, en efecto, había deseado e intentado abrazar, extendiendo sus brazos a Su pueblo, como un padre lleno de amor intenta abrazar a sus hijitos. En cambio, Israel se rebeló continuamente con pertinacia a Dios y sobre todo colmó la medida cuando rechazó a Cristo y después también a Sus Apóstoles, los cuales comenzaron por ello a predicar el Evangelio a los Gentiles. Por tanto, Israel no debe tener celos de los Paganos, sino que debe culparse a sí mismo de su exclusión del Reino de Dios en la Nueva Alianza.

Abriendo el capítulo XI, ante todo, el Apóstol (Rom., XI, 1) considera importante especificar que Dios no rechazó lejos de Sí a todo Israel sin excepción alguna. ¡No! Ciertamente no se trata de una reprobación total y eterna; en efecto, el Señor eligió a Sus Apóstoles de entre los Judíos (entre los cuales está el mismo San Pablo: “Yo también soy Israelita, de la descendencia de Abrahán, de la tribu de Benjamín”), por lo cual, aunque pocos Israelitas se mantuvieron fieles a Dios, precisamente ellos fueron enviados por Jesús a predicar el Evangelio a los Paganos.

Además, Dios no rechazó a todo el pueblo que había elegido en tiempos de Abrahán como predilecto suyo, por pura misericordia suya, sin ningún mérito precedente por parte de él. Por ello, no solo San Pablo, sino también otros Israelitas (12 Apóstoles, 120 Discípulos, 5.000 y 3.000 bautizados en torno a Pentecostés…) se convirtieron a Cristo por la pura misericordia de Dios.

Por lo que se refiere a Israel como pueblo, no consiguió la justificación en su gran mayoría, ya que la buscaba por medio de los méritos de las obras puramente humanas y naturales; en cambio, un “pequeño resto” de Israel, por gracia de Dios, obtuvo la santificación por medio de la fe en el Mesías Jesús de Nazaret, que el Israel infiel había repudiado, cegándose él solo, o sea, habiendo cerrado voluntariamente los ojos para no ver y admitir los milagros de Cristo, que demostraban Su Divinidad y Mesianicidad (v. 7).

Esta ceguera, no fue producida por Dios, sino que fue querida por el Israel incrédulo, que se fiaba de sus solas iniciativas naturales y humanas, al cual Dio negó la gracia como consecuencia de su culpa voluntaria y libre. La ceguera de Israel había sido ya predicha en el Antiguo Testamento (Deut., XXIX, 4; Isaías, XXIX, 10): “Como castigo de su voluntaria incredulidad, Dios le retiró su auxilio y permitió que cayera en un espíritu de aturdimiento”. Por tanto, el Apóstol explica que el Israel o los Judíos de quien hablaban Moisés e Isaías eran figura de los Judíos infieles de los tiempos del Mesías Jesús de Nazaret (v. 8).

Ciertamente, Yahweh, permitiendo que Israel tropezara, en su mayoría, en la “Piedra angular” (que es Jesucristo), no quiso hacer caer a todos los Judíos sin darles ninguna esperanza de conversión futura. En efecto, su culpa de incredulidad respecto al Mesías fue la ocasión de la conversión y de la salvación de los Gentiles, ya que el Evangelio debía ser predicado primero a los Judíos (Mt., XXI, 43) y estos, los primeros (cronológica y no ontológicamente), deberían haber entrado en la Iglesia de Cristo y después en el Reino de los Cielos; pero, como la mayor parte de los Judíos no quiso escuchar la predicación del Evangelio, sino que más bien se opuso a ella, entonces los Apóstoles lo predicaron a los Paganos, los cuales se convirtieron en masa, remplazando a los Judíos incrédulos. Sin embargo, el Señor tuvo también otro objetivo al permitir la caída de Israel y la conversión de los Paganos: es decir, quiso provocar los “celos” de los Judíos incrédulos y moverlos a acoger al Mesías Jesucristo, viendo que las promesas hechas a los Patriarcas les habían sido arrebatadas a ellos y trasferidas a los Gentiles (v. 11).

