Muchos católicos se encuentran confundidos por las palabras, las obras y las omisiones del Papa Francisco.
Frente a sus actitudes, se observa en muchos fieles un exceso y un defecto. El exceso es el creer que todo lo que realiza Bergoglio es dogma de fe, y por lo tanto ser absolutamente obsecuentes a sus últimas ocurrencias. Estos tales tildan a los demás de “desobedientes”, cuando la inmensa mayoría de ellos no estuvieran de acuerdo con el Magisterio perenne, enseñado con claridad a lo largo de los siglos.
El defecto, frente al cual recibo cada vez más consultas, es el de creer que Bergoglio es un falso Papa. Es más, los más osados afirman que es el Falso Profeta del Apocalipsis, cuya apariencia es la del Cordero, pero en realidad su voz es la del Dragón. Estos tales, sin embargo, se limitan a avalar las “bondades” de los Papas anteriores.
Ambos grupos, en realidad, caen en lo mismo, dado que siempre los extremos se tocan. Sin dejar de estar alertas por la proximidad del fin de los tiempos, pues algún día llegará, este conjunto de personas caen en la papolatría, en la obsecuencia medrosa de cualquier autoridad, máxime si ésta es la del Papa, sin distinguir adecuadamente entre santidad de vida (conseguida únicamente por vivir en grado heroico los mandamientos) y carisma (dado para edificación de la Iglesia, y que muchas veces no corresponde a la santidad de quien lo ha recibido). Entre los carismas debemos mencionar, en este caso, el de la infalibilidad, don de Cristo a su Iglesia conferido en la persona de su Vicario. De este modo, lo esencial en la Iglesia es su indefectibilidad, la cual es el fundamento último de la infalibilidad. Al servicio de esta santidad inherente a la Iglesia, inherente por ser Cristo su Cabeza y el Espíritu Santo su alma, está la infalibilidad pontificia. Por ello, no debemos perder de vista que lo esencial para nosotros es vivir unidos a la verdad y a la vida de la gracia, que, en definitiva, es el mismo Cristo en persona.
Muchos de éstos, ya mencionados, no alcanzan a ver que estos errores, que hoy Bergoglio proclama a viva voz, sin embargo vienen germinando desde hace muchísimo tiempo. “¿Quién podría negar que los católicos de este final del siglo XX están perplejos?”, como escribió Mons. Lefebvre.
Hay una “desistencia” de la Iglesia, en palabras de Romano Amerio. Primero se dejó de señalar a los heresiarcas (cuya mayor expresión fue la abolición del Index Librorum Prohibitorum, por obra de Pablo VI); luego se dejó de condenar el error, sosteniendo que “la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”, en ambiguas palabras del Papa Juan XXIII al iniciar el Concilio Vaticano II; para luego ni siquiera proclamar inequívocamente la verdad, bajo apariencia de bien, como el dialogar con el mundo, con las diversas religiones, con los estados, etc.; intentando así los hombres que la Iglesia desista de ser columna y fundamento de la verdad, oficio que le ha dado el mismo Dios.
Por lo tanto, hay que afirmar enfáticamente que es falsa la idea extendida en gran parte de la Iglesia que los últimos Papas fueron todos santos, excepto el último. Francisco es la conclusión de la caída de muchas traiciones, bajezas y componendas con el mundo que tuvieron los Pontífices anteriores.
No podría haber existido un “¿Quién soy yo para juzgar?” de Bergoglio, con la correspondiente aprobación del “matrimonio” homosexual en el estado de Illinois de EEUU (entre tantas otras catástrofes que trajo la infeliz frase), sin la idea de la “sana laicidad” de Benedicto XVI, o la traición de la Santa Sede en época de Pablo VI cuando nuestra querida España quiso ser un estado confesional católico bajo el mando del General Franco.
Pero tampoco se crea que el Vaticano II fue un concilio “surgido de la nada”, como creen tantos católicos de buena fe. Tampoco se crea que volviendo al día anterior al de su realización se acaban todos los problemas de la Iglesia. Ni siquiera se crea que si se celebra Misa tradicional en todas partes se acabaron las apostasías sistemáticas de la jerarquía a las cuales ya estamos acostumbrados.
Debemos combatir la doble vida, la fe luterana que hace que creamos una cosa y vivamos la otra, la heterodoxia ockamista que hace que las cosas sean sólo un “flatus vocis”, un soplo de voz, dependiendo de quien conoce el darles el nombre y de la autoridad el que sean buenas o malas. Debemos acabar con esa devoción impostada, que nada tiene de tradicional, que cree que “una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración”, que ataca la raíz de la verdadera devoción, la cual es el fruto más excelente de la virtud de la religión.
No. Francisco es el colofón de la traición de siglos, que ha comenzado con el nominalismo y se ha agudizado con el protestantismo; que estaba latente con el modernismo y que ha hecho metástasis con el Concilio Vaticano II.
Quiera Dios que éste no sea el Falso Profeta final… Por el bien de su alma… Pero si lo es, y sabemos que algún día vendrá, porque la Escritura no puede ser anulada, levantemos la cabeza y veamos que se acerca nuestra liberación.
Fr. Esteban Kriegerisch, op.