La Iglesia y las epidemias a lo largo de la historia

Reproducimos seguidamente el texto de la intervención del profesor Roberto de Mattei en el encuentro internacional organizado por Voice of the Family. La conferencia llevó por título Salud de los enfermos y salvación de las almas: la Iglesia y la sociedad en un momento oscuro de nuestra historia (Hotel Massimo D’Azeggio, Roma, 23 de octubre de 2021).

Las epidemias, o las pandemias, constituyen un capítulo de la historia de la medicina que reviste especial importancia por su relevancia social. Una epidemia es, en efecto, un mal colectivo que tiene mucho impacto en las ideas y costumbres de un pueblo.

¿Cómo se ha comportado la Iglesia ante las epidemias? Voy a intentar presentar una breve historia del asunto, recordando que al hablar de la Iglesia no sólo me refiero a las autoridades eclesiásticas, sino a todo el pueblo cristiano que forma parte de ella, empezando por los santos, que son la más alta expresión del sensus fidei y el sensus moralis del Cuerpo Místico de Cristo.

La Iglesia, fundada por Jesucristo, tiene como misión fundamental la salvación eterna de las almas, pero no descuida la salud temporal de los cuerpos, dado el vínculo inseparable que existe entre el alma y el cuerpo1. Por eso, a lo largo de la historia la Iglesia ha demostrado ser custodia suprema del bien espiritual y material del hombre, protegiendo la salud física del cuerpo y mostrando a las almas el camino de la salvación eterna.

Y como la Iglesia no es una asociación privada sino una institución pública, ha desarrollado abiertamente esa misión desde el primer momento en que, durante el reinado del emperador Constantino (306-337), salió de las catacumbas. Los primeros ejemplos de hospitales para enfermos se remontan a aquel tiempo, los llamados xenodochi o nosocomi, según la expresión empleada por San Jerónimo, el cual afirma que Fabiola (†399) fue quien primero fundó un hospital en Roma para los pobres y los enfermos2.

Los llamados códigos árabes del Concilio de Nicea (325) decretaron que en toda ciudad hubiese un asilo para peregrinos, enfermos y pobres3. Estos centros de acogida fueron surgiendo en las proximidades de las sedes episcopales y los monasterios, a lo largo de las grandes vías de comunicación y los itinerarios de peregrinación. Entre ellos, cabe recordar el que fundó San Benito de Nursia (480-547) cerca de Salerno, el cual dio origen a la Escuela Médica Salernitana, primera y más importante institución médica de Europa4.

Entre los hospitales más antiguos de Roma encontramos el del Espíritu Santo en Sassia, que al parecer se remonta al siglo VIII, con la fundación de la Schola Sassonum, destinado a albergar a los anglos y sajones que acudían a visitar las tumbas de los Apóstoles. Muchos otros centros por el estilo surgieron en los siglos sucesivos por iniciativa de la Iglesia. Al principio, eran más centros de acogida que de curación, y no era imprescindible que hubiese médicos. Por ejemplo, en el Hôtel-Dieu de París el médico iba una vez a la semana5. El hospital estaba diseñado a modo de iglesia, con un altar en el centro o en un extremo para que todos los enfermos pudieran oír Misa. En cuanto llegaba el enfermo tenía que confesarse y, según el reglamento de muchos nosocomios, en caso de no hacerlo no se lo aceptaba. Por la bula Supra gregem Dominicum6 del 8 de marzo de 1566, San Pío V (1566-1572) ratificó la decretal Cum infirmitas7 del papa Inocencio III, que exigía a los médicos que exhortasen a los enfermos a recibir los Sacramentos. Para la Iglesia, asistir a los enfermos era una obra corporal de misericordia; con todo, la vida sobrenatural es mucho más valiosa que la natural, porque el cuerpo ha de morir, pero está llamado a resucitar en la Gloria.