San Pablo compara a la Iglesia de Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento con un olivo fructífero, cuya semilla fue sembrada durante la promesa del Redentor hecha por Dios a Adán después del pecado original; las raíces fueron los Santos Patriarcas; los Judíos el tronco y las ramas. Los Paganos son representados por ramas de un olivastro, que no es fructífero por sí mismo. Sin embargo, algunas ramas fueron arrancadas del olivo fructífero: los Judíos incrédulos, que por su infidelidad fueron reprobados por Dios y separados de la promesa hecha a sus antepasados: los Patriarcas. Pues bien, el Pagano, que es como un olivastro no fructífero o salvaje, fue injertado por Dios en la raíz del olivo fructífero, o sea, en la fe de Abrahán en el Mesías venturo, en el lugar de las ramas cortadas (Judíos incrédulos), pero sin ningún mérito propio precedente y por sola misericordia divina; entonces, tú Pagano, no quieras enorgullecerte contra los Judíos incrédulos, o sea, las ramas arrancadas. En efecto, antes tú, oh Pagano, estabas fuera de la Alianza establecida por Dios con los Patriarcas. Por tanto, no tienes ningún motivo de enorgullecerte contra las ramas naturales, que fueron arrancadas para desgracia suya, ya que tú no habías sido llamado a la Antigua Alianza con Dios, mientras que los Judíos sí. Tú fuiste injertado en la raíz de los Patriarcas y participas de su vida (v. 18). Por ello, no te gloríes, diciendo: “Dios permitió la culpa de los Judíos para que los Gentiles fueran injertados en su lugar en el verdadero olivo fructífero y esto es prueba de que ahora Dios ama más a los Gentiles que a los Judíos” (v. 19).

San Pablo responde que esto es cierto en parte; en efecto, es la pura constatación de un hecho: Dios permitió la caída de los Judíos y ella fue la ocasión para la entrada de los Paganos en la Nueva Alianza con Dios, pero – por otra parte – los Judíos fueron arrancados del olivo fructífero a causa de su incredulidad en el Mesías; en cambio, los Paganos, que eran un olivastro salvaje fueron injertados en el olivo fructífero porque creyeron en el Evangelio, que les fue predicado por los Apóstoles, o sea, el “pequeño resto” del Israel fiel. Como la fe es un don puramente gratuito y sobrenatural de Dios y se puede perder – como les sucedió a la mayor parte de los Judíos – por falta de humildad, si uno se glorifica a sí mismo, entonces los Gentiles deben estar atentos a no ensoberbecerse para no caer también ellos en la infidelidad, antes bien deben temer poder faltar como todos los hombres (v. 20).

En efecto (v. 21), es más fácil arrancar de la raíz del árbol (los Patriarcas) las ramas que han sido injertadas (los Paganos) que las que estaban naturalmente unidas a él (los Judíos). Por ello, si los Paganos no son humildes, podrían ser arrancados ellos también.

Contrariamente a lo que afirma NA (como veremos más abajo), San Pablo, en la Epístola a los Romanos (XI, 28) explica que “los Judíos, considerados en cuanto que rechazan el Evangelio, son enemigos de Dios” y están privados de Su gracia: a pesar de ello, con respecto al hecho de que “los Judíos fueron elegidos” en Abrahán de entre todos los pueblos para ser los custodios de la Revelación divina, “ellos son muy estimados por Dios” no en sí mismos, ya que son incrédulos y deicidas, sino “por razón de sus Padres”, que acogieron la Promesa de Dios y creyeron en el Mesías venturo. Aquí es necesario ponderar bien estas palabras, las cuales, a partir de Nostra aetate, fueron alteradas, haciendo decir a San Pablo que el Judaísmo infiel es amado aún durante su incredulidad por razón de sus Padres. En cambio, el Apóstol revela que, en consideración de la santidad de los Patriarcas, en el futuro, Dios tendrá misericordia de Israel en cuanto hijo de ellos e Israel la aceptará, convirtiéndose a Cristo, a quien crucificó.

