Hijo de David

I. El Evangelio del Domingo XVII después de Pentecostés (Mt 22, 34-46) se sitúa en el Martes posterior a la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, apenas unos días antes de su Pasión[1]. En ese momento, los enemigos del Señor (fariseos, saduceos, herodianos) formaron un frente único y se reunieron para proponerle sucesivamente diversas cuestiones y acusarle basándose en sus respuestas: «Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba…» (vv. 34-35).

El texto que leemos se divide en dos partes: en la primera, Jesús responde a la cuestión que le había planteado uno de los fariseos en unos términos semejantes a los que vimos el Domingo XII después de Pentecostés: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (v. 36; cfr. Lc 10, 25-28).

Inmediatamente después, es el Señor quien toma la iniciativa y hace una pregunta a los fariseos. No olvidemos que el Domingo de Ramos, con su triunfo mesiánico estaba muy próximo y ahora les propone una cuestión al respecto: «¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es hijo?» (v. 42). La respuesta estaba en el título mesiánico más frecuente: «hijo de David», que se había escuchado como aclamación dirigida a Jesús: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (Mt 21, 9).

En la profecía de Natán (2Sam 7, 8-17), Dios anuncia al rey David que le dará un reino duradero y una posteridad de la cual saldrá el Mesías, que habrá de sentarse en ese trono como lo anunció el Ángel a María («Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin»: Lc 1, 32-33). También los profetas anuncian que el Mesías surgirá de la estirpe de David. E incluso en la interpretación temporal, parcial y restringida del mesianismo que predominaba a partir del s. II a. C. y llega hasta el tiempo de Jesús, se admitía sin discusión su origen de David. Pero los rabinos lo asemejaban a un puro hombre pues no veían cómo podían salvar de otro modo el dogma del monoteísmo[2].

Ahora bien, si el Mesías es «hijo de David» ¿cómo éste le llama Señor en el salmo 109, «movido por el Espíritu» (v. 43), es decir inspirado por Dios? Según la mentalidad judía, ningún ascendiente podía llamar señor a sus sucesores, sino todo lo contrario, y mucho menos de una manera tan enfática como lo hace el salmo. La cuestión planteada, únicamente se resolvía afirmando que el mesías, además de hijo de David según la carne, era Hijo de Dios. Precisamente esto es lo que va a plantear Caifás ante el sanedrín cuando buscaban un modo rápido de condenar a Jesús por blasfemo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63).

Con el salmo 109[3], el Señor prueba a los judíos la divinidad de su Persona. Prueba también que el Padre le reservaba el asiento a su diestra glorificándolo como Hombre: «Siéntate a mi derecha, | y haré de tus enemigos | estrado de tus pies. Desde Sión extenderá el Señor | el poder de tu cetro: | somete en la batalla a tus enemigos» (v.1-2). Esta proclamación de la realeza de Cristo equivale a la que confesamos en el Credo: «y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Por tanto el Mesías es presentado en este salmo como:

  • Hijo de Dios (vv.1 y 3: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento | entre esplendores sagrados; | yo mismo te engendré, desde el seno, | antes de la aurora»).
  • Rey futuro (vv.2 y 3) y Sacerdote para siempre (v.4: «El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: | Tú eres sacerdote eterno, | según el rito de Melquisedec»).
  • Y Juez: «El Señor a tu derecha, el día de su ira, | quebrantará a los reyes, sentenciará a las naciones, | amontonará cadáveres, | abatirá cabezas sobre la ancha tierra» (v.5-6).

II. La enseñanza del Evangelio se completa con la Epístola (Ef 4, 1-6) que nos recuerda cómo nosotros somos miembros de la Iglesia, el Cuerpo místico de Cristo. Y la incorporación a Cristo tiene como exigencia: «que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados» (v.1).

El Apóstol se dirige a los fieles sobre todo desde un punto de vista colectivo, en su calidad de miembros de un mismo cuerpo espiritual que es la Iglesia[4]. Por eso ha hablado al principio de la Carta a los Efesios de la filiación divina: «Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, | según el beneplácito de su voluntad, | a ser sus hijos» (Ef 1, 5). Es decir, que somos destinados a ser hijos verdaderos y no sólo adoptivos, como lo dice S. Juan («Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!»: 1Jn 3, 1), tal como lo es Jesús mismo. Y esto sólo tiene lugar por Cristo, y en Él. Es decir que no hay sino un Hijo de Dios, y nosotros somos hijos de Dios por una inserción vital en Jesús[5].

Por esa vinculación o intima unión que existe entre los fieles, san Pablo insiste en las virtudes necesarias para mantener unido y compacto cualquier organismo social y, en una palabra, en la caridad: «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo | para que fuésemos santos e intachables ante Él por el amor» (Ef 1, 4). El amor es, en efecto, el más grande precepto de Dios como nos enseña la primera parte del Evangelio:

  • Amar a Dios, referirlo todo a Él, con todo nuestro ser y aceptando todo aquello que Dios dispone según su beneplácito y voluntad.
  • Amar al prójimo, por Dios, en cuanto que es algo de Dios, por pertenecerle a Él, no por sus condiciones o cualidades naturales sino por un amor de caridad sobrenatural.

*

En conclusión: nuestra vocación es que seamos santos. Caminar de modo digno a esa vocación es tender a la santidad, santificarse, tendiendo a la perfección en el amor. Así llegaremos a realizar en nosotros nuestra perfección de cristianos.


[1] Para la distribución de las perícopas evangélicas en este día cfr. José María BOVER, Concordancia de los santos Evangelios, Madrid: Lux Mundi, 1957, 308-344.

[2] Cfr. voz «Mesías», in: Francesco SPADAFORA (dir.), Diccionario bíblico, Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1959, 400-403.

[3] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: Sal 109, 1-7.

[4] Cfr. Lorenzo TURRADO, Biblia comentada, vol. 6, Hechos de los Apóstoles y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965, 581.

[5] Cfr. Juan STRAUBINGER, ob.cit., in: Ef 1, 1-6.

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

Del mismo autor

Tus palabras, Señor, son espíritu y vida

La primera lectura de la Misa de este domingo (III del...

Últimos Artículos

“Por nuestra causa”

I. El día que estamos celebrando recibe en el...

La Iglesia y su historia

Todo es historia. Esta aseveración es un acierto que...