Dos posiciones diferentes: Los hombres ante la Muerte o Jesús ante la Muerte
Salvo que estén imbuidos del espíritu de Jesucristo, resulta imposible para los hombres dejar de adoptar una postura fatalista ante la Muerte. La Muerte es para ellos el final inevitable, la suma de todas las desgracias y el mayor de todos los infortunios. La mayor parte de las veces no saben reaccionar ante ella sino con el dolor y el llanto, rayanos con frecuencia en la desesperación.
Y apenas nadie cae en la cuenta del hecho de que la muerte, si bien en un principio tuvo el carácter de castigo por causa del pecado, fue definitivamente vencida y cambiada su condición de punición por la de gloria. A pesar de lo cual sigue teniendo para la paganía el carácter de castigo, si bien ahora según un doble concepto. Pues ya no es meramente un castigo, sino que se niega a ser redimido y a renunciar a su condición de ser el objeto propio de una maldición.
De tal manera que la Muerte, que antes de Cristo era efectivamente merecedora de dolor y de lágrimas, después de que los hombres han rechazado la Salvación que Él vino a proporcionarles, ha adquirido un nuevo carácter añadido de desesperación para aquellos que la sufren, bien sea directa o indirectamente.
Y es que los hombres se han empeñado en vivir dentro del absurdo. Pues ya hemos dicho que no han querido enterarse de que la Muerte ya había sido definitivamente vencida:
—¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu victoria?[1]
Cuando Jesús se encaminaba a la casa de su fallecido amigo Lázaro le sale a su encuentro Marta, hermana del muerto y bañada en lágrimas. Pues Marta tampoco se había dado cuenta de que la Muerte, ya potencialmente sometida, estaba a punto de ser definitivamente vencida. De ahí la admonición que le hace Jesús:
—Tu hermano resucitará.
—Lo sé, Señor —le contesta ella—, en el último día, cuando resuciten todos.
Pero Jesús la conduce al camino de la verdad y le hace la gran revelación:
—Marta, Yo soy la Resurrección y la Vida; ¿tú crees eso?
Pues sucede que para los hombres que no han querido aceptar a Jesucristo, la Muerte es sencillamente el acabamiento y el final de todo. Sin embargo, Jesucristo es el único hombre en la Historia de la Humanidad que ha sido capaz de enfrentarse cara a cara con la Muerte y acabar con ella.
Por eso, frente a la Muerte, que para los hombres significaría el final, el acabamiento, el sepulcro, la corrupción y la nada, la grande y solemne afirmación ante la que la misma Muerte retrocede y se arrodilla confundida:
—Yo soy la Resurrección y la Vida.
No es que haya tenido lugar aquí un cambio accidental de situaciones distintas, sino un cambio sustancial de situaciones opuestas. Pues el castigo se ha trocado en premio, el dolor se ha cambiado en gozo, la derrota se ha visto sustituida por la victoria y la Muerte ha sido vencida definitivamente por la Vida.
Por eso para los cristianos, que participan en todo de la vida y del destino de Jesucristo, no existe la Muerte. Pues no hay frontera alguna entre ella y la Vida. A una vida imperfecta y efímera, salpicada de dolores y de quebrantos, le sucede la Vida Perfecta que es la Eterna Vida. De tal manera que la Muerte no es sino el paso necesario —doloroso, pero paso al fin— de la una a la otra.[2] Ningún cristiano puede atribuirse para sí mismo la muerte en el sentido en el que los hombres la entienden. Pues la Muerte del cristiano, en cuanto que no le pertenece y no es suya por lo tanto, ¿de qué forma podría decirse que muere realmente?, según lo que dice el Apóstol: Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él,[3] para añadir poco después en la misma Carta a los Romanos:
Pues ninguno de nosotros vive para sí,
y ninguno de nosotros muere para sí.
Si vivimos, para el Señor vivimos,
y si morimos, para el Señor morimos.
En fin, sea que vivamos o sea que muramos,
del Señor somos.[4]
Además de eso, el cristiano ya no vive esclavizado por el temor de la muerte: Liberó a todos aquellos que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a esclavitud.[5] Un temor que atenaza a todos los hombres pero que para el cristiano se convierte en confianza tranquilizadora, además de ir acompañado por la segura certeza de que la Muerte le abre el camino a la verdadera Vida.