En efecto, “los dones de Dios no están sujetos a arrepentimiento” (v. 29), es decir, Dios no cambia de opinión; llamó a Israel y no se arrepiente de haber hecho Alianza con los Patriarcas y el Israel espiritual, que tiene la fe de Abrahán, pero los hombres (los Judíos incrédulos) cambian de opinión y de comportamiento; rechazaron el Antiguo Pacto establecido con Yahweh y por ello fueron rechazado por Él. Por tanto, en un día futuro, Dios ofrecerá de nuevo el don de la fe al pueblo elegido una vez, tendrá misericordia de él y él se convertirá en masa a la fe en Cristo, por la misericordia de Dios. En resumen, aunque el Israel incrédulo se vea ahora rechazado por su infidelidad, habiendo así permitido a los Gentiles poder entrar en la Iglesia; en un día futuro, Yahweh convertirá a Israel, amado no en sí mismo en cuanto infiel y deicida, sino en recuerdo de los Santos Patriarcas.

1ª Epístola a los Tesalonicenses

En la Primera Epístola a los Tesalonicenses (II, 15-16), San Pablo especifica todavía mejor: “Los cuales [los Judíos] dieron incluso muerte al Señor Jesús y a los Profetas y nos persiguieron también a nosotros; ellos no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres, impidiéndonos predicar a los Paganos para que puedan ser salvados. ¡De tal manera, ellos colman la medida de sus pecados! Pero desde ahora la ira de Dios ha llegado al colmo sobre su cabeza”.

1ª Epístola a los Corintios

Está revelado también en San Pablo: “Si quis non amat Dominum Nostrum Jesum Christum anatema sit. Marana tha / Si alguno no ama a Nuestro Señor Jesucristo sea separado de Dios. Ven Señor” (I Cor., XVI, 22). El padre Marco Sales comenta: “Si alguno no ama con amor tierno y sobrenatural a Jesucristo, sea anatema, es decir, sea maldito. Marana tha, expresión aramea, que probablemente significa: Jesús viene a juzgar a quien no lo ama y para ejecutar la sentencia de condena contra él” (Le Lettere degli Apostoli, Proceno-Viterbo, Effedieffe, II ed., 2016, S. Paolo, I Corinti, cap. XVI, v. 22, p. 254, nota 22).

Los Evangelios

San Juan: Los Judíos incrédulos son inexcusables

En el Evangelio según San Juan (XV, 22-27; XVI, 1-4), Jesús dice a sus Apóstoles, a partir del versículo 22 del capítulo XV: “Si no hubiera venido y no les hubiera hablado [a los Judíos que no lo acogieron, ndr], no tendrían pecado alguno, pero ahora no tienen excusa por su pecado”.

Santo Tomás de Aquino, el Doctor Oficial o Común de la Iglesia, en su Comentario al Evangelio de San Juan, glosa, resumiendo, el consenso unánime de los Padres de la Iglesia: “Como la ignorancia excusa por sí misma la culpa, aquí Él muestra que los Judíos incrédulos son inexcusables […], por dos motivos: el primero, por la verdad de Su enseñanza; el segundo, por la evidencia de Sus prodigios […]; en tercer lugar, indica la raíz de su aversión contra los Apóstoles: ‘El que me odia a Mí, odia también al Padre’” (Capítulo XV, Lección V, n. 2044). Por tanto, para el Santo Doctor: “Todas las persecuciones se las harán a los Apóstoles por causa del nombre de Cristo; pero no podrán ser excusados de ello, ya que ‘He venido y les he hablado’” (n. 2045). Si el Verbo no hubiera venido y no hubiera hablado y hecho milagros delante de ellos, “no tendrían pecado alguno”. Pero ¿cuál es su pecado? No se trata de un pecado cualquiera, sino del de la incredulidad (n. 2046).

