Entre el papa Francisco y el mundo de la Tradición ha surgido un enfrentamiento dialéctico que podría tener consecuencias peligrosas.
El motu proprio Traditiones custodes del 16 de julio de 2021, que anula el Summorum pontificum de Benedicto XVI, no debe llamar a engaño. El papa Francisco no se opone al Rito Romano antiguo en sí; detesta a quienes son fieles a dicho rito, o mejor dicho, la imagen caricaturesca de los tradicionalistas que se ha ido forjando a lo largo de los años. La alusión a los encajes de la abuela durante la alocución al clero de Sicilia el pasado 17 de junio es emblemática en este sentido.
Los encajes de la abuela no existen sino en la imaginación de algún que otro ideólogo progresista. La realidad del clero siciliano no consiste en vestiduras con encajes, sino –como en todas partes– en sacerdotes que andan en camiseta y chancletas y celebran la nueva Misa de forma descuidada e irreverente. Se justifican alegando que forma no equivale a sustancia, pero es precisamente su aversión a las formas antiguas lo que demuestra que para muchos de ellos la forma es más importante que la sustancia.
Al papa Francisco le tiene sin cuidado el tema de la liturgia, y más en general no le interesa un debate doctrinal como el que durante el Concilio y los años que siguieron a éste enfrentó a conservadores y progresistas. «La realidad es más importante que la idea» es uno de los postulados de la encíclica Evangeli gaudium (217-237). Lo que verdaderamente importa no son las ideas, sino el discernimiento, como señaló el pasado 19 de mayo conversando en la sede de La Civiltà cattolica con los directores de las revistas culturales europeas de la Compañía de Jesús: «Cuando se entra en el mundo de las puras ideas y se aleja uno de la realidad –añadió—se termina por caer en el ridículo». El ridículo que atribuye a los inexistentes encajes de los tradicionalistas y no es capaz de percibir en la incoherente liturgia del clero progresista.
Cuando el discernimiento prescinde de las ideas se transforma en personalismo. Francisco tiende a personalizar toda cuestión y arrinconar costumbres, ideas e instituciones de la Iglesia. En la gestión del gobierno, el personalismo conduce al excepcionalismo. Pero como apunta el vaticanista Andrea Gagliarducci, las decisiones excepcionales por su excepcionalidad no generan normas objetivas universales. Lo confirma su relación con la Soberana Orden de Malta. El papa no tiene miedo de infringir las reglas o alterar el derecho canónico si hace falta, precisamente porque cada uno de sus actos es una cuestión personal, y por tanto, excepcional.
Pero los adversarios restauracionistas de Francisco, como él los llama, corren el riesgo de personalizar la oposición a su pontificado, olvidando que por encima de ser hombre él es el Sucesor de San Pedro y el Vicario de Cristo.
Para algunos tradicionalistas es inconcebible que Francisco pueda ser un pontífice legítimo, y aunque lo acepten de palabra, en la práctica lo niegan, anteponiendo como él la praxis a la teoría en nombre de un discernimiento personal. La costumbre de llamarlo Bergoglio en vez de Francisco, manifiesta esa tendencia a la personalización que alcanza cotas extremas cuando lo llaman despreciativamente el inquilino de Santa Marta o el argentino. Ha sido precisamente un lucido observador rioplatense de cuestiones de la Iglesia el que ha observado que «Radicalizarse provoca rápidamente que la toda realidad sea leída sub specie bergoglii. Y, paradójicamente, nuestra pertenencia a la fe católica ya no se basa en asentir a la fe de los apóstoles, sino a oponernos a todo lo que haga Francisco».
Personalizar los problemas, además de conducir a la primacía de la acción, lleva también a anteponer los sentimientos a las ideas. El amor y el odio se emancipan de las respectivas ciudades en las que deben hundir sus raíces, la Ciudad de Dios y la del Diablo, y se personalizan. Este fenómeno surge al interior del neomodernismo de los pasados años sesenta. Basta leer las resentidas páginas del diario del padre, más tarde cardenal, Yves Congar, para percibir el amargo odio que rezuma cada una de sus líneas a la Tradición de la Iglesia. Desgraciadamente, ese odio se ha contagiado a algunos tradicionalistas, que aborrecen visceralmente al papa Francisco y no aman el Papado: detestan a los católicos que no piensan como ellos, y no aman a la Iglesia. En 2016 apareció una respetuosa y equilibrada Corrección filial de los errores del papa Francisco. Actualmente las críticas han perdido sustancia y respeto y su lenguaje tiende a ser divisor y agresivo.
Pero el cimiento de la religión católica es el amor. Dice San Pablo que hay un vínculo de perfección, y ese vínculo es la Caridad (Colosenses 3,14), por la que amamos a Dios por Sí mismo sobre todas las cosas, y a nosotros y al prójimo por amor a Dios. El amor al prójimo no tiene nada que ver con la filantropía o el sentimentalismo, pero el cristianismo sin amor no es cristianismo. El amor al lejano disimula el odio al vecino, pero el odio al vecino manifiesta la ausencia del amor a Dios. «Si se consideran separadamente, el amor de Dios y el del prójimo, sin duda ninguna es mejor el amor de Dios, pero si se les une, es mejor el amor del prójimo por Dios que el amor de Dos sólo; porque el primero incluye ambos amores, y el segundo sólo el de Dios; y es más perfecto el amor de Dios que se extienda también al prójimo, ya que hemos recibido de Él el mandamiento de que quien ama a Dios ame también al prójimo» (Antonio Royo Marín O.P., Teología de la perfección cristiana, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1962, pp.484-485).
Por amor a Dios, a la Iglesia y al prójimo, empezando por aquellos que espiritualmente nos son más allegados, debemos librar firmes e imperturbables el combate en defensa de la verdad. Toda fragmentación y división es del demonio, separador por excelencia. El amor une, y la unidad crea la verdadera paz social e individual, fundada en la subordinación de la mente y el corazón a los designios supremos de la voluntad divina.
Traducido por Bruno de la Inmaculada