Estos eran los principios religiosos y morales que profesaban los fundadores de las grandes religiosas hospitalarias, como San Juan de Dios (1495-1550) o San Camilo de Lelis (1550-1614). A la luz de estos principios, la Iglesia ha afrontado las grandes epidemias de la historia.

La primera gran epidemia de que se tenga noticia en la historia del cristianismo tuvo lugar en Constantinopla en el año 541 y se conoce como la peste de Justiniano (482-565), por el nombre del emperador de Oriente que a la sazón reinaba. «Fue una peste –escribe el historiador Procopio de Cesarea (490-560)– que estuvo a punto de aniquilar todo el género humano (…) No es posible explicar con palabras ni imaginar con el pensamiento explicación alguna; sólo puede atribuirse a la voluntad divina»8.

En aquellos tiempos, las enfermedades no se propagaban con la velocidad actual. Tardó algunas décadas en llegar a Occidente. Cuando en el año 590 falleció en Roma el papa Pelagio II en una epidemia de peste, fue elegido para sucederlo el monje Gregorio (590-604); no sólo por su santidad de vida, sino también por la extraordinaria capacidad de organización que había demostrado como praefectus urbis, el más importante cargo civil de la Ciudad Eterna, que había ejercido antes de ingresar en el claustro.

Gregorio organizó una eficaz asistencia hospitalaria, pero también presidió una nutrida procesión penitencial del clero y el pueblo romanos para implorar a Dios el fin del azote9. Al concluir la procesión, apareció en lo alto del mausoleo de Adriano un ángel que enfundaba su espada en señal de que había terminado la peste. La estatua del arcángel San Miguel enfundando la espada sobre el Castillo del Santo Ángel ha transmitido a lo largo de los siglos el recuerdo de este episodio.

Si el ángel enfunda la espada, eso quiere decir que antes la había desenvainado para castigar los pecados del pueblo romano, como había afirmado el propio San Gregorio en un sermón exhortando a los romanos a imitar, contritos y penitentes, el ejemplo de los ninivitas: «Mirad a vuestro alrededor –exclamó–: he ahí la espada de la ira de Dios que se blande sobre todo el pueblo»10.

Durante siglos, los cristianos han rogado al Señor que los libre de los males del cuerpo. Con sus milagros, el santuario de Lourdes es testigo de cuánto agradan esas oraciones al Cielo. Ahora bien, quien reconoce que Dios puede librar a la humanidad de los males individuales y colectivos que la afligen, ¿cómo va a negar que el Señor pueda servirse de esos mismos males para azotar y purificar a los hombres impenitentes? Por eso la Iglesia ha considerado siempre las epidemias castigos divinos, al igual que las guerras, la escasez y otras calamidades. Y por eso en las rogaciones se pide: «Líbranos, Señor, del hambre, la guerra y la peste».

Señalan los historiadores que con harta frecuencia que las epidemias están asociadas a grandes convulsiones históricas11. La epidemia de peste del año 541 coincidió con la disolución del Imperio Romano de Occidente. La célebre peste negra de 1348 señaló por su parte el fin del Medievo. Según los datos más fidedignos, aquella epidemia se llevó a entre el 40 y el 60% de la población de Europa, Cercano Oriente y norte de África12. Los datos son similares en el caso de la peste justiniana. El historiador estadounidense Kyle Harper afirma: «Si para muchos el trauma que supuso la pandemia del siglo XIV significó el paso del Medievo al mundo moderno, la fuerza desintegradora de la primera peste amerita considerarse la transición entre la Antigüedad y la Edad Media»13.

La peste azotó Europa durante cuatro siglos. Fue célebre la de Milán, conocida como la de San Carlos por ser arzobispo de aquella ciudad San Carlos Borromeo (1538-1584)14. Mientras se propagaba la dolencia, el cardenal Borromeo ordenó tres procesiones de todo el pueblo «para aplacar la ira de Dios». Él mismo participó a la cabeza del pueblo revestido de capa morada, encapuchado, los pies descalzos, la cuerda de penitente al cuello y portando una gran cruz de guía. San Carlos propuso además a los magistrados de Milán que reconstruyesen el santuario dedicado a San Sebastián y celebraran una solemne fiesta en su honor. En julio de 1577 cesó la peste y se colocó la primera piedra del templo. Desde entonces, cada 20 de enero se sigue oficiando una Misa para conmemorar el fin de la plaga.

