Irreverencia de los que asisten a la Santa Misa, necesidad de respeto

¿Más cuál debe ser la eficacia de la fe? ¿Cuál la pureza de la vida y la eminente santidad de los ministros del Altísimo? ¿De estos mediadores visibles entre Dios y los hombres? ¿De estos sacerdotes del Dios vivo, cuya dignidad reverencian los Príncipes de la tierra, y cuyo sagrado carácter es respetable a los mismos ángeles del cielo?

¿Pueden acercarse a los altares sin estar penetrados de un santo terror? ¿Pueden tener la Hostia viva entre sus manos sin sentir los efectos maravillosos de su presencia? Moisés, del trato que tuvo con Dios en el monte, salió con rayos de luz sobre su rostro. ¿Puede el sacerdote apartarse del altar sin nuevo fervor? ¿Sin una devoción y una virtud más visible?

Así  lo piensan todos los hombres de juicio instruidos en las verdades de nuestra fe: así discurren “hasta los indios” luego que se hallan informados de nuestros sagrados misterios. Y en verdad, aunque no se tenga sino un aligera tintura de la religión cristiana, ¿se puede discurrir de otro modo? Pero en  los que siguen esta santa ley ¿no se halla casi siempre una conducta contraria?

Esos cristianos imperfectos que tiene una Misa por una devoción cansada: esos cristianos del mundo que por su flojedad o desgana dejan de asistir a los divinos misterios: esos licenciosos y esas mujeres vanas que asisten a él con todo el aparato de las disolución y falta de piedad, ¿conocen lo que confiesan que creen? ¿O por ventura creen lo que miran con tanta indiferencia, y aún lo que tratan con el mayor desprecio?

Los primeros cristianos tenían sentimientos tan religiosos y reverentes de este adorable sacrificio, que entre ellos a los menos parecía vacilante en la fe el que asistía con poca devoción a una Misa. ¿Pudieran creer que estaban entre fieles si fueran testigos de nuestra religión y de nuestras escandalosas irreverencias mientras se celebran los misterios sagrados?

¡Cosa extraña es por cierto! Ninguna falsa religión ha habido, ninguna secta, aun la más extravagante, que no haya tenido respeto y veneración a sus sacrificios, por supersticiosos y abominables que fuesen. El Príncipe, igualmente que el pueblo, no se atrevió jamás a intentar eximirse de esta ley. Entre los gentiles hubo quienes se dejó abrasar la mano por ni interrumpir o alterar con algún movimiento irregular sus sacrílegas ceremonias. La idea sola de sacrificio hace religiosos a los más desenfrenados, aun entre los pueblos más toscos: Y sólo entre los cristianos, es decir, donde están la verdadera santidad y religión, ¿ha de ser donde el sacrificio del Dios vivo se trate con irrisión y con escándalo?

¡Cuántos asisten a la Misa con menos compostura que a un espectáculo! Lo cierto es que muchas veces se está en ella con menos decencia que en una visita de cumplimiento. No son ya irreverencias mudas y ocultas, son profanaciones manifiestas. Se asiste con pompa mundana. En otras partes la falta de devoción procura encubrirse, aquí se hace ostentación de ella. Pues, ¿qué acción hay más respetable? ¿Qué ceremonia hay en la cristiandad digna de más respeto, y que pida más religión?

Discurso sacado de las obras del P. Juan Croiset S.J.

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