Parábola del Buen Samaritano (I)

En esto se levantó un doctor de la Ley y dijo para tentarle: “Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” Él contestó:”¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Éste le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo”. Y le dijo: “Has respondido bien. Haz eso y vivirás”. Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: “Y, ¿quién es mi prójimo?”

Jesús entonces, tomando la palabra, dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones que, después de despojarle y cubrirle de heridas, se marcharon, dejándolo apenas con vida. Bajaba por aquel camino un sacerdote que, viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, que pasaba por aquel sitio, le vio y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él, y al verle se llenó de compasión. Se acercó, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le condujo al mesón y cuidó de él. Al día siguiente, tomando dos denarios, se los dio al mesonero y le dijo: “Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta”. ¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los ladrones?” El le contestó: “El que tuvo misericordia de él”. Y Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo”.

Si la parábola se examina detenidamente se encontrarán en ella dos ideas centrales que la vertebran y le dan forma. Siendo la primera de ellas la referente al ejercicio en sí de la virtud de la misericordia, o de la compasión, como virtud fundamental de la vida cristiana. En cuanto a la segunda, tiene que ver con las diferentes reacciones o modos de conducta, según se comportan los diversos seres humanos ante una situación de necesidad o desgracia sufrida por el prójimo.

La primera idea describe la desgraciada y dolorosa situación en la que se encontraba el viajero que había sido asaltado, herido y expoliado.

La segunda narra la diferente situación social de los personajes que pasaron por el camino, los cuales reaccionaron de forma tan distinta ante la desgracia sufrida por el desafortunado viajero: un sacerdote, un levita y un samaritano. Elementos pertenecientes a la clase dirigente e influyente los dos primeros, pero que se mostraron indiferentes ante la necesidad del desgraciado que había sido maltratado y robado; y un pobre infeliz el tercero, perteneciente a una clase social despreciada por los principales de los judíos y que sin embargo fue quien le ayudó.

Examinaremos ante todo la primera de las dos ideas: la compasión o la misericordia como virtudes fundamentales de la existencia cristiana. Para lo cual habrá que considerar la actitud del bondadoso samaritano, prescindiendo por ahora de la conducta de los otros dos caminantes que se mostraron indiferentes.

Lo primero a tener en cuenta es que el samaritano no presta atención en ese momento, ni a las causas que dieron lugar a la situación del desgraciado que yacía junto al camino, ni tampoco a la conducta o condición de quienes la provocaron (los ladrones en este caso). Simplemente concentra su atención en la urgente necesidad de ser socorrido que apremiaba a aquel hombre, malherido y sin poder moverse. No se pone a analizar detenidamente el modo como había sido maltratado y robado; ni mucho menos el estado de ánimo o posibles causas que quizá hubieran justificado la conducta de los malhechores: si serían unos desgraciados, o si seguramente estarían bajo una situación de extrema necesidad, etc. Sencillamente se aplicó con rapidez, dada la urgencia del momento, a atender al infeliz que sufría: curó sus heridas, echando sobre ellas aceite y vino y, después de haberlas vendado, lo subió a su propia cabalgadura y lo llevó hasta el mesón. Y en un exceso de bondad y misericordia da dinero al mesonero para que lo cuide, asegurándole que pagará lo que haya gastado de más en el momento de su regreso.

Y aquí es necesario prestar cuidadosa atención al hecho de que el samaritano no se para a examinar las causas que provocaron la situación del que había sido asaltado. Ni mucho menos a tratar de justificar de algún modo la conducta de quienes le habían injuriado. Puede suponerse, por supuesto, que tacharía a los autores del desaguisado como lo que eran: una pandilla de desalmados forajidos merecedores de un duro castigo. Pero sin ocuparse del tema en ese momento para dedicarse a lo verdaderamente importante.

Lo cual tiene extraordinaria importancia ante la grave situación de confusión en la que actualmente se encuentra la Iglesia, plagada de falsos maestros y doctores que la extravían con mentirosas doctrinas que hasta pretenden justificar situaciones y conductas claramente contrarias a la Ley Natural y a la Ley divina. Y puesto que son demasiado numerosos los fieles que se sienten confusos y desconcertados, de ahí la conveniencia de analizar y distinguir cuidadosamente, sin confundirlos en uno solo, los dos elementos distintos que forman parte de la situación: el estado de necesidad en el que se encontraba la víctima, de una parte, y las causas que habían provocado tal estado, de otra.

