En los últimos años, el Papa Francisco, siguiendo la línea de sus predecesores recientes, ha convocado varios sínodos, que también han dado lugar a verdaderas revisiones de la doctrina católica. Ahora ha iniciado un «camino» de dos años, un sínodo sobre la sinodalidad, destinado a reflejar y posiblemente cambiar las estructuras de la Iglesia.
¿Cuál es el estado de este proceso?
El 15 de septiembre de 2018, el Papa Francisco publicó Episcopalis communio (EC), una constitución apostólica que reordena las normas sobre los sínodos. El Soberano Pontífice, retomando uno de sus propios discursos del 4 de octubre de 2014, en vísperas del Sínodo sobre la Familia, se expresa así:
«El Sínodo de los Obispos debe convertirse cada vez más en un instrumento privilegiado para escuchar al Pueblo de Dios: ‘Pidamos, ante todo, al Espíritu Santo, para los padres sinodales, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama'» (CE, 6).
La idea modernista de la evolución religiosa a partir de las nuevas necesidades del «pueblo» aparece, pues, de inmediato: el contenido de la fe, en clara evolución, no se puede deducir de la «revelación» fielmente enseñada por el Magisterio, sino de la escucha del pueblo.
Estos principios ya habían sido ampliamente explicados en el Sínodo sobre la Familia, y se incluyen aquí en la propia constitución que define la institución sinodal. Es la evolución eclesiológica la que lleva de los errores conciliares a los errores más concretamente bergoglianos, la famosa «sinodalidad» de la que tanto se ha hablado desde el inicio de este pontificado.
Escuchar al pueblo es el lugar teológico privilegiado del que se puede extraer proféticamente una nueva revelación, adaptada al tiempo que vivimos.
Colegialidad y sinodalidad
El sínodo de los obispos, entendido en el sentido posconciliar, pretende ser una aplicación de la colegialidad definida en Lumen gentium (LG). Fue instituido por Pablo VI el 15 de septiembre de 1965 mediante el motu proprio Apostolica sollicitudo.
Entendido en el sentido teológico de Lumen gentium, el colegio de obispos poseería un poder de origen divino sobre la Iglesia universal con el Papa y bajo su dirección. Dado que este colegio no puede estar reunido permanentemente para ejercer este supuesto poder, Pablo VI estableció un cuerpo consultivo y representativo del episcopado mundial, reunido periódicamente, para involucrarlo en el gobierno de la Iglesia universal.
Si la colegialidad efectiva, tal como la define Lumen gentium, parece impracticable, el sínodo se convierte en el órgano de una colegialidad «afectiva» no menos peligrosa debido a la mentalidad modernista, como dice Episcopalis communio en varios pasajes:
El Papa debe escuchar a los obispos que, a su vez, escuchan al pueblo de Dios, la verdadera «voz de Dios» como lo recuerda el Papa Francisco, el verdadero lugar teológico y la fuente de la «revelación».
Sinodalidad y modernismo
Con una ambigüedad habitual, el n. 5 de Episcopalis communio afirma, citando primero Lumen gentium 25, y luego a Juan Pablo II en Pastores Gregis (2003):
«Es verdad que, como afirma el Concilio Vaticano II, ‘los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso asentimiento de su espíritu'».
Luego continúa: «También es verdad que ‘la vida de la Iglesia y la vida en la Iglesia es la condición necesaria para todo obispo para el ejercicio de su misión de enseñar'».
Si bien la primera cita conserva el sentido tradicional del Magisterio, la segunda introduce el concepto modernista de «vida»: la inmanencia vital de lo divino en la Iglesia, entendida precisamente como pueblo, es la condición para que el obispo sepa qué necesidades debe satisfacer.
Y, en efecto, prosigue el texto de Episcopalis communio: «El Obispo es al mismo tiempo maestro y discípulo. Es maestro cuando, dotado de una especial asistencia del Espíritu Santo, anuncia a los fieles la Palabra de la verdad en nombre de Cristo, cabeza y pastor. Pero él también es discípulo cuando, sabiendo que el Espíritu ha sido dado a todo bautizado, se pone en escucha de la voz de Cristo que habla a través de todo el Pueblo de Dios, haciéndolo ‘infallibile in credendo’-infalible en su fe.
