La Cruz y el Misterio del dolor

Un texto del Evangelio de San Lucas narra cómo Jesucristo anuncia a sus apóstoles, en el camino hacia Jerusalén, el misterio de su Muerte en la Cruz:

—Mirad, subimos a Jerusalén, donde se cumplirán todas las cosas que han sido escritas por los Profetas acerca del Hijo del Hombre: será entregado a los gentiles y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará.[1]

Según el texto, los discípulos no entendieron nada de lo que les decía porque tal lenguaje les resultaba incomprensible. En un pasaje paralelo de San Marcos, Pedro llama aparte a Jesús para reprenderlo acerca de ese tema. Cosa que provoca por parte de este último una fuerte reacción, en la que se vuelve de cara a los discípulos e increpa duramente a Pedro:

—¡Apártate de mí, Satanás!, porque no entiendes las cosas de Dios, sino las de los hombres.[2]

Y efectivamente, porque el Misterio de la Cruz, del que ya dijo San Pablo que era escándalo para los judíos y locura para los gentiles,[3] fue siempre un abismo de incomprensión para los hombres y sigue siéndolo hasta el día de hoy. Es cierto que a cualquier cristiano, discípulo de Jesucristo, le resulta difícil admitir que el Hijo de Dios terminara su misión terrena en el aparente fracaso del patíbulo de la Cruz.

Pero no entender el Misterio de la Cruz conduce necesariamente a no entender tampoco el misterio del dolor y del sufrimiento. Cosa que ocurre cuando el cristiano se aparta —del modo que sea— de la fidelidad, del amor y, en definitiva, de la Persona de Jesucristo.

Así ocurre que el Misterio de la Cruz, junto al del dolor y el del sufrimiento, realmente escandalizan y producen temor. Una vez que la naturaleza humana ha quedado herida y debilitada a consecuencia del pecado, la experiencia demuestra que el hombre tiende a huir instintivamente del sufrimiento y del esfuerzo. En cuanto al cristiano concretamente, todo se explica desde el momento en el que ha perdido la fe en Jesucristo, o en el que se ha debilitado al menos su confianza en Él.

Tales sentimientos de temor —a la Cruz y al dolor— se han agudizado en la actual crisis de Fe que la Iglesia padece. En la misma Catequesis Pastoral es cosa normal omitir hablar de la Cruz, de la necesidad del arrepentimiento y de la penitencia o de la oportunidad y el sentido cristiano del dolor. En la predicación ordinaria se ocultan estas realidades o se difunden doctrinas en las que se falsea su significado. Movimientos Espirituales importantes dentro de la Iglesia, como el Camino Neocatecumenal, niegan el carácter sacrificial de la Muerte de Jesucristo en la Cruz, bajo el pretexto de que no es posible que Dios Padre permitiera semejante crueldad con su Hijo (para este Movimiento, Cristo nos redimió por el amor que nos mostró y no por medio de su muerte cruenta). Según el Papa Juan Pablo II, Jesucristo nos redimió por el hecho de hacerse hombre más que por su muerte en la Cruz, difundiendo así una doctrina que condujo a la de la salvación universal y que luego el Modernismo se encargaría de extender por toda la Iglesia. De esta forma quedaba negado el Misterio de la Redención universal llevada a cabo por Jesucristo mediante su Muerte.

La nueva Iglesia neomodernista se muestra ferozmente enemiga de las creencias en el Sacrificio en la Cruz, en la del pecado original y aun en la del pecado en general; así como de la necesidad de la penitencia o del sacrificio y, en general, de todo lo que conduzca a admitir cualquier elemento sobrenatural fundamentado en Jesucristo. Todo lo cual es un postulado derivado de la nueva doctrina, en la que ya no es la Revelación la que juzga y determina al hombre, sino que es el hombre el que juzga y decide acerca del sentido de la Revelación. Con lo que se desemboca en una Religión del hombre que sustituye a la Religión de Dios.

