Maria Inmaculada, cuya fiesta se celebra el 8 de diciembre, es signo, por voluntad de Dios, de una perfección absoluta en una criatura humana: ninguna persona se acerca a su altura de bondad y de belleza y nadie, ni siquiera todos los ángeles y todos los santos juntos tienen mayor poder de intercesión junto al Omnipotente.
Por esa razón es precisamente a la Inmaculada, Made de Dios, a quien debemos dirigirnos en esta época de apostasía y corrupción, para implorarle el pronto triunfo de su Corazón Inmaculado, tal como lo profetizó en Fátima. Los principios cristianos se han derrumbado y en la sociedad occidental también los mandamientos que Dios entregó a Moisés fueron pisoteados: las Tablas de la Ley fueron substituidas por la tabla del culto al hombre y de sus “derechos”, que en lugar de liberarlo lo forzaron a caer cada vez más en el abismo. Solo la inocencia pura, es decir, la Virgen Inmaculada, podrá venir en socorro de tanta miseria, capaz de contaminar también la edad de la inocencia. Sin embargo existe otro tipo de corrupción de la pureza: es aquella que toca a aquellos que son llamados a la vocación sacerdotal, quienes, desprevenidos, pensando estar entrando en el seminario o noviciado de formación, con el paso del tiempo salen de allí, “gracias” a sus maestros, con una Fe malsana.
Escribe el fundador de los Franciscanos de la Inmaculada, Padre Stefano Manelli: «Nuestro amor a la Inmaculada, adquiere un alto valor, según el grado de conocimiento de la Inmaculada. Es verdad, de hecho, que a un conocimiento reducido y defectuoso de la Inmaculada, no podrá nunca corresponder un amor pleno y perfecto; a un conocimiento incierto y tibio no podrá nunca corresponder un amor estable y ardiente; a un conocimiento deficiente y erróneo no podrá nunca corresponder un amor íntegro e iluminado». Quien más la ama es Jesús. Afirma también el P. Manelli: «¿Quién puede medir el ardor y la extensión del amor a la Inmaculada en el Corazón del Hombre-Dios? (…) A nosotros nos es dado conocer las “grandes obras” (Lc. 1,49) que el Omnipotente ha hecho en María, davídica, otorgándole la Concepción Inmaculada con la plenitud de la gracia, de la cual deriva toda otra gracia: la gracia de la Maternidad Divina y virginal, la gracia del Esponsorio Divino con el Espíritu Santo, la gracia de la Corredención y Mediación Universal, la gracia de la Maternidad espiritual, la gracia la Asunción en cuerpo y alma al Cielo, la gracia de la realeza universal en el Reino de los Cielos. ¡Estamos verdaderamente ante el vértice del Amor de Dios a María!». Privilegiada por excelencia, la Inmaculada es dulzura y paz inenarrables.
Tres cosas Ella prefiere: ofrecer sacrificios y renuncias a Dios, cargar la Cruz por amor de Jesús, rezar el Santo Rosario; en las apariciones son estos los mensajes que dirige a la humanidad para indicar el camino de la Salvación y nada añadió, por cuanto la Santísima Trinidad, en la cual Ella vive, ya se ha manifestado en la Revelación, y entonces a la Madre de Dios le queda el deber de advertir y amonestar a sus hijos, a los cuales ama con un amor perfecto.
La Inmaculada fue el Paraíso en la tierra para Jesús y para San José y es el «Paraíso de Dios», como la define admirablemente San Luis María Grignion de Montfort: «No hay ni habrá jamás criatura, sin exceptuar bienaventurados, ni querubines, ni serafines de los más altos en el mismo cielo, en las que Dios sea más grande que en la divina María. María es el paraíso de Dios y su mundo inefable, donde el Hijo de Dios entró para hacer maravillas, para guardarle y tener en él sus complacencias. Un mundo hecho para el hombre peregrino, que es la tierra que habitamos; otro mundo para el hombre bienaventurado, que es el paraíso; pero para sí mismo, ha hecho otro mundo y lo ha llamado María; mundo desconocido a casi todos los mortales de la tierra, e incomprensible a los ángeles y bienaventurados del cielo, que, admirados de ver a Dios tan elevado y lejano, tan escondido en su mundo que es la divina María, claman sin cesar: “¡Santo, Santo, Santo!”.
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