Y añade: «De hecho, ‘la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27), no puede equivocarse en la fe, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando ‘desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos’ presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres».
El texto saca luego las conclusiones: «El Obispo, por esto, está llamado a la vez a ‘caminar delante, indicando el camino, indicando la vía; caminar en medio, para reforzarlo [al Pueblo de Dios] en la unidad; caminar detrás, para que ninguno se quede rezagado, pero, sobre todo, para seguir el olfato que tiene el Pueblo de Dios para hallar nuevos caminos.
«Un obispo, que vive en medio de sus fieles, tiene los oídos abiertos para escuchar ‘lo que el Espíritu dice a las Iglesias’ (Ap 2, 7) y la ‘voz de las ovejas’, también a través de los organismos diocesanos que tienen la tarea de aconsejar al Obispo, promoviendo un diálogo leal y constructivo'».
El texto aquí cita un discurso del Papa Francisco del 19 de septiembre de 2016 y Evangelii gaudium. El concepto es claro: reafirmando de manera general la autoridad magisterial, se subraya que el obispo descubre el camino siguiendo el sentido de lo divino inherente al pueblo.
Sinodalidad y nuevas fuentes de la Revelación
En efecto, en ninguna parte se dice que el obispo busque en la Revelación o en la enseñanza constante de la Iglesia los principios de acción: los busca en la escucha del pueblo, especialmente si está organizado en un «cuerpo».
El Sínodo garantizará que esta voz del pueblo, reunida por los obispos, llegue al Pontífice, que puede discernir proféticamente la revelación en la experiencia de vida de la Iglesia. Esto es lo que nos dice Episcopalis communio en el n. 6 citado anteriormente:
«El Sínodo de los Obispos debe convertirse cada vez más en un instrumento privilegiado para escuchar al Pueblo de Dios: ‘Pidamos, ante todo, al Espíritu Santo, para los padres sinodales, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama'».
Aunque su composición lo define como un órgano esencialmente episcopal, el Sínodo no vive separado del resto de fieles. Es un instrumento capaz de dar la palabra a todo el Pueblo de Dios, a través de los obispos constituidos por Dios como «auténticos guardianes, intérpretes y testigos de la fe de toda la Iglesia», realizando a través de sus Asambleas una expresión elocuente de la sinodalidad como «dimensión constitutiva de la Iglesia».
«Así pues como afirmó Juan Pablo II: ‘Cada Asamblea General del Sínodo de los Obispos es una experiencia eclesial intensa, aunque sigue siendo perfectible en lo que se refiere a las modalidades de sus procedimientos.
«Los Obispos reunidos en el Sínodo representan, ante todo, a sus propias Iglesias, pero tienen presente también la aportación de las Conferencias episcopales que los han designado y son portadores de su parecer sobre las cuestiones a tratar. Expresan así el voto del Cuerpo jerárquico de la Iglesia y, en cierto modo, el del pueblo cristiano, del cual son sus pastores«. (EC, 6).
La sinodalidad y la evolución de los dogmas
El n. 7 de Episcopalis communio no deja lugar a dudas: el carácter consultivo del Sínodo no es una disminución de su importancia, sino que al contrario indica la necesidad de escuchar la voz del Pueblo de Dios para discernir nada menos que la verdad y el bien de la Iglesia.
El papel del Pontífice será precisamente descubrir esta verdad a partir de estos datos, sin ninguna referencia a la Revelación y sus fuentes. Aquí está el texto:
«A la consulta de los fieles sigue, durante la celebración de cualquier Asamblea sinodal, el discernimiento de los Pastores designados a tal efecto, unidos en la búsqueda de un consenso que brota no de lógicas humanas, sino de la obediencia común al Espíritu de Cristo.