Por otra parte, el cristiano no solamente ya no es un esclavo sometido al temor de la Muerte, sino que es ahora su dueño y señor:
Todas las cosas son vuestras:
ya sea Pablo, o Apolo, o Cefas;
ya sea el mundo, o la vida, o la muerte;
ya sea lo presente o lo futuro,
porque todas las cosas son vuestras
y vosotros sois de Cristo.[6]
La hermosura de la muerte cristiana
Los cristianos piadosos suelen encomendarse diariamente a San José con una hermosa jaculatoria en la que recaban de su intercesión que les sea concedida una buena muerte. Es una bella y poderosa impetración digna de ser practicada todos los días por cualquier fiel de la Iglesia que se precie de su condición.
Pero cuando los cristianos se dirigen devotamente al Santo Patrono de la Iglesia Universal con esa oración, en la seguridad de conseguir de su intercesión una muerte piadosa como culminación de su existencia terrena, es evidente que piensan en algo mucho más elevado que lo que se deriva del estricto significado de la expresión buena muerte.
Cosa que se debe a que la petición a la que se refiere la jaculatoria no expresa suficientemente lo que supone la muerte cristiana. La cual, mucho más allá de lo que queda circunscrito en el enunciado de una buena muerte, es más bien la bella culminación de una existencia que, habiendo consistido en amar, eclosiona ahora en la hermosura del mayor acto de amor que le ha sido dado realizar al hombre durante el estado de su peregrinaje terrestre. Y de ahí su belleza, en cuanto que es un acto de amor y el más elevado de todos ellos. Y el amor es la más sublime e inefable realidad existente tanto en el Cielo como en la Tierra.
Claro que enseguida se interpone una primera pregunta que a cualquiera se le puede ocurrir y a la que es necesario satisfacer: ¿Por qué es precisamente la Muerte un acto de amor?
Y la respuesta es rápida y contundente: porque es la mayor y mejor demostración de amor que cualquiera es capaz de otorgar. Tal como ya lo afirmó expresamente el mismo Jesucristo: Nadie demuestra mayor amor que quien da la vida por sus amigos.[7]
Ahora bien, si la Muerte es una demostración de amor tal cosa no es posible sino porque ella en sí misma es un acto de amor, y aun el mayor de todos los actos de amor posibles según ya fue dicho.
Cuestión a la que necesariamente sigue la segunda pregunta, no menos importante que la primera: ¿De dónde le viene a la muerte cristiana ser un acto de amor e incluso el mayor de todos los posibles actos de amor?
La respuesta es fácil para quien conozca el entramado de la existencia cristiana. Sin embargo, las verdades más fundamentales de la vida cristiana hace ya demasiado tiempo que fueron olvidadas por aquellos mismos que fueron bautizados, aunque aún sigan creyendo que participan de las enseñanzas de Jesucristo. Por eso la Muerte continúa estando marcada por un sentido fatalista incluso para los mismos cristianos, o sin que se espere de ella otra cosa, en el mejor de los casos, que un piadoso final acompañado por la esperanza de la Salvación.
Pero la muerte del cristiano es un acto de amor. Y hasta el más bello y perfecto de todos los actos de amor posibles, precisamente porque es una participación de la muerte del mismo Jesucristo. Pues los cristianos han olvidado, o ignoran por completo con demasiada frecuencia, que fueron creados y bautizados con vistas a ese acto supremo que es la culminación de su existencia terrena, tal como expresamente lo afirma San Pablo: ¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para participar en su muerte?[8]
A lo más que aspira quien ama ardientemente es a participar de la existencia de la persona amada, según un auténtico intercambio de vidas que las lleva a confundirse en un mismo destino. El verdadero amor conduce a una entrega mutua y total entre los que se aman, incluidas la vida y la muerte, que es otra idea olvidada en los actuales tiempos de apostasía y paganismo en los que se ha perdido la idea del amor.
Y sin embargo se trata de ideas centrales que estructuran la relación de amor divino–humana, tal como fue configurada desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento:
Mi amado es para mí y yo soy para él.
Pastorea entre azucenas.
………….
Yo soy para mi amado
y a mí tienden todos sus anhelos.[9]
El lenguaje poético y todavía velado de El Cantar de los Cantares se ve superado por el lenguaje realista, aunque ya claramente sobrenatural y transcendente del Nuevo Testamento: El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él.[10] Si juntos en la vida —formando una sola vida—, unidos también en la Muerte. Por eso la identificación con Cristo no alcanza su plenitud en la existencia del cristiano hasta el momento de su muerte: si la vida del uno ha sido también la del otro, igual cosa en la Muerte. Donde la muerte del discípulo se identifica con la de su Maestro, y de ahí la importancia de la participación en la Misa.
