El pasado 9 de junio, el Papa Francisco recibió en el Vaticano a los obispos de Sicilia. En un momento de su alocución sorprendió a sus visitantes con esta dura amonestación: “Yo no voy a Misa allá, pero he visto fotografías. Hablo claro, ¿eh? Pero queridísimos, vosotros todavía con los encajes, con los bonetes… ¿pero dónde estamos? ¿Sesenta años después del Concilio? ¡Un poco de aggiornamento en el arte litúrgica, en la moda litúrgica! Si, llevar alguna vez algún encaje o puntilla de la abuela, va, pero alguna vez… ¿Y para homenajear a la abuela, no? ¿Habéis entendido todo, no? Habéis entendido. Es hermoso homenajear a la abuela pero es mejor celebrar a la madre, la Santa Madre Iglesia y como la Madre Iglesia quiere ser celebrada. Y que la insularidad no impida la verdadera reforma litúrgica que el Concilio ha ordenado llevar adelante”.
Está claro que al Papa Francisco no le gustan los ornamentos sagrados con encajes o puntillas. Más aún: no sólo no le gustan sino que los considera un inadmisible signo de “insularidad” contrario a la “reforma litúrgica” del Concilio Vaticano II. Por eso instó a esos “insulares” obispos, atados a viejas modas litúrgicas, a que no se queden quietos, que reaccionen y, de una vez por toda, se pongan al día.
Uno puede preguntarse muchas cosas frente a semejante exabrupto papal. Por ejemplo en qué documento conciliar quedan prohibidas las puntillas. O, también, si aquellos viejos y venerables ornamentos eran en realidad herencia de alguna abuela o más bien patrimonio litúrgico de la Iglesia. ¿Qué tiene que ver aquí la abuela en todo caso? Además, en la Misa, ¿es la Iglesia la que se celebra a sí misma o es la Iglesia la que celebra a Jesucristo? Porque Bergoglio dice claramente: hay que celebrar a la Madre Iglesia como ella quiere ser celebrada. Pero, seguramente en su ofuscación, Francisco olvidó que en la acción litúrgica es la Iglesia la que celebra, no la celebrada. Todavía, pese a tanta “reforma” los fieles seguimos respondiendo al Orate fratres (o lo que se diga en su lugar): “El Señor reciba de tus manos este sacrifico para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia”.
Pero, aparte estos interrogantes, me viene a la cabeza otra pregunta. Sin duda que entre aquellos rudos obispos insulares recipiendarios de la filípica papal, se encontraba el Arzobispo de Palermo, el muy progresista y bergogliano Monseñor Corrado Lorefice. Este ilustre Prelado, nombrado por Francisco el 27 de octubre de 2015 al frente de la Arquidiócesis palermitana, se hizo célebre (diríamos “viral”) por su inolvidable ingreso al presbiterio de su Catedral, revestido con todos sus ornamentos episcopales, ¡en bicicleta! Fue allá por abril de 2016. Las fotografías que documentan el arzobispal ingreso en un rodado están disponibles en la red.
¿Cómo explicó el Arzobispo Lorefice esta bufonada? Es que por esos días se celebraba una importante reunión deportiva y Su Excelencia creyó oportuno acercarse “pastoralmente” a los deportistas haciendo su ingreso airosamente montado en una bicicleta. Hasta donde sabemos, esta increíble actitud, indigna de cualquier cristiano y más aún de un arzobispo, no mereció jamás de parte del Papa el menor reproche. Surge, entonces, inevitable, la pregunta: ¿puntillas, no, bicicleta, sí?
Algunos calificaron en su momento la conducta de Lorefice como una “tontería”. Lo es, sin duda. Pero es más, bastante más que eso. Detrás de esta tontería, aparentemente intrascendente, se oculta el ya inocultable y devastador proceso de secularización y banalización de la liturgia católica que venimos padeciendo, precisamente, desde el Concilio. ¿Esto no lo ve, no lo preocupa al Papa Francisco? ¿Le fastidian, en cambio, las puntillas de la abuela?
Nos viene a la memoria la grave advertencia de Nuestro Señor en el Evangelio del día de hoy (20 de junio, lunes de la XII Semana del Tiempo Ordinario): “¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no te das cuenta de la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga que tienes en el ojo, y luego podrás ver bien para sacarle a tu hermano la paja que lleva en el suyo (Mateo 7, 3, 5).