La oración meditada; la oración del corazón

“Me cansé de rezar; ni veía esas luces ni oía las músicas que oía y veía Santa Teresa. Entonces, ¿para qué?”

“Además, si nadie te contesta, ni te dan solución a los problemas que pones a Sus pies. Para eso, hago un rato de meditación y entonces sí encuentro alguna solución”.

Éstas, y otras frases por el estilo, las oí durante una estancia en una hospedería de un monasterio de monjas benedictinas, donde coincidí con un grupo de laicos que hacían un retiro espiritual. La primera persona citada terminó en una secta que, durante las oraciones, sí hacía aparecer luces y música celestial; la segunda, se convirtió en maestra de yoga.

Sí, Hollywood y las series de televisión han hecho mucho daño, con esas imágenes grandilocuentes de ángeles descendiendo a la tierra, al son de cítaras, violines y flautas, envueltos en nubes de colores, representando (¿no sería mejor decir parodiando?) los éxtasis y visiones de santos y santas, como Teresa de Ávila.

Pero también tiene culpa la propia Iglesia, al no poner el grito en el cielo ante tamañas herejías, al no denunciar a los guionistas, directores, productores y demás responsables; pero, sobre todo, al no enseñarnos a rezar según la doctrina establecida en el Catecismo, ya desde niños, durante las catequesis previas a la Primera Comunión.

La oración es el centro de la vida del católico, es el contacto directo con el Dios-Padre, es la donación de nuestra vida a Sus Manos, a Sus designios, a Sus mandatos. Postrarnos ante el Santísimo, poner a sus pies nuestras dudas, temores, problemas, ilusiones y esperanzas, no es un desahogo ni un ilusión: es la entrega de nuestra voluntad, la confianza absoluta de que, todo lo que nos venga de Su mano, sólo puede ser bueno, porque es lo que nos tiene reservado.

¿Para qué? ¿Para desahogarnos, para exorcizar todos los miedos que nos acucian? ¿Para nuestro crecimiento interior, para nuestra evolución personal, como dirían los defensores del infantiloide “pensamiento positivo”? NO, simplemente, porque la adoración, la entrega al Dios-Padre, unifica la vida y salva a la persona de la dispersión, porque concreta el sentimiento religioso.

Trastocar la oración por la meditación personal, de tipo budista o yóguico, es caer en la idolatría, como muy bien explicó Orígenes en su Cels. 2,40: “(el idólatra) aplica a cualquier cosa en lugar de Dios su indestructible noción de Dios”.

La oración es, como dice San Juan Damasceno: “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes”. Es la acción de Dios sobre la persona, la que da forma a la comunión entre Dios-Padre y el orante, es decir, la puesta en realidad de la Nueva Alianza revelada por Jesús y confirmada en el Bautismo. Es la revelación de la búsqueda mutua: Dios busca a la persona, revelándose en diferentes formas, momentos y situaciones, hasta el momento de la “caída en cuenta” del ser humano, el momento en que ve que todas esas cosas que le pasan o todos esas personas, libros o situaciones que va encontrándose no son casualidades, sino llamadas del Padre. La oración es, inicialmente la respuesta humana a la llamada; después, la constatación de nuestra pequeñez y la entrega de nuestra voluntad a la voluntad del Padre, desde la confianza y la humildad, expresada en el diálogo eterno Padre-hijo, que guía nuestra vida para siempre.

Y Dios nos habla no con coros de serafines ni músicas celestiales; sino desde el Amor, manifestado en la súbita paz que nos invade cuando, postrados a Sus pies, ponemos nuestro problema más acuciante o nuestro temor más profundo; nos responde no con palabras humanas, sino con el hálito de ternura que nos envuelve mientras oramos o con la sensación de alegría inexplicable cuando salimos de la iglesia, convencidos de que todo irá bien.

La oración así expresada, no con el sonido de nuestra voz, sino con el grito desgarrador de nuestra alma atribulada, es la Comunión mística de nuestra pequeñez humana con la omnipotencia de nuestro Padre. La oración que nos hace no sólo participar en su Misterio, sino sentirnos parte de él, como hijos suyos que somos.

Quién espera la respuesta en forma de espectáculo pirotécnico, al más puro estilo hollywoodiense, no ora con el corazón; porque el Padre sólo contesta de una manera: con Amor, el amor que nos trae todo lo que necesitamos, aunque sea lo contrario de lo que pedimos. No por fastidiarnos, sino porqué el Padre sólo nos da lo que es bueno para nosotros.

María Ángeles Buisán

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