Jueves, 19 de diciembre de 2013
Homilía de la Misa en Santa Marta
“La humildad nos hace fecundos, la soberbia estériles”
Tantas veces, en la Biblia, encontramos mujeres estériles a las que el Señor concede el don de la vida. Así lo recogen las lecturas de hoy. En concreto, el evangelio narra que Isabel, a pesar de ser estéril, va a tener un hijo, Juan. De la imposibilidad de dar vida, viene la vida. Y esto pasó no solo a mujeres estériles, sino también a las que no tenían ya esperanza de vida, como Noemí, que al final tuvo un nieto.
El Señor interviene en la vida de esas mujeres para decirnos: ‘Yo soy capaz de dar vida’. También en los Profetas está la imagen del desierto, esa tierra seca incapaz de hacer crecer un árbol, un fruto, de germinar nada. ‘Pero el desierto será como un bosque –dicen los Profetas–, será grande, florecerá’. ¿Pero el desierto puede florecer? Sí. ¿La mujer estéril puede dar vida? Sí. Es la promesa del Señor: ¡Yo puedo! ¡Yo puedo de la sequedad, de vuestra sequía, hacer crecer la vida, la salvación! ¡Yo puedo de la aridez hacer crecer los frutos!
La salvación es eso: la intervención de Dios que nos hace fecundos, que nos concede la capacidad de dar vida. Nosotros solos no podemos. Sin embargo, a lo largo de la historia, muchos han intentado creer en nuestra capacidad de salvarnos. Incluso los cristianos: pensemos en los pelagianos, por ejemplo. Pero todo es gracia. Es la intervención de Dios la que nos trae la salvación. Es la intervención de Dios la que nos ayuda en el camino de la santidad. Solamente Él puede. Y de nuestra parte, ¿qué podemos hacer? Primero: reconocer nuestra sequía, nuestra incapacidad de dar vida. Reconocerlo. Y segundo, pedir: ‘Señor, yo quiero ser fecundo. Quiero que mi vida dé vida, que mi fe sea fecunda y crezca y pueda darla a los demás. Señor, yo soy estéril, yo no puedo, pero Tú sí. Yo soy un desierto: no puedo; Tú sí puedes’. Esta puede ser nuestra oración de estos días anteriores a la Navidad.
Pensemos cómo trata Dios a los soberbios, esos que creen que pueden hacerlo todo por sí mismos. Por ejemplo Micol, hija de Saúl. Una mujer que no era estéril, pero era soberbia, y no entendía qué era alabar a Dios; es más, se reía de la alabanza. Y fue castigada con la esterilidad. ¡La humildad es necesaria para la fecundidad! Cuántas personas que creen ser justas, como ella, al final son solo pobre gente. Tengamos la humildad de decir al Señor: ‘Señor, soy estéril, soy un desierto’,y repitamos en estos días esas hermosas antífonas que la Iglesia nos hace rezar: ‘¡Oh hijo de David, oh Adonai, oh Sabiduría –hoy–, oh raíz de Jesé, oh Enmanuel, ven a darnos vida, ven a salvarnos, porque solo Tú puedes, yo solo no puedo!’Y con esa humildad, la humildad del desierto, la humildad del alma estéril, recibiremos la gracia de florecer, de dar fruto y de dar vida.