Homilía del Reverendo Dom Jean Pateau, abad de Nuestra Señora de Fontgombault.
Fontgombault 25 de diciembre de 2018
Et Verbum caro factum est.
Y el Verbo se hizo carne.
(Jn. 1, 14)
Queridos hermanos y hermanas, mis muy queridos hijos,
El nacimiento del Niño Jesús en Belén, su contexto cercano y remoto, han sido detallados abundantemente por los dos evangelistas san Mateo y san Lucas. San Marcos, por su parte, no evoca este periodo de la vida de Jesús y comienza su evangelio con la predicación de Juan el Bautista. En cuanto a san Juan, si de hecho no menciona los hechos relativos al nacimiento del Salvador, preludia su evangelio con el prólogo que acabamos de oír.
En el evangelio de san Lucas, el nacimiento de Jesús no es el primero que se relata. Seis meses antes, Juan el Bautista, el precursor, nació de la prima de María, Isabel. Cerca de la cuna del niño se formuló una pregunta: “¿Y qué va a ser este niño?” No fue así en el pesebre. Los pastores fueron informados por las palabras del ángel:
Porque os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor, en la ciudad de David. (Lc. 2, 11)
¿Qué nos dicen los evangelistas en cuanto al origen de Jesús? Durante esta noche, al final de los maitines, hemos oído la larga genealogía tomada del evangelio según san Mateo. Comenzando por Abraham, el padre de todos los creyentes, y terminando con Jacob, “que engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt. 1, 16). Y así, para desterrar cualquier malentendido referente al modo de su generación, el evangelista especifica:
La concepción de Jesús fue así: estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. (Mt. 1,18)
En cuanto a san Lucas, no preludia la narración del nacimiento de Jesús con una genealogía, sino con la narración de la Anunciación en la que recuerda la visita hecha por el ángel a María, “una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David” (Lc. 1, 27). Durante este breve diálogo con María, el ángel desvela la llamada que ha recibido ella del Señor, su vocación:
Y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin. (Lc, 1, 31-33)
Tal aserción no podía más que asombrar a María. Dice: “¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?” (v. 34). En su respuesta, el ángel insiste en el modo único de esta concepción:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. (v. 35)
San Mateo y san Lucas, a la vez que registran la ascendencia davídica de Jesús, afirman su concepción milagrosa del Espíritu Santo. Siguiendo sus huellas, lo confesamos cada domingo en el credo, también llamado el Símbolo Niceno-constantinopolitano: “por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la virgen, y se hizo hombre”; o de modo similar en el Credo de los Apóstoles: “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María virgen”.
San Juan, en vez de empezar con la remota generación del Niño Jesús, nos invita a contemplar la Trinidad:
Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios. (Jn. 1, 12)
Para dar cuenta de esta verdad, el credo proclama al Hijo “consubstancial al Padre”. Tal palabra es intimidante. Y, sin embargo, es la única apta para transmitir la integridad del misterio. Si sólo afirmáramos que el Padre y el Hijo son de la misma naturaleza, renunciaríamos a parte de la verdad, renunciaríamos también a expresar un inconmensurable acto de amor.
Todos los seres humanos son de la misma naturaleza. Sin embargo, no somos consubstanciales. ¿Qué diremos entonces? Si Dios es de verdad Dios, no puede ser sino uno. Desde toda la eternidad, el Padre, que es Dios, engendra al Hijo, que es Dios. El Padre da todas las cosas y el Hijo recibe todas las cosas. Ambos son, junto con el Espíritu Santo, único Dios.
Para distinguir al Padre, sólo existe el hecho de engendrar y, para el Hijo, el de ser engendrado. En el fondo de la Trinidad, desde toda la eternidad, se realiza un acto de amor de una intensidad inimaginable. Pero san Juan llama a sus lectores a contemplar también otro misterio, el objeto de la fiesta de Navidad. Ciertamente Dios no se quedó alejado de los hombres, sino que:
El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. (Jn. 1, 14)
La Palabra de Dios, la segunda Persona de la Trinidad, ha recibido en su encarnación una nueva naturaleza, la naturaleza humana, que está unida sin ninguna mezcla ni confusión a la naturaleza divina que ostenta del Padre desde toda la eternidad. Aquí se completa otra vez un misterio de amor sin medida, esta vez hacia los hombres, que se desvela en las primeras líneas de la Epístola a los Hebreos:
Muchas veces y en muchas maneras habló Dios a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo los siglos, que, siendo la irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia, y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas. (Hb. 1, 1-3)
¿Por qué habríamos de profundizar, en esta mañana de Navidad, en consideraciones que bien podríamos estar tentados de dejar a los teólogos, sino para esforzarnos en hacer palpable con palabras humanas el inconmensurable amor de Dios, que se nos manifiesta en el pesebre? En forma de niño, Dios se entrega, no según la medida de los hombres, sino según la medida divina. La expresión última y más radical de su don será el misterio pascual, su muerte y resurrección: “Nadie tiene amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos” (Jn. 15, 13).
En esta mañana de Navidad, unámonos a los pastores, los pequeños y humildes, a María y a José y, en silencio, contemplemos apasionadamente un misterio inexhaustible, un amor tan profundo, una paz sin límites, Dios con nosotros, Emmanuel.
Amén.
(Traducido por Natalia Martín. Artículo original)