En su novela Los novios, Alessandro Manzoni dio fama a otra epidemia que azotó Milán, la de 1630, durante la Guerra de los Treinta Años. Otro Borromeo que también fue arzobispo de la capital lombarda, el cardenal Federico (1564-1631), destacó al igual que su tío por su caridad para con los apestados.

Aquel mismo año la peste bubónica atacó Baviera. Los habitantes de la pequeña localidad de Oberammergau prometieron a Dios que si los libraba el consejo municipal organizaría cada diez años una representación de la Pasión. La peste remitió, y la sacra representación ha llegado a ser un acontecimiento de fama internacional que se repite con periodicidad, representado por los propios habitantes del pueblo.

En la primavera de 1629 la epidemia llegó a Venecia y se cobró millares de víctimas. El dux Niccolò Contarini (1553-1631) y el Senado pidieron a la Virgen María que librase a la ciudad, e hicieron el voto de construir una amplia iglesia en su honor y organizar cada año a perpetuidad una procesión a dicho templo. La peste cesó, y el arquitecto Baldassarre Longhena (1598-1682) diseñó la monumental iglesia de Santa María de la Salud, que todavía suscita la admiración de quienes pasan por la entrada del Gran Canal. Desde entonces, cada 21 de noviembre –día en que terminó la epidemia– tiene lugar una concurrida procesión desde San Marcos hasta el templo votivo.

Así era como la Europa cristiana resurgía de las epidemias.

Otro momento importante de la historia fue el que el historiador Paul Hazard ha denominado la crisis de la conciencia europea, entre 1685 y 171515. En aquel tiempo residían en Marsella dos santas almas: el obispo, monseñor Henri François-Xavier de Belsunce (1670-1755) y una monja visitandina, Anne-Madeleine Remusat (1796-1730), heredera espiritual de Santa Margarita María Alacoque. Los dos propagaron la devoción al Sagrado Corazón, tan menospreciada por los jansenistas.

El 25 de mayo de 1720, un navío procedente de Oriente atracó en el puerto de Marsella y propagó la peste por la ciudad. El balance de víctimas fue enorme. Los colchones sobre los que estaban colocados los cadáveres y los moribundos cubrían el adoquinado, y allí morían desamparados. Todo el mundo huía, hasta los médicos. Monseñor de Belsunce permaneció en su puesto, y en junio de 1721 consagró la ciudad al Sagrado Corazón de Jesús y presidió una procesión desde la basílica de Nuestra Señora de la Guarda hasta la iglesia de Nuestra Señora des Accoules. Inmediatamente después de la consagración, la peste empezó a remitir, y en septiembre la ciudad ya estaba libre del mal.

Aunque se alejaba la peste, en los tiempos del iluminismo y la Revolución Francesa se desató una nueva epidemia en Europa: la viruela. En el siglo XVIII, la viruela fue la primera causa de muerte en Europa, pues se cobró sesenta millones de víctimas. Quienes sobrevivían quedaban marcados por cicatrices indelebles que les desfiguraban el rostro y el cuerpo.

En 1774, el rey Luis XV de Francia (1715-1774) contrajo la enfermedad. Este monarca había hecho de su corte una sentina de inmoralidad e incredulidad. El 10 de mayo, antes de expirar el rey con el cuerpo deshecho, el arzobispo de París Christophe de Beaumont (1703-1781) pronunció desde la puerta de la cámara real las siguientes palabras ante la corte allí reunida: «Señores, el Rey me ha encargado que os diga que pide perdón a Dios por haberlo ofendido y haber escandalizado a la Corte»16.

