FÁTIMA: la profecía de una crisis y la promesa de un triunfo

FÁTIMA: la profecía de una crisis y la promesa de un triunfo ansiosamente esperado

Francesca Bonadonna

Famiglia Domani

22 de mayo de 2014

Ha pasado casi un siglo desde que ocurriera el gran suceso de Fátima, cuando Nuestra Señora, mensajera de Dios, se apareció a tres pequeños pastorcillos para darles un mensaje muy importante y para ofrecer su intersección maternal a una humanidad afligida por el pecado, una humanidad más narcotizada que nunca por una secularización cada vez mayor. La Sagrada Virgen María es la Reina de un reino ansiosamente esperado, previsto según su promesa e imprevisto según su tiempo; la esperanza de un nuevo milenio para los hijos de la Luz, para las fuerzas militantes del Pueblo de Dios que, movidas por el Espíritu Santo en medio del desorden y de la inquietud, se dirigen hacia el seguro puerto descrito en el sueño de San Juan Bosco, y que apunta a los dos pilares de la salvación: la Sagrada Eucaristía y la Virgen María.

Nuestra Señora lanzó un claro y profundo mensaje en Cova de Iría en 1917, un mensaje que muy pocos han aceptado en sus vidas: la Consagración a Su Inmaculado Corazón, que está insatisfecho, para que, según las instrucciones que le dio a la Hermana Lucía, evitáramos los errores del comunismo y las consecuencias de las guerras y de las persecuciones a la Santa Iglesia y al Santo Padre. Pero la debilidad humana y la fallida respuesta a la llamada divina están determinando irremediablemente el escenario tan perverso y espantoso de nuestros días y del que somos testigos desamparados.

FatimaEste desagradable escenario es como un río desbordado que nos ahoga cada día, inundando nuestros caminos, nuestras plazas, nuestras ciudades y todo el mundo. Los canales de televisión y las estaciones de radio están contaminados por una cloaca de mentiras, donde no hay ninguna referencia a Dios para edificación de la sociedad; además, tenemos a nuestro alrededor promotores de conquistas fáciles, como los  políticos y hombres de estado, poco gratificantes, que, al servicio de hábiles direcciones,  hacen falsas promesas que poco después se convierten en nada.

La crisis que se previó y se dio a conocer en 1917 está ahora floreciendo a gran escala: poco menos de un siglo después nos encontramos en la cuenta atrás para reducir estos tiempos de iniquidad, tiempos preparados por los falsos mitos de la ciencia que, más que nunca, se atreven a desafiar la creatividad omnipotente de Dios mediante la modificación y la anulación de la ley natural, basada en la acción procreadora de la familia, que es la única fuente de vida y la única escuela de valores perennes y universales.

Una desorientación que es provocada, que desplaza las mejores conciencias y que confunde las más rigurosas inteligencias, que está cegada por un lujurioso deseo de poder y fama, que es llevada por el mal camino mediante una ilusión satánica llena de falsas promesas, que parten de que debemos ser fieles hasta el final en el servicio de los bienes. Nuestra Señora habló a los tres pequeños pastorcillos con objeto de “eliminar el orgullo de nuestros corazones y exaltar la humildad”, en un momento de apostasía militante con objeto de anular el dogma de la Fe y de tumbar verdades absolutas. La Iglesia sufre por la traición de sus ministros que, habiendo sido absorbidos por la vorágine de la corrupción, sacan a sus ovejas fuera del redil, y las dejan indefensas para discernir la voz de su pastor.

Nos encontramos ahora en el umbral de la Gran Promesa de Fátima, de aquella Mujer Vestida de Sol, en el amanecer de una nueva era de paz: Ella, quien triunfará gracias a un repentino y misterioso acto, que revestirá a la humanidad con una nueva luz, la radiante luz del Inmaculado Corazón de María, Esposa de Cristo, quien reza continuamente, llora y sufre con Su Iglesia por la pérdida de Sus hijos, suspirando hasta el último momento por su salvación, como hace una madre en el momento de dar a luz una nueva vida.

[Traducción por Alberto Torres Santo Domingo. Artículo original.]

RORATE CÆLI
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