El Evangelio continúa: “‘Pero ahora’, por el hecho de que he venido y he hablado, excluida la ignorancia inculpable, ‘ellos no tienen excusa de su pecado [de incredulidad, ndr]” (n. 2048). Además, Cristo añade inmediatamente: “El que me odia a Mí, odia también al Padre”, como queriendo decir: se les imputa como culpa, no la ignorancia de Mí y del Padre, sino el odio que tienen contra Mí y que redunda en odio contra el Padre. En efecto, Padre e Hijo, siendo una sola cosa en su Esencia, […] quienquiera que ama al Hijo ama también al Padre; y quienquiera conoce a Uno conoce también al Otro; mientras que quien odia al Hijo odia también al Padre” (n. 2050). Por tanto, el Judaísmo talmúdico, odiando a Jesús, odia también a Dios Padre; solo cuando Israel se convierta a Cristo y Lo ame será estimadísimo por Dios en sí, por lo cual queda desmontado el sofisma de NA.

Actualidad del Evangelio según San Juan (XV, 26 – XVI, 4)

A partir del Concilio Vaticano II, pasando por Juan Pablo II, hasta los discursos de Benedicto XVI y del papa Francisco en la sinagoga de Roma y a sus recientes escritos (La Bibbia dell’Amicizia; Ebrei e Cristiani [La Biblia de la Amistad; Judíos y Cristianos, ndt], Cinisello Balsamo, San Paolo, ambos de 2019), se quiere alterar la Tradición de la Iglesia sobre las relaciones entre Cristianismo y Judaísmo y volver a valorar este último, como “hermano mayor y predilecto” del Cristianismo. Pues bien, todo esto tiene la misma gravedad que el pecado de los Judíos que rechazaron a Cristo: es incredulidad, más aún, es en cierto sentido todavía más grave, ya que, si bien los Judíos rechazaron el Cristianismo en figura, los Cristianos neomodernistas y judaizantes rechazan la Tradición apostólica en realidad y no solo figuradamente. Por tanto, son todavía más inexcusables que los Judíos y, por ello, son incrédulos, pérfidos e incluso material, específicamente, apóstatas en sentido estricto.

Finalmente, siempre en el Evangelio según San Juan (XVI, 27) leemos: “El Padre os ama porque Me habéis amado y habéis creído que salí del Padre”.

San Mateo

Jesús mandó: “Id y amaestrad a todas las Gentes. El que crea será salvo, el que no crea será condenado”, y más aún, especificó: “No vayáis donde los Gentiles y no entréis en la tierra de los Samaritanos, sino predicad el Evangelio en primer lugar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. […]. Yo he sido enviado solo para las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt., X, 6; XV, 24).

En cambio, a partir de NA, se considera que no se debe predicar en absoluto el Evangelio de Cristo a los Judíos, los cuales se salvan sin Cristo observando solo la Ley del Antiguo Pacto, alterando completamente y contradiciendo de la manera más radical el Mandato de Cristo a sus Apóstoles de predicar no solo a todos, sino en primer lugar a los Judíos y después a los Gentiles (cronológicamente).

El Vaticano II

Nostra aetate: ¿Los Judíos son estimadísimos por Dios a causa de sus padres?

En el n. 4-e, NA enseña: “Según San Pablo, los Judíos, gracias a los padres, siguen siendo estimadísimos por Dios, cuyos dones y vocación son sin arrepentimiento”.

En cambio, San Pablo dice solo que la vocación (llamada o don) por parte de Dios no cambia (“Ego sum Dominus et non mutor”). Mientras que la respuesta a la llamada de Dios puede cambiar por parte del hombre, como sucedió con la mayor parte del pueblo de Israel (con Lucifer, inicialmente con Adán/Eva, con Caín, con Esaú, con Judas Iscariote y demás), que durante la vida de Jesús correspondió mal a la llamada y al don de Dios, matando primero a los Profetas, después a Cristo y finalmente a Sus Apóstoles; por tanto, son estimados por Dios, o sea, están en gracia de Dios, solo “el pequeño resto” de aquellos que aceptaron al Mesías Cristo venido (Nuevo Testamento), como lo aceptaron como venturo sus padres en el Antiguo Testamento.