Su sucesor Luis XVI (1774-1793) y toda la familia real se ofrecieron a recibir la vacuna contra la viruela. La vacunación tuvo lugar el 24 de junio de 1774, de un modo aún rudimentario, pues se les inoculó pus de un contagiado. Con gran valor, asumieron un grave riesgo, lo que da que pensar en tiempos en que  se exige un riesgo nulo. Ante todo, es preciso tener en cuenta que la vacuna contra la viruela se había descubierto apenas en 1798, gracias a Edward Jenner (1749-1823), que utilizó, con menos riesgo y más eficacia, viruela bovina en vez de pus humano17.

En Italia, entre los primeros seguidores de Jenner estuvo el conde Monaldo Leopardi (1776-1847), padre del conocido poeta Giaocomo (1798-1837). El conde Monaldo fue acusado numerosas veces de ideas retrógradas y reaccionarias, pero estaba al tanto de los progresos científicos de su tiempo, y cuando una nueva epidemia de viruela azotó los Estados Pontificios entre 1801 y 1802, hizo vacunar a toda su familia y toda la población de Recanati, de la que era gobernador18. Gracias también a la influencia de Leopardi, en 1822 el papa Pío VII (1800-1823) decidió llevar a cabo en los Estados Pontificios una campaña masiva de vacunación mediante un decreto del cardenal Consalvi que calificaba el método de Jenner como un medio de curación que la Divina Providencia había regalado a la humanidad19.

Por aquellos años hizo su aparición en Europa una nueva enfermedad, el cólera, conocida como cólera de la India o asiático porque su foco estaba en el valle del Ganges. La primera gran epidemia estalló en 1817, y desde la India llegó hasta la desembocadura del Volga. La segunda ola tuvo lugar entre 1828 y 1830 y se propagó por el corazón de Europa. De Francia pasó a Italia azotando Génova, Turín y finalmente Roma. El papa Gregorio XVI (1831-1846) organizó un férreo cordón sanitario mediante barreras controladas por el ejército que impedían salir de los Estados Pontificios. Una comisión constituida por el Papa impuso una cuarentena de al menos catorce días, salvoconductos y la suspensión de toda festividad religiosa y reunión. La infracción de estas disposiciones podía llevar incluso a la pena de muerte20. Estas disposiciones sanitarias estaban acompañadas de la oración. El 6 de agosto se celebró una solemne procesión de la imagen de la Virgen de San Lucas desde la basílica de Santa María la Mayor hasta la iglesia del Santo Nombre de Jesús. Finalmente, el cólera se apartó de Roma.

Pero en otras grandes capitales europeas no pasó lo mismo que en Roma. El vizconde de Chateaubriand (1768-1848), que en 1832 se encontraba en París, escribe en sus Memorias de ultratumba: «De habernos sobrevenido este flagelo en tiempos más devotos (…), la escena habría sido impresionante. Imagine el lector paños fúnebre ondeando a guisa de bandera sobre las torres de Notre Dame (…) los templos atestados de gimientes muchedumbres (…) los frailes crucifijo en mano en las encrucijadas de la ciudad convocando al pueblo a la penitencia, predicando sobre la ira y los castigos divinos, visibles ya en cadáveres ennegrecidos por las llamas del Infierno». Mas no fue así. «El cólera nos ha llegado en un siglo de filantropía, incredulidad, periódicos y administración terrena»21.

Después de la Revolución Francesa, Europa se había vuelto incrédula, y las enfermedades contagiosas estaban envueltas en una aureola romántica. Así sucedió con la tuberculosis, embellecidapor tantos artistas del siglo XIX. Cuando se demostró que era contagiosa, se obligó a los tísicos a ingresar en sanatorios que se convirtieron en jaulas doradas en las que fallecía el cincuenta por ciento de los enfermos. La tubercolusis no estaba causada por un virus, sino por una bacteria, como demostró en 1882 el microbiólogo alemán Robert Koch. En 1894, el médico franco-suizo Alexandre Yersin (1863-1943) consiguió aislar el agente patógeno de la peste, demostrando que tampoco es un virus, sino una bacteria cuyo nombre actual, Yersinia pestis, deriva del de su descubridor.