La compasión o misericordia, considerada en sí misma, no atiende a las causas que la han provocado —al menos en un primer momento determinante—, sino que sencillamente se apresura a socorrer al necesitado. No tiene por objeto propio el de analizar o juzgar los orígenes o motivos que han dado lugar a la situación de necesidad, sino que sólo se interesa por la necesidad en cuanto tal.

Las causas que han dado lugar a la situación que ha de ser objeto de misericordia pueden ser voluntarias, provocadas por el mismo que sufre la situación dolorosa, como en el caso de la mujer adúltera que fue arrojada a los pies de Jesús y que iba a ser lapidada:[1]

—Maestro —le dijeron— esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices? —se lo decían tentándole, para tener de qué acusarle.

Esta mujer sorprendida en adulterio se encontraba, sin embargo, arrepentida de su delito; o al menos, si es que no lo estaba en ese momento, es indudable que fue inducida al arrepentimiento por Jesucristo a través del desarrollo del episodio. Un dato importante que después habrá que tener en cuenta.

Dos elementos distintos será necesario considerar en este episodio y en primer lugar la condición en la que se encontraba la mujer: aterrorizada ante la inminencia de la muerte, dolorida y arrepentida de su falta, maltratada, avergonzada ante la muchedumbre de los que la acusaban, y mirando con extrañeza al desconocido personaje de noble porte que la miraba con compasión y a cuyos pies la habían arrojado despiadadamente. En segundo término, el pecado de adulterio en el que había sido sorprendida y que había dado lugar a la situación en la que se encontraba.

Jesús contempla ante todo el miserable estado en el que se encontraba aquella infeliz: avergonzada, aterrorizada y a punto de ser condenada a muerte. Por supuesto que no dejaría de tener en cuenta la causa que la había conducido a esa situación, enteramente consciente de que se encontraba ante una mujer adúltera; aunque no se pone a considerar, en un primer momento, el pecado para hacerlo objeto directo de su atención, sino que contempla ante todo la desgracia de la mujer y la necesidad de arrepentimiento en la que se encontraba. Menos aún se pone a justificar el adulterio, o a tratar al menos de ofrecer atenuantes que indujeran a los presentes a la misericordia. Dos elementos, por lo tanto, diferentes: ante todo se compadecede la situación de la pecadora; para perdonar y erradicar de ella el pecado a continuación. Donde conviene observar que si perdona es porque reconoce previamente y condena el pecado (de otro modo nada tendría que perdonar). Por eso la despide, terminado ya el episodio y después de salvarla (de la muerte y del pecado), con las conocidas palabras que son a la vez cariñosas y serias: ¡Vete y no peques más!

Algo semejante puede observarse en el episodio de la mujer pecadora que ungió los pies de Jesucristo con un frasco de ungüento y con sus lágrimas.[2]

Ante los pensamientos malévolos del fariseo que lo había invitado a su casa, el cual daba vueltas en su interior considerando que un pretendido profeta tendría que haber sabido la condición de aquella mujer que lloraba compungida a sus pies, y después de dar una rendida lección a su anfitrión, Jesucristo perdona ampliamente a aquella mujer una vez reconocido su total arrepentimiento: A esta mujer se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho.

Pero en modo alguno deja Jesucristo de considerar la condición de pecadora pública de aquella mujer. Ni menos aún trata de justificarla, o de ofrecer al menos atenuantes que inciten a la compasión o a quitar gravedad a sus actos. Da por hecho que está enteramente arrepentida, como demuestran rendidamente los sentimientos de dolor, de vergüenza y de amor a Jesucristo que manifiesta la conducta mujer. Y como es grande su arrepentimiento —porque ha amado mucho—, por eso también se le perdona mucho.

Y lo mismo podría decirse del padre bondadoso de la parábola del hijo pródigo que vuelve a casa arrepentido,[3] después de haber dilapidado su hacienda y llevado una vida de crápula. Cuando su padre sale apresurado a su encuentro él se arroja a sus pies:

—Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo.