Siempre según al doctrina conciliar (cfr. Nostra aetate: “Los dones de Dios son irrevocables”) y postconciliar (cfr. Juan Pablo II en la sinagoga de Maguncia el 17 de noviembre de 1980: “La Antigua Alianza jamás revocada”), el Judaísmo actual sería todavía titular de la Alianza con Dios. En cambio, la Tradición católica (Sagrada Escritura interpretada unánimemente por los Padres y por el Magisterio constante y uniforme de la Iglesia) enseña que “hay una primera y hay una segunda Alianza: irrevocable es lo que pasa de la primera a la segunda, que viene después, cuando esta “anticuada y sujeta a envejecimiento ulterior, está a punto ya de desaparecer” (Heb., VIII, 8-13). Pero la gracia prometida a los titulares de la primera Alianza no muere con ella, sino que es concedida a los titulares de la segunda: en efecto, esto sucedió cuando casi todos los titulares de la primera, rechazando a Cristo, no reconocieron el tiempo en el que Dios les había visitado (Lc., XIX, 44). “Sin embargo, a aquellos que Lo acogieron”, el Visitador “les concedió el don de la filiación divina” (Jn., I, 12), estableció con ellos (la “pequeña reliquia” del pueblo judío que aceptó a Cristo) la segunda Alianza y la abrió a todos aquellos (los Paganos) que vendrían “de oriente y de occidente”, del norte y del sur (Lc., XIII, 29), transfiriendo a la segunda todos los dones en posesión ya de la primera. Por tanto, muchos miembros del pueblo elegido rechazaron a Cristo, pero “un pequeño resto” (Apóstoles y Discípulos) Lo acogió (Rom., XI, 1-10). Además, antes del fin del mundo, San Pablo prevé y revela, divinamente inspirado, la conversión final, en masa, de otros muchos Judíos (Rom., XI, 26: “Et sic omnis Israel salvus fieret”).

La Declaración Nostra aetate no aporta ni una sola cita de ningún Padre de la Iglesia, de ningún Papa o de ningún pronunciamiento del Magisterio, porque no existen.

En resumen: 1º) Nostra aetate afirma que la Antigua Alianza de Dios con Israel nunca fue abrogada; 2º) esta Antigua Alianza ni revocada ni revocable es todavía hoy el fundamento de la teología bergogliana; 3º) según al cual, sin esta irrevocabilidad de la Antigua Alianza, la fe “cristiana” no sería íntegra. Se ve, por tanto, la importancia de la teología judaizante en todo el Concilio Vaticano II, el cual se basa sobre todo en ella. Si se quiere comprender el problema del Vaticano II es necesario comprender el problema del Judaísmo talmúdico.

Denise Judant

Una Judía convertida y gran estudiosa del Patrología ha escrito: “Es necesario distinguir el Judaísmo del Antiguo Testamento del Judaísmo post-cristiano. El primero (Antiguo Testamento) es una preparación al Cristianismo; en cambio, el segundo (el Judaísmo post-cristiano), negó la mesianicidad de Jesús y continúa rechazando al Mesías Jesucristo. En este sentido hay una oposición de contradicción entre Cristianismo y Judaísmo actual. La Antigua Alianza está basada también en la cooperación de los hombres. Moisés recibe la declaración de Dios, que contiene las condiciones del Pacto bilateral. En efecto, la Alianza no es incondicionada (Dt., XI, 1-28), sino que está sometida a la obediencia del pueblo de Israel: ‘Yo os ofrezco bendiciones y maldiciones. Bendiciones si obedecéis a los mandamientos divinos… maldiciones si desobedecéis’ (Dt., XI, 28). La Antigua Alianza depende también del comportamiento de Israel y Dios amenaza varias veces con romperla a causa de las infidelidades del pueblo judío, que Él querría destruir (Dt., XXVIII; Lev., XXVI, 14 ss.; Jer., XXVI, 4-6; Os., VII, 8 y IX, 6).