El siglo XX se inauguró con la devastadora epidemia de gripe que entre 1918 y 1920 se cobró más víctimas que la Primera Guerra Mundial22, pero borrada de la memoria por una auténtica damnatio memoriae23. Con todo, el jefe de Estado Mayor alemán Erich Ludendorff (1865-1937) acusó a dicha epidemia de haber hecho fracasar su gran ofensiva militar de 1918. Entre las víctimas de la gripe de 1918 se contaron dos de los tres pastorcitos de Fátima, los santos Francisco y Jacinta Marto. Francisco se enfermó en diciembre de 1918 y murió el 4 de abril de 1919, mientras que Jacinta fue hospitalizada poco después y subió al Cielo el 20 de febrero de 1920.

Los gobernadores y alcaldes italianos decretaron la clausura de las iglesias y hasta el silencio de las campanas, que todos los días recordaban con sus tañidos fúnebres la realidad de la muerte24. La Iglesia aceptó estas medidas restrictivas, y las exhortaciones a la penitencia y la oración pública se volvieron cada vez más infrecuentes.

Esta pérdida del espíritu sobrenatural en la sociedad occidental se manifestó de modo evidente con la propagación del sida o VIH, como fue llamado a partir de 1985. El contagio de esta dolencia se produce sobre todo en ambientes homosexuales. Pero si en el siglo XVI la sífilis se consideraba un justo castigo por los pecados de los hombres25, cinco siglos después los medios de difusión execraban a quienes, como el cardenal Giuseppe Siri (1906-1989) tenían la osadía de calificar al sida de castigo de Dios26.

Al sida han sucedido en el siglo XXI el ébola, el SARS y el covid-19, que hasta el momento ha provocado cinco millones de muertes en el mundo. El impacto social del covid parece mayor aún que el de la gripe de 1918, porque ha puesto de relieve la fragilidad del sistema de salud mundial, y sobre todo la inestabilidad y vulnerabilidad psicológica del hombre occidental, incapaz de afrontar valerosamente el sufrimiento y la muerte.

A pesar de todo, las epidemias siguen afectando a la humanidad. La bacteria de la peste «está acechando ahí afuera»27, según el historiador Kyle Harper. Por otra parte, los científicos resucitan por otra parte virus pandémicos, como sucedió entre 1996 y 1998 cuando un equipo de investigadores del National Institute of Health de los EE.UU. desenterró en la isla noruega de Spitzbergen unos cadáveres que llevaban ochenta años congelados, para devolver la vida el virus de la gripe de 191828, o bien producen nuevos agentes patógenos mediante técnicas de la laboratorio como la ganancia de función, que casi sin duda fue lo que se hizo en el Instituto de Virología de Wuhan con el SARS-Cov 229.

Nadie alza la voz para exigir que se prohíba la ganancia de función, método de investigación que produce en laboratorios las mutaciones más agresivas de los virus con el pretexto de prevenir futuras pandemias, como tampoco se alza ninguna voz para pedir que se prohíban los experimentos de ingeniería genética en fetos y embriones. Por eso es tan valiosa la contribución de eclesiásticos como el cardenal Eijck, capaces de asociar una sólida doctrina moral con una aguda competencia científica.

La Iglesia siempre promovió el empeño del hombre para domeñar las fuerzas de la naturaleza y beneficiarse de ellas. Por eso ha recibido con los brazos abiertos todos los avances de la medicina, empezando por la inmunización. En manos del médico, afirma Pío XII, «las propiedades de los venenos más virulentos sirven para preparar remedios eficaces»30, y «amplios laboratorios, equipados con las más modernas instalaciones, producen ingentes cantidades de vacunas y sueros que proporcionan al organismo los medios para combatir eficazmente las infecciones»31.