Propugnadas por los Pastores que las difunden, que hoy son mayoría dentro de la Iglesia, y ayudados a su vez por la colaboración de una intensa propaganda llevada a cabo por los mass media, estas doctrinas han llegado a hacerse normales en la mentalidad del Pueblo Cristiano. A las que debe añadirse la de la libertad de conciencia, que no es sino interpretación de las doctrinas del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, para concluir en una religión del culto a la propia voluntad (el hombre es un ser autónomo, no heterónomo) que nada tiene que ver con el Cristianismo. Todo ello resultado de una difusión en la Iglesia de la herejía modernista que incluso ha alcanzado una amplitud mayor a la del arrianismo en el siglo IV.

Sin embargo, una vez eliminado el Misterio de la Cruz, queda también prácticamente eliminado el Cristianismo.

El temor al sufrimiento por el sufrimiento es en realidad un sentimiento humano que puede considerarse normal y natural. Aunque resulta intensamente agravado cuando le falta el sentido cristiano, cosa que se hace notar hasta en la predicación de los más altos Jerarcas de la Iglesia, que incluso han llegado a decir que el misterio del dolor de los niños no tiene explicación.

Cuando se pierde de vista la última razón y la verdadera explicación de las cosas (a menudo imposibles de alcanzar sin recurrir a la Fe), se desemboca en una serie de errores que se suceden en cadena con consecuencias cada vez más graves.

Por eso se dice que no tiene explicación el dolor de los niños. Pero tampoco lo tiene el de los adultoscuando se carece de Fe, una vez que se han olvidado las enseñanzas de Jesucristo. En los momentos actuales por los que atraviesa la Iglesia, gobernada por Pastores seducidos por la herejía modernista, lo que tendría que parecer escandaloso a los oídos de los fieles es escuchado como cosa normal por la que nadie se siente perturbado. Sin embargo, perder el sentido cristiano del sufrimiento es perder el sentido de la Cruz, y perder el sentido de la Cruz es perder todo sentido del Cristianismo.

No entiende el sentido del dolor quien no conoce el amor. Pero si es verdad que el que no ama no conoce a Dios,[4] quien confiesa no entender el sentido del dolor está reconociendo que no conoce a Dios. Y si comete la hipocresía de llamarse cristiano, está proclamando en realidad que nada tiene que ver con la Persona de Jesucristo.

Si Cristo liberó al hombre de la esclavitud del temor a la muerte según la Carta a los Hebreos (2:15), es gracias a su amor manifestado en la Cruz. El miedo a la muerte, inserto en la naturaleza humana desde el momento del primer pecado, es imposible evitarlo si no es a través de un sentimiento de índole muy superior cual es el amor. Por eso puede decirse con toda verdad que es el amor la única cosa que, proporcionada por Jesucristo, libera del miedo que produce la muerte, al mismo tiempo que convierte en triunfo el dolor que la muerte lleva consigo:

Si vivir es amar y ser amado,
sólo anhelo vivir enamorado;
si la muerte es de amor ardiente fuego
que abrasa el corazón, muera yo luego.[5]

El verdadero significado de la campaña emprendida por el Modernismo contra el sentido cristiano del dolor (sustituyéndolo por el farisaico concepto de no se sabe lo que es) no es otro que el de eliminar de la conciencia de los fieles la Persona y la doctrina de Jesucristo, borrando así toda referencia al Misterio de Salvación proporcionado por Él a los hombres. Nunca hasta hoy herejía alguna había dirigido contra la Iglesia un ataque tan directo.

