Lo que hemos de pedir a Dios

¿Cuál ha de ser el objeto de nuestras peticiones? Todo lo bueno y lo santo, todo lo que puede sernos útil, es lícito pedir a Dios. Pero ante todo hemos de apetecer y demandar que Dios sea conocido, amado, glorificado: Sanctificetur nomen tuum (Santificado sea tu nombre). La Madre Francisca de la Madre de Dios, santa Carmelita del siglo XVII, decía ofreciéndose como víctima por la gloria de Dios: «Que quite la vida, con tal que reine». Eso mismo podemos desear cuando rezamos la doxología: gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto (Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo) Además, la tercera petición del Padre nuestro: fiat voluntas tua (hágase tu voluntad), petición de Jesús tan conmovedora en el huerto de Getsemaní, es una de las que con más frecuencia han de venir a nuestros labios, como resumen de todas las demás. Hay una voluntad divina cuyo cumplimiento es innecesario pedir, porque ya se cumple; omnia quaecumque vóluit fecit; Dios hace todo lo que quiere. Así es voluntad absoluta suya que el hombre sea recompensado o castigado según sus obras. Esta voluntad absoluta de Dios, que siempre se cumple, no hay por qué desearla, sino adorarla y bendecirla.

Pero si Dios no puede proponerse más que su gloria, sí no puede querer sino lo que es bueno, lo justo y muy santo, es libre en la elección de los medios; puede escoger para nosotros el buen éxito, o el fracaso, la salud o la enfermedad, la vida o la muerte. Si ha manifestado su voluntad, si se ha verificado y a algún suceso que nos muestra el medio que tuvo a bien escoger, debemos decir: fiat voluntas tua; lo cual es un fiat de sumisión, de aquiescencia al beneplácito divino, no una petición. Antes que venga un suceso, una prueba que se avecina, como que Dios puede cambiar el orden de su Providencia, podemos pedirle que nos libre o lo aparte de nosotros, si Dio cuya sabiduría no se engaña, juzga conveniente que se obtenga el mismo bien por otros caminos. Esta fué la oración del Salvador: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya».

Así siempre debemos adorar, alabar, amar, estrechándola en nuestro corazón la voluntad de Dios, llamada de beneplácito divino. Pero hay otra voluntad en Dios, la que dirige las criaturas para que hagan buen uso de su libertad; y no ejecuta lo que Dios tiene resuelto desde la eternidad, sino que significa, manifiesta a las criaturas libres las preferencias divinas.

Dios ama el bien y aborrece el mal con odio infinito; lo tolera, es verdad, porque habiendo dado la libertad a sus criaturas, respeta su condición de libres; pero aun dejándonos esa potestad de obrar a nuestro gusto, da a conocer lo que espera de nosotros, cómo quiere que obremos.

Nos manifiesta su voluntad mediante sus leyes, sus consejos, sus inspiraciones, y con su gracia nos ayuda a cumplirlo. Así el cumplimiento de esta voluntad divina depende de las criaturas, pero de las sometidas a las influencias de la gracia. Hemos de amar sobre todas las cosas esta voluntad divina, y cumplirla nosotros mismos en toda circunstancia, y hacer cuanto podamos para que los demás la cumplan. Y como no se puede cumplir sin el socorro de la gracia, y tanto más segura y perfectamente se cumple cuanto la gracia obra con más eficacia, hemos de pedir con vivas instancias al Señor, para nosotros y para nuestros hermanos, gracias poderosas y abundantes. Oh, Dios mío, hágase tu voluntad, y pues tu voluntad es nuestra santificación, haz que seamos cada día más santos.

Vuestro amor, oh, Señor, nos desea grandes bienes; contentadlo pues, apartad todos los obstáculos y especialmente multiplicad los auxilios que concedéis a la fragilidad humana; dad a vuestros hijos, a todos aquellos por quienes pido, luces más vivas, fuerzas más enérgicas, para que conociendo mejor vuestra voluntad y cumpliéndola plenamente se santifiquen a sí mismos, y trabajen más eficazmente en la santificación de otros.

Con estas palabras: hágase tu voluntad, podemos formular todas nuestras peticiones. Pidamos pues para nosotros la voluntad de Dios: Dios mío, vos queréis que yo sea piadoso, humilde, despegado, mortificado, caritativo, hacedme pues, aunque sea a pesar mío y cueste lo que cueste, tal como queréis que sea: fiat voluntas tua.

Cuanto a los medios de mi santificación, escogedlos vos: non sicut ego vólo sed sicut tu; no según me agrade, sino como a vos os plazca. Si pedimos por nuestros parientes, amigos, y almas confiadas a nuestros cuidados, qué cosa mejor podemos pedir para ellos que la voluntad de Dios.Fiat voluntas tua; pues vuestra voluntad, Dios mío, es que se santifiquen, hacedlos tan santos como deseáis; iluminadlos pues y confortadlos en el bien. Si rogáis por la nación francesa (si por España) la voluntad de Dios es que sea con toda verdad cristiana. Hacedlo pues así, Señor, iluminad a cuantos de una manera más particular influyen en ella, tocad su corazón, para que en todo procedan con elevación y rectitud de miras, y tengamos buenos gobiernos. Sobre todo enviad sacerdotes ejemplares, celosos obreros apostólicos, avivad nuestra fe, inflamad nuestro amor. Esa es vuestra voluntad, que sólo espera nuestras oraciones para realizarse.

Muchas veces nos sentimos impulsados a rogar con el fin de que se tomen ciertas medidas que nos parecen buenas, y se realice lo que a nuestro ver es útil y deseable, o desaparezca lo que se nos antoja molesto y nocivo.

Nuestra intención es recta; pero no somos infalibles, y sobre todo, si abrigamos nuestras preferencias o repugnancias, si la naturaleza desea o rehúye tal o cual evento, estamos muy expuestos a engañarnos, a dar por mejor lo que nos agrada y lo que puede ser menos bueno, a creer perjudicial lo que nos desagrada y que por ventura es más saludable.Digamos entonces con toda sinceridad: Señor, vos sabéis y vos queréis lo que más conviene; cúmplase vuestra voluntad; inspiradme e inspirad a los otros los medios más adecuados; dad a todos discreción y fortaleza, luz en la inteligencia, fuerza en la voluntad; hágase todo conforme vuestra sabiduría y según vuestras preferencias, por vuestra más grande gloria y para el mayor bien.

Augusto Saudreau

“IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”, Fuente

San Miguel Arcángel
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