De todos modos, los avances científicos no son suficientes, porque el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, y en la relación de dependencia mutua que une a ambos, la superioridad jerárquica corresponde al alma espiritual, que determina y gobierna la unidad psicosómatica que constituye el ser humano.

A causa del pecado original, la ley que rige a la humanidad es la ley del dolor y de la muerte. Pero, como enseña Pío XII, «el dolor y la muerte han llegado a ser medios de redención y santificación para el hombre que no rechaza a Cristo. De esa forma, el camino que recorre el género humano, que a lo largo de su itinerario sigue la señal de la Cruz mientras madura y purifica el alma en este mundo, lo conduce a la felicidad ilimitada de una vida que no tiene fin»32.

Es preciso decirlo. La respuesta espiritual de la Iglesia a la pandemia de covid nos parece que se queda corta. No me refiero sólo a las obligaciones de los eclesiásticos, sino también a las de los fieles de a pie desprovistos del espíritu sobrenatural que ayuda al cristiano a superar el miedo. Este espíritu sobrenatural hay que buscarlo ante todo en el ejemplo de tantos santos que en las diversas epidemias dieron muestras de profundo amor a Dios y al prójimo y ofreciendo su vida, desde San Luis Gonzaga (1568-1591) hasta San Damián de Veuster (1840-1889), apóstol de los leprosos en la isla de Molokai.

Quisiera concluir mi disertación hablando precisamente de la lepra.

La lepra o enfermedad de Hansen, presente en tantas páginas del Evangelio, es una de las enfermedades más antiguas que afectan a las especie humana. Esta dolencia cubría el cuerpo de llagas, desfiguraba el rostro, volvía rígidos los miembros y hacía que más tarde se cayeran a pedazos. Los leprosos eran segregados del resto de la sociedad, en lazaretos construidos al efecto, como los aquejados de peste.

Durante las Cruzadas, las órdenes hospitalarias, que más tarde se transformaron en órdenes militares, crearon leproserías para atender a esos enfermos. La primera –en 1099– fue la Orden de San Juan de Jerusalén, más tarde llamada de Malta. Ese mismo año se fundó Orden de San Lázaro para acoger a los soldados que a pesar de estar enfermos todavía tenían fuerzas para luchar. Nadie imaginaba que cien años después ascendería al trono de Jerusalén un rey leproso, Balduino IV (1161-1185).

Su historia nos la cuenta un testigo de primera mano, su preceptor y futuro arzobispo Guillermo de Tiro (1130-1186)33. Guillermo fue el primero en observar los síntomas iniciales del mal que aquejaba al joven mientras lo veía jugar con otros muchachos. Al jugar, los jóvenes se hacían heridas en los brazos y las manos, pero Balduino no parecía darse cuenta de sus heridas. Sigue siendo un misterio que aquel muchacho de trece años, aquejado de tan terrible mal, pudiera ser elegido rey de Jerusalén, elección que tuvo lugar el 15 de julio de 1174. 

La enfermedad avanzaba, pero Balduino no abdicó, y desde luego no renunció al combate. Dirigía personalmente a sus soldados, tenían que subirlo a su cabalgadura mientras la salud se lo permitía, y cuando ya no se lo permitió se hacía llevar en camilla al campo de batalla.

El enfrentamiento más extraordinario tuvo lugar junto al castillo de Montgisard el 25 de noviembre de 1177. Balduino IV había salido de Jerusalén para acudir al socorro de Ascalón, sitiada por los mahometanos. Cuando los cruzados llegaron a las colinas donde se inicia al camino a la ciudad, apareció ante su vista un imponente ejército formado por 30.000 hombres guiados por Saladino en persona. Balduino sólo contaba con 500 caballeros y unos pocos millares de soldados de infantería, pero no se batió en retirada. Su reacción quedó inmortalizada en un célebre lienzo del pintor Charles-Philippe Larivière (1798-1876) titulado La batalla de Ascalón. El joven soberano leproso adoró la reliquia del lignum crucis que portaba el obispo de Belén, y a continuación dio la orden de atacar las superiores fuerzas del enemigo.

