Durante una misión juvenil en la frontera de la República Dominicana con Haití, íbamos diario a un pueblito muy lejano en las montañas para trabajar haciendo letrinas y construyendo una cerca. El último día allí, un señor vino y nos pidió que fuéramos a una casa al otro lado del pueblo para ayudar a un señor muy anciano y enfermo a terminar la letrina que había empezado. Al oír que el anciano estaba enfermo y sabiendo que no había un sacerdote residente en el pueblo, le preguntamos si necesitaba también los sacramentos de la Iglesia.
Nos contestó, “Pues, tal vez le parecería bien también.”
Fuimos entonces a su hogar de barro y palo, sin luz ni agua corriente. Al llegar, la hija del enfermo nos saludó con lágrimas en sus ojos, no de tristeza sino de alegría.
Ella nos contó: “Ayer me enteré del peligro en que se encuentra mi papá y vine inmediatamente de la capital conduciendo seis horas por la noche rezando todo el tiempo, para que mi papá, que ha vivido casi toda su vida fuera de la iglesia, regrese a los sacramentos antes de que muera. Sé que los sacerdotes casi nunca vienen aquí, pero hoy al amanecer, vi pasando por la casa un camión con cuarto sacerdotes extranjeros».
Atendimos al enfermo en su lecho de muerte. Él rezó con nosotros y toda su familia y recibió las gracias que el Señor quería regalarle ese día.
El evangelio de hoy nos presenta el misterio de la llamada de Dios, quien llama a algunos desde el principio de sus vidas y a otros al último minuto. Por medio de esta parábola, aprendemos que todos somos deudores a la misericordia de Dios, que es regalada a los que Dios quiere, cuando Dios quiere.
Pero al mismo tiempo, la epístola nos enseña la necesidad de trabajar por nuestra salvación.
“Corred de manera que lo ganéis.” Dice San Pablo. Y nos pone a pensar seriamente cuando dice: “castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre para que no suceda que habiendo predicado a los demás venga yo a ser reprobado.”
¿Cómo puede ser posible que San Pablo que fue rescatado de su ignorancia y esclavitud al pecado en una manera tan maravillosa, se le pudiera perder después tantas labores, sufrimientos, y éxitos en servicio al evangelio?
Y nos advierte con el ejemplo del antiguo testamento, contando que aunque Moisés y los demás fueron tan favorecidos por Dios, concluye esta lectura diciendo: “pero no muchos de ellos agradaron a Dios.”
¿Entonces de quién depende nuestra salvación, de Dios o de nosotros? La respuesta correcta es: de los dos.
Dios nos ofrece la gracia de la salvación y no niega a nadie lo que es necesario y sin eso la salvación sería imposible, pero, también es absolutamente necesario que pongamos de nuestra parte porque Dios no constriñe a nadie a ser salvado.
Tanto el evangelio como la epístola, nos hacen darnos cuenta de ciertos errores o pecados que se relacionan a nuestra participación en nuestra propia salvación.
El evangelio nos previene contra una desesperación del que piensa que para él la salvación es algo imposible, como los trabajadores que no fueron llamados hasta el último que, quizás, pensaron que no iba a ganar nada ese día. Pero por la llamada del amo, no sólo recibieron un sueldo adecuado a su labor, sino aún más. Igual, nos previene contra el error de los que fueron llamados primero que sentían un gran resentimiento por haber recibido el mismo pago que los recién llegados, pensando que el premio tiene que ver más con la cantidad de trabajo que con la generosidad de Dios.
Por otra parte en la epístola, San Pablo nos advierte del peligro de la presunción que dice que se puede ser salvado sin esfuerzo propio, presumiendo de la misericordia de Dios sin darse cuenta de que se necesita corresponder a ésta y trabajar. También existe la herejía de muchos protestantes que dicen que si solo creo, no es muy importante lo que haga. La fe basta, y no se necesita más y una vez habiendo creído y recibido a Jesús como mi salvador, no podré perderlo jamás. Pero si la salvación es algo que se puede saber con certeza, por qué San Pablo dice “yo corro no como a la ventura; y peleo, no como quien azota el viento.” ¿Quien más que San Pablo después de tantos favores y revelaciones para estar seguro de su salvación, y no lo estaba?
- «Clarísimo está, hermanos míos,” dice San Agustín, “y tenedlo por seguro, que Nuestro Señor Jesucristo perdona todas las faltas antiguas y, rompiendo la antigua cuenta, abre otra nueva en el momento en que alguien se convierte a su fe y abandona su primeros caminos, inútiles o malvados . Todo se perdona; nadie se preocupe de que le quede algo sin perdonar. Pero nadie tenga tampoco la perversa seguridad contraria, porque dos cosas hay que pueden matar el alma: la desesperación y la esperanza mala. Oídme: la esperanza recta salva, así la perversa engaña.”