«Atentos al sensus fidei del Pueblo de Dios, ‘que deben saber distinguir atentamente de los flujos muchas veces cambiantes de la opinión pública’, los miembros de la Asamblea ofrecen su parecer al Romano Pontífice, para que le ayude en su ministerio de Pastor universal de la Iglesia.
«En esa perspectiva, el hecho de que ‘el Sínodo tenga normalmente solo una función consultiva no disminuye su importancia. En efecto, en la Iglesia, el objetivo de cualquier órgano colegial, sea consultivo o deliberativo, es siempre la búsqueda de la verdad o del bien de la Iglesia.
«Además, cuando se trata de verificar la fe misma, el consensus Ecclesiae no se da por el cómputo de los votos, sino que es el resultado de la acción del Espíritu, alma de la única Iglesia de Cristo»1. Por tanto, el voto de los Padres sinodales, ‘si es moralmente unánime, comporta un peso eclesial peculiar que supera el aspecto simplemente formal del voto consultivo2′».
Cabe hacer dos comentarios sobre este texto fundamental, que utiliza dos citas de Juan Pablo II:
1) La Iglesia descubre la verdad mediante un proceso consultivo del pueblo a través de los obispos, y mediante el discernimiento del Pontífice sobre estos datos, y no en el depósito de la fe.
2) El papel esencial del Pontífice y del Sínodo es discernir la auténtica experiencia religiosa del pueblo entre los «flujos cambiantes de la opinión pública»: una expresión terrible, que pone el arma de la arbitrariedad en manos de la jerarquía. Como si todo lo que no atrae a las élites ya no fuera una expresión auténtica del pueblo, sino simplemente -para usar un término popular- «populismo».
Por tanto, el Sínodo permite, en cierto modo, que la verdad se descubra a partir de la experiencia religiosa del pueblo; pero si esta experiencia resulta peligrosamente tradicional o intolerante, a pesar del filtro de «órganos diocesanos», se puede degradar en «un flujo cambiante de la opinión pública»; y hacer simplemente lo que exigen las élites.
Sinodalidad y protestantismo
Esta relación de tipo protestante -de abajo hacia arriba- entre el pueblo y el episcopado, y entre el episcopado y el papado, ya prevista en Lumen gentium e incluida en el orden del nuevo código de derecho canónico, se expresa magistralmente en la conclusión de Episcopalis communio en n. 10:
«Gracias al Sínodo de los Obispos se mostrará también de manera más clara que, en la Iglesia de Cristo, hay una profunda comunión tanto entre los Pastores y los fieles, siendo cada ministro ordenado un bautizado entre los bautizados, constituido por Dios para apacentar su rebaño;
«Como entre los Obispos y el Romano Pontífice, siendo el Papa un ‘obispo entre los Obispos, llamado a la vez, como Sucesor del apóstol Pedro, a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias3’. Esto impide que ninguna realidad pueda subsistir sin la otra».
La conclusión vuelve entonces a la reforma eclesiológica iniciada por el Concilio y perseguida sin vacilación por los sucesivos Pontífices, la que quiere disolver el papado, tal como lo entiende la doctrina de la Iglesia, desde una perspectiva estrictamente ecuménica:
«Confío también en que, precisamente animando una ‘conversión del papado […] que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización’, la actividad del Sínodo de los Obispos podrá a su manera contribuir al restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos, según la voluntad del Señor (cf. Jn 17, 21).
«Así, de esta manera, ayudará a la Iglesia católica, según el deseo formulado hace años por Juan Pablo II, a ‘encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, esté abierta a una nueva situación4’.
Básicamente, es la nueva versión políticamente correcta y antipopular de la infalibilidad, teñida de profecía: una infalibilidad basada en un oportunismo que reemplaza las necesidades espirituales del hombre moderno -típicas del modernismo clásico- por las necesidades políticas dictadas por las élites gobernantes.
Además, son las propias élites las que dictan y describen estas «necesidades». La misma reforma del papado y de las estructuras de la Iglesia, que ya no se consideran instituciones divinas sino un fenómeno histórico, forman parte de la respuesta a estas «necesidades».