Los cruzados cargaron con tal ímpetu que el ejército del Sultán quedó desorientado y se dispersó por la extensa llanura. En primera fila de la carga cruzada, junto a los Templarios, cabalgaban los caballeros de la Orden de San Lázaro, que con el rostro desfigurado por la lepra luchaban sin la protección del yelmo para infundir terror al enemigo. Pero cuentan los testimonios que al lado de los cruzados combatieron también en aquella jornada San Jorge y un ángel exterminador mientras la luz de la Vera Cruz iluminaba el campo de batalla34.

Para librar una batalla que en este momento no es de índole militar, sino cultural y moral, nuestras llagadas almas necesitan refuerzos sobrenaturales. Esos refuerzos divinos no llegarán hasta que plantemos cara a los males internos y externos que nos afligen con el espíritu combativo que impulsaba a Balduino, el rey leproso.

Y ése es también el espíritu con el que la Iglesia afrontó las epidemias a lo largo de la historia.

1. Cf., por ejemplo, Il corpo umano, in Insegnamenti pontifici publicado por los monjes de Solesmes, tr. it. Paoline, Roma 1959.

2. “Prima omnium nosókomion instituit”. Cfr. S. Girolamo. Epistula. 77, 6, en Saint Jérôme. Lettres, edición de J. Labourt, Les Belles Lettres, París 1954, vol. IV, p. 45. Cfr. asimismo Marilena Amerise, L’attività assistenziale di Fabiola. L’epistola 77 di Girolamo, en “Giornale di storia della medicina”, vol. 24, n. 2 (2012), pp. 307-319.

3. Cosimo D. Fonseca, Forme assistenziali e strutture caritative della Chiesa nel medioevo, in Storia religiosa della Lombardia, 1, Varese 1986, p.275. Cfr. también Tiffany A. Ziegler, Medieval Healthcare and the Rise of Charitable Institutions: The History of the Municipal Hospital , Palgrave, Londres 2018.

4 Adalberto Pazzini, I santi nella storia della medicina, Casa Editrice “Mediterranea”, Roma 1937, pp. 441 e sgg​.​

5 Luigi Mezzadri, Luigi Nuovo, Storia della Carità, Jaca Book, Mil​á​n 1999, p. 47.

6 Bullarium Romanum, vol. VII, pp. 430-431.

7 Concilio IV​ de Letrán​, Costitu​ci​ón XXII.

8 Procopio d​e​ Cesarea, Guerra G​ótica, II, 22, 1-2.

9 Gregorio d​e Tours, Historiae Francorum, liber X, 1, in Opera omnia, a cura di J.P. Migne, Parigi 1849, col. 528.

10 https://adelantelafe.com/san-gregorio-y-el-coronavirus-de-su-tiempo/

11 Cfr. Gastone Breccia, Andrea Frediani, Epidemie e guerre che hanno cambiato il corso della storia, Newton Compton, Roma 2020.

12 Ole J. Benedictow, The Black Death 1346-1353: The Complete History, The Boydell Press, Woodbridge 2004, p. 383.

13 Kyle Harper, Il destino di Roma. Clima, epidemie e la fine di un impero,Einaudi, T​urín 2019p. 256

14 https://www.robertodemattei.it/2020/03/17/come-san-carlo-borromeo-affronto-lepidemia-del-suo-tempo/

15 Paul Hazard, La crise de la conscience européenne (1680-1715), Par​í​s 1935, 2 voll.

16 Pierre Darmont, La variole, les nobles et les princes, Editions Complexe, Par​ís 1990.

17 Cfr. William L. Langer, L’immunizzazione contro il vaiolo prima di Jenner, ​e​n Le Scienze, n. 97, 1976, pp. 62-70; Barouk M. Assael, Il favoloso innesto.Storia sociale della vaccinazione, Laterza, Roma-Bari 1995. 

