Al que venza y al que guarde hasta el fin mis obras le daré potestad sobre las naciones… y le daré la estrella de la mañana
(De la Carta a la Iglesia de Tiatira, Apocalipsis, 2:26)
La más importante de estas promesas que se hacen a los elegidos, contenidas en la Carta al Ángel de la Iglesia de Tiatira en el Apocalipsis, es sin duda alguna, la última. Puesto que la primera está contenida en realidad en la segunda.
Su significado no resulta difícil de averiguar, si nos atenemos a otro texto del Apocalipsis: Yo, Jesús, he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas que se refieren a las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella radiante de la mañana (Ap 22:16: stella splendida matutina).
Y si bien se considera, la promesa viene a coincidir, bajo diferentes expresiones, con las que se hacen a las Iglesias de Éfeso y de Pérgamo: el árbol de la vida o la piedrecita blanca con un nombre nuevo. Las de las otras restantes Iglesias no son más que explicitaciones o consecuencias de lo mismo.
Dios es Supremo Remunerador. Y entrega como recompensa a los que le aman a Sí mismo, de manera que tampoco podría entregar más. El resultado no es otro sino que el premio a recibir por el vencedor es, nada más y nada menos que Jesucristo mismo, en plena propiedad y posesión.
La promesa en concreto es de una extraordinaria importancia, puesto que es uno de los pocos lugares de la Revelación en los que se propone directamente a Jesucristo mismo como recompensa a los elegidos.
Los conceptos más comúnmente manejados, como los de Reino de los Cielos, la Vida Eterna, la Salvación o la Posesión de Dios, son incompletos en el sentido de que no expresan de forma explícita el contenido preciso de aquello a lo que se refiere esa corona de gloria prometida a los que se salvan. Los conceptos de Reino de Dios o el de Reino de los Cielos tampoco explican de manera precisa en lo que consiste o lo que se contiene en ese Reino.
En cuanto al de Vida Eterna, el entendimiento humano tiende inconscientemente a poner el énfasis más en lo de eterno (con referencia a lo que nunca se acaba) que en lo de vida. Pero el concepto de eterno como duración indefinida, además de ser insuficiente para las aspiraciones del corazón humano, anda lejos de expresar la realidad. Pues la eternidad no es precisamente duración (indefinida o no), sino ausencia de duración. Y en cuanto al concepto de vida, apenas si es entendido por el hombre según las referencias que de él hace la Revelación. Para la cual la Vida es justamente plenitud de vida, como se ve en el texto: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan sobreabundante (Jn 10:10). Aunque el adjetivo sobreabundante —abundantius, en la Neovulgata y en griego perissòs viene a significar algo que excede en mucho lo usual—; y más si se tiene en cuenta que, según San Pablo, la vida para el cristiano es Cristo (Col 3:4). Y Jesucristo lo dice expresamente: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14:6).
Aún menos expresiva es la idea de Salvación, la cual se suele contraponer a la de Condenación, con lo que se convierte en un mero concepto positivo contrario a otro negativo.
Por otra parte, algo en lo que no se suele reparar cuando se insiste en explicar cualquier tipo de Espiritualidad, es que las ideas de estado paradisíaco, o las de felicidad o salvación eternas son insuficientes en cuanto incapaces de llenar las más profundas aspiraciones del corazón humano. El cual, creado al fin y al cabo para amar y para ser amado, no puede satisfacerse sino con la idea de un elemento personal como elemento otro de la relación amorosa, que es la que constituye el último fin del hombre. En este sentido cabe destacar la importancia de todo el Sermón de Despedida de la Última Cena como el lugar por antonomasia donde se expresa, claramente y con toda su amplitud, que el destino final para cada uno de los elegidos no es otro que el de estar para siempre con Jesús. En definitiva, en la mutua, recíproca y eterna posesión del uno y el otro —Jesús y el discípulo— y del otro con el uno. Pues será entonces, y sólo entonces, cuando al fin se cumpla definitivamente el deseo expresado por la esposa con respecto al Esposo —y el del Esposo con respecto a la esposa— que El Cantar de los Cantares expresa de forma tan sublime (Ca 2:16; 6:3):
Mi amado es para mí y yo soy para él.
Pastorea entre azucenas.
Yo soy para mi amado y mi amado es para mí,
el que se recrea entre azucenas.
En este sentido, la idea según la cual la corona de los elegidos no consiste en otra cosa que en la posesión definitiva de la Estrella de la Mañana, que no es sino Jesucristo mismo, viene a llenar un hueco importante en la historia de la Espiritualidad Cristiana. La cual, o así me lo parece a mí, no ha insistido suficientemente en la Persona de Jesucristo, ni en la necesidad de traer a un primer plano la Humanidad de Jesucristo a fin de impulsar en el hombre un amor por cuyos ímpetus ha suspirado siempre su corazón: consciente o inconscientemente. Un amor que, por otra parte, solamente podría ser suscitado por un factor personal. Como ya supo ver San Agustín en su famoso: Nos hiciste, Señor, para ti, y por eso nuestro corazón estará siempre inquieto mientras no descanse en ti.
Padre Alfonso Gálvez