Para percatarse del grado en que el temor a la Cruz influye en la vida de cada cristiano, basta con acudir a la experiencia personal de cada uno. Y sin embargo, el destino que conduce a participar en los sufrimientos y en la Muerte de Cristo es fundamental en la existencia cristiana. Tal como claramente lo dice San Pablo:

¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte?[6]

He ahí, por lo tanto, el fin para el cual el cristiano ha sido bautizado: participar en la Muerte de Jesucristo. Pese a que, por lo general, sea esa una realidad que permanece en el olvido. Por eso, y debido a su importancia, aún insistía más el Apóstol en esta verdad fundamental:

El mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden. Pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Como está escrito: «Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la prudencia de los prudentes».[7]

La cita de Isaías (29:14) pone de manifiesto que la sabiduría y la prudencia de los hombres tratan con frecuencia de interferir en los planes y en la Sabiduría de Dios, como lo demuestra el hecho (por poner un ejemplo próximo) del rechazo al Sacrificio de Cristo en la Cruz en el Camino Catecumenal. La extrema indigencia a la que quedó sujeta la naturaleza humana por culpa del pecado original conduce a que los hombres, creyéndose más inteligentes que Dios, traten de trazar sus propios caminos y de estructurar el Mundo según su propio entender. Lo que no se debe tanto a la debilidad de su inteligencia como al pecado de la soberbia, que es el más aborrecido de Dios y fuente de todos los demás.

El amor o el desprecio a la Cruz origina en la vida de cada cristiano una disyuntiva categórica en la que se juega su destino. En ella se deciden, o el amor a sí mismo con desprecio de Dios, o el amor a Dios con desprecio de sí mismo. Jesucristo lo expresó claramente:

El que ama su propia vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna.[8]

Por el contrario, el amor a la Cruz por parte del cristiano, no solamente se convierte para él en un signo de salvación, sino que le aporta la fuerza necesaria para llevar a cabo su peregrinaje terrestre. Cosa que sin tal amor es imposible llevar a cabo, ya que la Cruz es el único camino de salvación, recorrido primero por Jesucristo y que luego ha de seguir también todo cristiano (Jn 14:6), pues no es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más que su señor.[9]

La existencia del cristiano está plagada de toda clase de obstáculos y de persecuciones:

Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros.[10]

Los cuales no pueden ser superados sin el amor a la Cruz. Y cuando se carece de tal amor es inevitable que el hombre prescinda de Dios y se convierta al Mundo.

Y sin embargo la Cruz no es meramente un camino doloroso a través del cual y con el cual se consigue la salvación, sino que es también y sobre todo un motivo de gloria, tal como ya lo reconocía San Pablo:

En nada me gloriaré sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.[11]

Según eso, el misterio de la Cruz no es para el Apóstol meramente un camino de salvación acogido con resignación, sino un motivo de gloria y una ocasión de gozo. Sentimiento que está muy lejos del temor a la Cruz y de la dificultad para comprender el misterio del dolor, tal como los cristianos suelen experimentarlos. Y una vez más aparece la distancia entre la grandiosidad de los misterios de la Fe y la mediocridad de la vida de los hombres: Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron.[12]

Así es como quedan patentes la increíble generosidad del Corazón de Dios ofreciendo su amor a los hombres, junto a la no menos increíble mezquidad del corazón humano, sumido generalmente en la mediocridad, que lo rechaza. La divina oda poética de El Cantar de los Cantares lo apuntaba ya claramente:

Abreme, hermana mía, esposa mía,
paloma mía, inmaculada mía.
Que está mi cabeza cubierta de rocío
y mis cabellos de la escarcha de la noche.[13]

Aunque los hombres rehúsan continuamente ese ofrecimiento alegando mil excusas, como también lo hace notar El Cantar:

Ya me he quitado la túnica,
¿Cómo volver a vestirme?
Ya me he lavado los pies.
¿Cómo volver a ensuciármelos?[14]

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez


[1] Lc 18: 31–33.

[2] Mc 8:33.

[3] 1 Cor 1:23.

[4] 1 Jn 4:8.

[5] A. Gálvez, Cantos del Final del Camino, n. 90.

[6] Ro 6:3.

[7] 1 Cor 1: 18–19.

[8] Jn 12:25; Mt 16:25; 10:39; Lc 9:24; 17:33.

[9] Mt 10:24.

[10] Jn 15: 18–20.

[11] Ga 6:14.

[12] Jn 1:11.

[13] Ca 5:2.

[14] Ca 5:3.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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