18 Valentina Sordoni, «L’immortale britanno». Monaldo Leopardi e il vaccino contro il vaiolo, Edizioni di Storia e Letteratura, Roma 1921. 

19 Edit​ado ​por el card​enal Ercole Consalvi el 20 ​de junio de1822 ​en Effemeridi letterarie di Roma, Tomo VIII, Roma, 1822, p. 103. Cfr. ​tambiénm Dante Cecchi, L’introduzione della vaccinazione nello Stato Pontificio (1814-1822), “Rivista di storia del diritto contemporaneo”, a​ño 2 (1977), n. 3, pp. 197-206; Yves M. Bercé e J.C. Otteni, Pratique de la vaccination antivariolique dans les Provinces de l’Etat pontifical au 19e siecle. Remarques sur le supposé interdit vaccinal de Léon XII, “Revue d’histoire ecclésiastique”, 103.2 (aprile-giugno 2008), pp. 448-466.

20 Cfr. Marcello Teodonio, Francesco Negro, Colera, omeopatia ed altre storie, Roma 1837, Fratelli Palombi, Roma 1988; Francesco Leoni, Le epidemie di colera nell’ultimo decennio dello Stato pontificio, Apes, Roma 1993. 

21 François-René Chateaubriand, Memorie d’oltretomba, Libro XXXIV, Cap​ít​ulo XIV, tr. it., Einaudi-Gallimard, T​ur​ín 1995, pp. 450-451.

22 Laura Spinney, 1918. L’influenza spagnola. La pandemia che cambiò il mondo Marsilio, Vene​cia 1918, p. 187.

23 Eugenia Tognotti, La “spagnola” in Italia. Storia dell’influenza che fece temere la fine del mondo (1918-1919), Franco Angeli, Mil​án 2015, pp. 25-27.

24 Ivi, pp.162-163.

25 Ludwig von Pastor, Storia dei Papi dalla fine del Medioevo, Desclée & C., Roma 1926-1963, vol. III, p. 8.

26 Agen​cia Ansa, 23 marzo 1987. S​obre los castigos divinos, cfr. Roberto de Mattei, Punishment or Mercy? The divine hand in the age of the coronavirus, Calx Mariae Publishing, Lond​res 2021.

27 Harper, Il destino di Roma, p. 263.

28 Paul Bernard, con Steve Quay ​y Angus Dalgleish, L’origine del virus,Chiarelettere, Mil​á​n 2021, pp. 21-26.

29 Roberto de Mattei, Le origini misteriose del coronavirus, Fiducia, Roma 2021.

30 P​ío XII, Disc​urso a​ los médicos católicos del 29 ​de ​se​pt​i​embre ​de​1949.

31 Pio XII Discorso ai partecipanti del VI Congresso di Microbiologia del 13 settembre 1953.

32 P​ío XII, Disc​urso al​ la Uni​ón Italiana M​édico-Biol​ógica del 12 ​de ​nov​i​embre ​de ​1944.

33 Guillelmus Tyrensis (1130-1186), Chronique. Edi​ci​ón cr​í​ti​ca​ ​de R.B.C. Huygens, Brepols, Turnholt 1986, pp. 958-1059. Cfr. ​también Bernard Hamilton,The Leper King and his Heirs: Baldwin IV and the Crusader Kingdom of Jerusalem, Cambridge University Press, 2006.

34 Miriam Rita Tessera, “Una grande luce apparve dall’Oriente”: la visione provvidenziale della battaglia di Montgisard nelle cronache del XII-XIII secolo, ​en Mediterraneo medievale. Cristiani, musulmani ed eretici tra Europa e Oltremare (secoli IX-XIII), ​edición d​e​ Marco Meschini, Vita e Pensiero, Mil​án 2001, pp. 87-102.

Traducido por Bruno de la Inmaculada

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Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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