Necesitamos mantener estas dos cosas en equilibrio: nuestra dependencia de la gracia de Dios y nuestro deber como dice San Pablo en otra epístola, “Trabajad con temor y temblor en la obra de su salvación.”
Hoy en día se ve gente cayendo en todos estos errores. Lamentablemente hay gente que olvida que somos totalmente dependientes de la gracia Dios. Piensan que se pueden salvar por sus propias fuerzas. Pero San Pablo dice “Cuando yo distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres, y cuando entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve de nada.” Y la caridad y la gracia son inseparables. Igual podemos decir, “si rezo 10 rosarios diario, y hago todas mis devociones a los santos, y tengo muchos sacramentales, pero no voy a misa los domingos o vivo en pecado o apoyo los pecados de los demás, por haber perdido la vida de gracia en mi alma, seré echado a los fuegos de castigo cuando muera, porque sin gracia, no tengo nada.”
Al mismo tiempo, mucha gente cae en el otro error de la presunción, que puede ser también un tipo de pereza, pensando que su salvación es segura y no importa mucho lo que hagan ¿Qué otra razón hay para dejar pasar mucho tiempo sin confesarse, si nos encontramos sin la vida de gracia? ¿Qué razón puede haber si sabemos, como la iglesia siempre nos ha enseñado, que si morimos en esta condición, el infierno nos espera? Sabiendo además de la plenitud de gracia que Dios nos ofrece por comulgar y también lo fácil que es confesarse, ¿qué excusa puede haber para perder incluso una oportunidad de recibir a nuestro Señor en la eucaristía? Igual, ¿cómo se puede perder tiempo en esta vida con banalidades si nos damos cuenta de que tenemos este tiempo sólo para fortalecernos en amor y gracia como preparación para la vida eterna?
Para acordarnos de esta realidad, la iglesia cada año nos da el tiempo de cuaresma como un temporada de entrenamiento a la cual se refiere San Pablo cuando dice: “El que lucha en la arena de todo se abstiene; y aquellos ciertamente por recibir una corona corruptible; más nosotros, incorruptible.” Y estas semanas de Septuagésima son cuando debemos pensar seriamente en qué necesitamos hacer para entrenarnos para ganar esta corona. ¿Qué podría sacrificar por amor a Dios? ¿Qué podría hacer para servir a Dios más generosamente?
Hay mucho que podemos sugerir. Algo muy evidente es el apoyo con la casa pastoral y de formación. Esperamos que recen mucho por más vocaciones sacerdotales, y vocaciones santas. Depender de Dios es bueno, pero al mismo tiempo hay que hacer lo que podamos. Y si quieren que sus hijos y familiares tengan buenos sacerdotes para atenderlos, aquí tienen una oportunidad concreta para hacer un sacrificio que va a fructificar abundantemente.
Se pueden ver también en el boletín varias oportunidades para participar más en la vida de la iglesia y por medio de eso, acercarse más a Dios.
Lo mas importante es darnos cuenta que el proceso de santificación y salvación empieza y termina con Dios. Él nos invita, Él nos dispone y Él lo consuma, si nosotros participamos con el poquito que tenemos.
Si queremos trabajar por nuestra salvación, si queremos laborar en la viña del Señor como apóstoles, necesitamos estar primero llenos de Dios, según lo dicho por el Padre Mateo: “¿Qué cosa es un apóstol? Un cáliz lleno hasta los bordes de Jesús y que, al desbordar, da ese Jesús a las almas. Fuera de esta definición yo no creo en ningún apóstol, en ninguno, porque convertir almas, ganarlas a Jesucristo, santificarlas, es obra eminentemente divina y sobrenatural.”
¿Y dónde llenamos los cálices de nuestras almas? Aquí en la Santa Misa donde acudimos al costado herido de Cristo, donde encontramos su Corazón derramando todo lo que tiene para nuestro bien. Y aunque la Misa es totalmente obra de Dios, fundada por Él, hecha principalmente por Él, y fructificada por Él, estamos invitados a participar, incluso cada día si podemos, como si fuera nuestra. Es decir, aquí en la misa entramos en la obra y la oración de Jesús y la hacemos en la nuestra.
Por eso, tenemos esta inmensa razón para tener gran confianza. La cual, dice el Padre Mateo, es la fuerza misteriosa que les dio paz y alegría a los santos en su lucha cotidiana y fue, sin dudarlo, el secreto de todas sus victorias, pero una confianza ilimitada y robusta, llevada hasta la audacia.”
Padre Daniel Heenan, FSSP