La transcendencia de esta participación alcanza su fundamento en que, siendo la Misa el verdadero Sacrificio de Jesucristo —no simbólico, sino hecho realidad aquí y ahora en el Altar, aunque no se trate de una repetición en el tiempo— el cristiano participa también realmente de ese Sacrificio. Participación que es calificada por San Pablo como un anuncio de la Muerte del Señor: Cuantas veces coméis de este pan y bebéis de este cáliz anunciáis la muerte del Señor, hasta que Él venga.[11] Se trata para el Apóstol, por lo tanto, de un testimonio viviente de la Muerte del Señor, hecho ahora realidad en la vida del cristiano como primicia de lo que ha de ser su muerte definitiva. De tal manera, sin embargo, que así como las arras o primicias contienen ya un adelanto real de lo que será el fruto definitivo, lo mismo sucede con el anuncio de la Muerte de su Señor que lleva a cabo cada cristiano en la Misa y que luego ha de hacerse verdad en su vida ordinaria de cada día, como adelanto de su muerte en la que se consumará al fin su identificación total con Jesucristo. De ahí la gravedad de que la idea del sacrificio quede diluida —cuando no eliminada— en la Misa del Novus Ordo.
Según estas premisas, así como la muerte del cristiano ya no es su propia muerte, sino la Muerte de Cristo convertida en suya propia, tampoco su vida es ya su propia vida, según lo afirmaba el Apóstol: Cristo murió por todos a fin de que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquél que murió y también resucitó por ellos.[12] De modo que si la vida del cristiano ya no es su propia vida, sino la de Cristo (que es ahora la propiamente suya, según la ley de la reciprocidad en el amor), y su muerte tampoco es suya sino la de Cristo (que es ahora la suya, según la misma ley), ¿dónde están ahora las amarguras de la vida y dónde están en el presente las angustias y el miedo a la muerte? Una vez que la persona enamorada verdaderamente se encuentra con que ha hecho suya toda la existencia y el destino de la persona amada, al mismo tiempo que ésta última se ha apropiado también en reciprocidad de la vida y el destino de la primera, ¿qué es lo que podría impedir disfrutar plenamente del sentimiento de la Felicidad? Que por eso decía Chesterton que la alegría es el gigantesco secreto del cristiano.
El cristiano en verdad enamorado de Cristo —¿y algún cristiano podría no sentirse seducido por Él?—, no solamente no teme ya a la muerte, sino que incluso la desea como paso último para el encuentro con el Señor:
A la rosada aurora
salí a buscar, con paso apresurado,
a Aquél que me seduce y enamora;
y habíendole en el valle ya encontrado,
libre yo al fin de terrenales lazos,
morir quise de amor entre sus brazos.
El cristiano tibio no ha conocido el verdadero amor, y de ahí que la vida haya transcurrido para él sin vivirla en realidad. Ha empleado todo el tiempo de su existencia en buscar la felicidad sin jamás hallarla, ni tampoco ha conocido nunca de la alegría otra cosa sino lo que alguna vez ha oído hablar de ella. En ningún momento ha logrado liberarse del yugo del temor a la muerte, mientras que la existencia no ha sido para él sino una vida de muerte anticipada. Pasó como una ráfaga de viento, en un momento y sin dejar rastro, y ya jamás ni por siempre va a ser de nadie recordado.
El cristiano que ama a Jesucristo, por el contrario, mira a la muerte con la alegría que le causa la seguridad del encuentro definitivo con Aquél a quien, durante toda su vida, ha buscado y deseado con ansiedad en su corazón:
¡Si al recorrer el valle consiguiera
en el bosque de abetos encontrarte,
hasta que, hallado al fin, al contemplarte
muerte de amor contigo compartiera…!
Padre Alfonso Gálvez
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[1] 1 Cor 15:55.
[2] En este sentido, la Muerte podría ser interpretada como el epílogo del dolor. Pero el dolor causado por la muerte (para el que la sufre y para con sus deudos) no tiene solamente el carácter de epílogo, como veremos después.
[3] Ro 6:8.
[4] Ro 14:7.
[5] Heb 2:15.
[6] 1 Cor 3: 21-22.
[7] Jn 15:13.
[8] Ro 6:3.
[9] Ca 2:16; 7:11.
[10] Jn 6:56. Cf 15:5; Ga 2:20.
[11] 1 Cor 11:26.
[12] 2 Cor 5:15.