Después de la muerte de Cristo, el perdón de Dios no es concedido a todo Israel, sino solo a ‘un pequeño resto’ fiel a Cristo y a Moisés, que prenunciaba a Jesús. Como consecuencia de la infidelidad del pueblo de Israel, en su conjunto, hacia Cristo y el Antiguo Testamento que Lo anunciaba, el perdón de Dios se restringió solo a ‘un pequeño resto’.

Por parte de Dios, de modo distinto que por parte del hombre, no hay ruptura de Su plan, sino solo desarrollo y perfeccionamiento de la Antigua Alianza, en la Nueva y definitiva Alianza, que dará al ‘pequeño resto’ de los Judíos fieles al Mesías un ‘corazón nuevo’ y se abrirá a toda la humanidad… Jesús no instauró una nueva religión, enseñó que Dios quería la salvación de toda la humanidad y que la venida de Cristo era la condición de dicha salvación… La comunidad cristiana permaneció fiel a la Tradición veterotestamentaria, reconociendo en Jesús al Cristo-Mesías anunciado por los Profetas. Para los Cristianos es el Judaísmo post-bíblico el que es infiel al Antiguo Testamento, pero existe un ‘pequeño resto’ fiel, que, entrando en la Iglesia de Cristo, garantiza la continuidad de la Alianza (Antigua-Nueva), en vista de Cristo venturo y venido. Él es la ‘piedra angular’ que ‘ha hecho de dos [pueblos: Judíos y Gentiles] una sola cosa’ [Cristianos]”[i].

¿Fue rechazado el Judaísmo talmúdico?

La Declaración conciliar Nostra aetate dice en su n. 4-h: “Los judíos no deben ser presentados como rechazados por Dios, ni como malditos, como si ello se evidenciara de la Escritura”.

Ante todo, es necesario especificar que se está hablando de Judaísmo religión post-bíblica y de sus fieles, los Judíos que siguen la Cábala y el Talmud.

Pues bien, el Judaísmo post-bíblico, tras la muerte de Cristo, fue desaprobado, rechazado por Dios, que constató su infidelidad al Antiguo Pacto establecido por Él con Abrahán/Moisés, y lo repudió para establecer una Nueva Alianza con el “pequeño resto” o “reliquia” de Israel fiel a Cristo y a Moisés, y con todas las Gentes dispuestas a acoger el Evangelio (las cuales correspondieron en su máxima parte al don de Dios, mientras que solo una “reliquia” suya lo rechazó, para adorarse narcisistamente a sí misma por medio de los ídolos que se había construido a modo de espejo). Dios desautorizó a quien negó a su Hijo unigénito y consustancial, “Dios verdadero de Dios verdadero”. Por tanto, la sana teología interpretó la Escritura y enseñó que el Judaísmo post-bíblico ha sido reprobado y desaprobado por Dios, o sea, que mientras siga en el rechazo obstinado de Cristo, no está en gracia de Dios.

Además, Dios no puede aprobar, decir bien o “ben-decir” el rechazo de Cristo. El Padre, tras constatar la esterilidad del Judaísmo fariseo y rabínico, que mató a los Profetas, a su Hijo y finalmente a los Apóstoles, la condena, desaprueba, la “dice-mal” o “mal-dice”. Como Jesús, el cual, constatada la esterilidad de una higuera, la maldijo, o sea, no la apreció sino que la condenó por no dar fruto[ii].

Petrus


[i] Cfr. L. M. Carli, La questione giudaica davanti al Concilio Vaticano II, en “Palestra del Clero”, n. 4, 15 de febrero de 1965, pp. 192-203.

[ii] D. Judant, Judaïsme et Christianisme, éd. du Cèdre, Paris, 1969, pp. 88-91; Id., Jalons pour une théologie chrétienne d’Israël, éd. du Cèdre, Paris, 1975, pp. 7-15; pp. 33-83 passim.

(Traducido por Marianus el eremita)

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