Pero el padre lo recibe alborozado y organiza una gran fiesta para celebrar su regreso. Lo cual no significa que hubiera dejado de considerar el hecho innegable del delito del hijo, aunque lo olvida y lo perdona por completo. Con lo que nuevamente nos encontramos con el razonamiento hecho más arriba: porque si el padre otorga su perdón es porque media el reconocimiento de que hubo un pecado que él olvida y perdona en atención al arrepentimiento de su hijo, pero que nunca hubiera pensado en tratar de justificar ni disimular como delito. E igualmente, si el hijo volvía a su hogar avergonzado y arrepentido, es porque también él reconocía el pecado cometido.

Pero las causas que han provocado la situación desgraciada pueden ser enteramente involuntarias por parte de la persona necesitada de ayuda y de compasión, como en el caso del viajero injuriado de esta parábola. Aunque, de todas formas, la situación surgida sigue siendo distinta de la causa cuyo es el efecto, que es un factor a considerar cuando se tiene en cuenta que la compasión o misericordia se ejerce sobre la persona que la necesita en un momento determinado.

Lo cual no significa que sea preciso acudir a ningún razonamiento para justificar ni atenuar la injuria que dio lugar a la desgracia. En modo alguno cabe imaginar que Jesucristo no pensara que la mujer adúltera, arrojada violentamente a sus pies por quienes la acusaban, era efectivamente una adúltera; o que la mujer pecadora que regaba sus pies con sus lágrimas no era realmente pecadora; o que el hijo pródigo de la parábola no había pecado gravemente contra el cielo y contra su padre, como él mismo reconocía. Cuando Dios ejercita el atributo de la misericordia, perdonando a un pecador, es porque parte del reconocimiento de que hubo efectivamente un pecado, pues de otro modo, ¿de qué iba a perdonar?

Si aplicamos esta doctrina —tal como exige el más elemental sentido común y la lógica de cualquier situación— a los casos que actualmente se debaten en la Iglesia, llegaremos a la conclusión de que los divorciados que han contraído un nuevo matrimonio, e incidido por lo tanto en la situación de adulterio, se encuentran efectivamente en la situación de adulterio. Y tal como se ha visto en los ejemplos evangélicos que hemos considerado, también aquí se requeriría para admitirlos a los sacramentos un estado de efectivo y sincero arrepentimiento. A no ser que se quiera justificar el adulterio y burlar las enseñanzas de Jesucristo y todos los preceptos de la Ley divina.

En cuando a los pretextos aducidos de que se trata de la praxis, pero no de la doctrina (la cual continuaría intacta), son una evidente falacia y un insulto a la inteligencia de los simples fieles.

En primer lugar, porque es imposible desligar la praxis de la doctrina: lex orandi, lex credendi. La praxis lleva ineludiblemente a la doctrina, de tal manera que cambiada la primera queda alterada también necesariamente la segunda. Los ejemplos para demostrarlo serían innumerables, aunque debería bastar con los casos de la sagrada comunión administrada en la mano, o la práctica de multiplicar casi al infinito el número de ministros eucarísticos laicos, todo lo cual ha acabado por destruir la fe del pueblo cristiano en la presencia real eucarística. Lo mismo ha ocurrido con la nueva misa, la cual, a diferencia de la tradicional —elaborada a lo largo de una sabia práctica de la Iglesia bimilenaria—, ha sido prefabricada en laboratorio yadaptada a las necesidades del momento, pero que ha arruinado la práctica de la asistencia dominical al Santo Sacrificio.

La práctica de justificar una situación pecaminosa, o de tratar al menos de disimularla o atenuarla, y aún lo que equivaldría a algo peor como sería no exigir el arrepentimiento previo, es un error y un pecado más grave que el de origen. En último término sería una injuria y una blasfemia contra Dios, a quien se intentaría hacer cómplice del error o del pecado; lo cual no podría ser calificado con otro nombre que el de desaguisado o atropello satánico.

Si trata de justificarse la situación pecaminosa en la que vive alguien, sin exigir el previo arrepentimiento, se le induce a continuar en ella en un estado de situación permanente como si fuera legítima, poniéndolo en peligro de eterna perdición. Otra terrible ofensa conferida ahora al desgraciado necesitado de la bondad de la misericordia divina, la cual no le será otorgada sin que preceda el necesario arrepentimiento.

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez

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[1] La narración está contenida en Jn 8: 1–11.

[2] El episodio se narra en Lc 7: 36–50.

[3] El episodio lo cuenta San Lucas en 15: 11–32.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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