A lo largo de la historia de Panorama Católico hemos tenido que enfrentar, como principal dificultad, más que las iras de los modernistas, las reticencias de muchos tradicionalistas. Para los primeros somos un tábano molesto que desearían sacarse de encima. Para los segundos, un “peligro”, un “caballo de Troya”, y más recientemente, la voz de una postura “neocon” (sea esto lo que sea, si acaso es algo).
Nosotros buscamos, sencillamente, seguir el camino evangélico, los consejos de los grandes maestros de la vida espiritual. En el combate de la Iglesia Militante, particularmente feroz en los tiempos que nos han tocado, buscar el camino recto que no se desvíe en la militancia ni a derecha ni a izquierda, según enseña reiteradamente la Escritura, como en Proverbios 4, 17: “No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal”. El camino recto es uno, en la doctrina y en la ley de la caridad, que es la ley suprema de la Iglesia: «salus animarum, suprema Ecclesiae lex».Todo lo que hace la Iglesia se dirige a este objetivo, la salvación de las almas.
Sin verdad no hay caridad, por eso es fundamental al rectitud de la doctrina. Pero sin caridad, la verdad se vuelve estéril, y el celo amargo suele apropiarse de los corazones, como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia de la Iglesia. Y hoy muy particularmente en los sectores en los que existe un loable celo por guardar la Verdad Revelada, pero se olvida que la ley de la Caridad es parte de esa Verdad Revelada. Y que guardarla no es solo sostenerla sino también practicarla.
Por eso, queremos traer a nuestros lectores tres textos en los que se habla de este celo descaminado por la verdad que puede desviarse a derecha, así como un celo descaminado por la misericordia puede hacer que las almas se desvíen a izquierda.
Ninguno de los autores podría ser calificado de “neocon”, ni de infiltrado en la Iglesia.
“¿A quién se le oculta, Venerables Hermanos, ahora que los hombres se rigen sobre todo por la razón y la libertad, que la enseñanza de la religión es el camino más importante para replantar el reino de Dios en las almas de los hombres? ¡Cuántos son los que odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al Evangelio por ignorancia más que por maldad! De ellos podría decirse con razón: Blasfeman de todo lo que desconocen. Y este hecho se da no sólo entre el pueblo o en la gente sin formación que, por eso, es arrastrada fácilmente al error, sino también en las clases más cultas, e incluso en quienes sobresalen en otros campos por su erudición. Precisamente de aquí procede la falta de fe de muchos. Pues no hay que atribuir la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta de ciencia; de manera que donde mayor es la ignorancia, más evidente es la falta de fe. Por eso Cristo mandó a los Apóstoles: Id y enseñad a todas las gentes.
“Y ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en todos se forme Cristo, quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la caridad. Pues el Señor no está en la agitación. Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia.
“También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que El dijo, venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré. Entendía por los que trabajaban y estaban cargados no a otros sino a quienes están dominados por el pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados! Describió exactamente Su corazón Isaías con estas palabras: Pondré mi espíritu sobre él; no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que todavía humea.
“Y es preciso que esta caridad, paciente y benigna se extienda hasta aquellos que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. Somos maldecidos y bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, padecemos persecución y la soportamos; difamados, consolamos. Quizá parecen peores lo que son. Pues con el trato, con los prejuicios, con los consejos y ejemplos de los demás, y en fin con el mal consejero amor propio se han pasado al campo de los impíos: sin embargo, su voluntad no es tan depravada como incluso ellos pretenden parecer. ¿Cómo no vamos a esperar que el fuego de la caridad cristiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consigo la luz y la paz de Dios? Quizás tarde algún tiempo el fruto de nuestro trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha prometido el premio a los frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste se realiza”.
San Pío X, E Supremi Apostolatus, primera encíclica de su pontificado. 4 de octubre de 1903.
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“Nuestro bienaventurado Padre comienza por declarar que hay «un celo malo que conduce al infierno»; es el celo de los agentes de Satanás, que acuden a todos los medios, para arrebatar a Jesucristo las almas rescatadas con su preciosa sangre. Este ardor inspirado en el odio es la forma más refinada del celo malo; el demonio lo fomenta, y por eso dice el santo Patriarca que conduce al abismo infernal.
“Hay otras formas de celo malo, que toman las apariencias del bueno; por ejemplo, el de los fariseos, rígidos observantes de la ley externa. Este celo «amargo», como lo califica el santo Legislador, tiene su origen, no en el amor de Dios y del prójimo, sino en el orgullo. Los infectados de él tienen una estima desordenada de su perfección; no conciben otro ideal que el suyo propio, y reprueban todo acto que no esté conforme con su modo de pensar; lo reducen todo a su manera de ver y de obrar, de lo cual provienen discusiones y odios.Recordemos con qué aspereza los fariseos, que estaban dominados de este celo, perseguían al Salvador con proposiciones insidiosas, tendiéndole lazos y haciéndole preguntas capciosas, no para conocer la verdad, sino para cogerlo en renuncio. Ved cómo insisten y le provocan a condenar a la mujer adúltera: Moisés ordenó apedrear a una mujer tal; «Tú, Maestro, ¿qué dices?» .
“Notad cómo le echan en cara el no guardar el sábado; cómo hacen cargo a sus discípulos de desgranar las espigas en tal día; cómo se escandalizaban al verle aceptar un lugar en la mesa de pecadores y publícanos; manifestaciones, todas ellas, de este celo amargo, en el cual se mezcla, las más de las veces, una refinada hipocresía.
“Hay otro celo exagerado, siempre inquieto, turbulento, agitado: para este celo no hay nada perfecto. Nuestro bienaventurado Padre (San Benito) previene al abad contra este celo intempestivo. «No ha de ser turbulento ni inquieto: exagerado ni obstinado; no sea celoso, ni demasiado suspicaz, porque nunca tendría paz». «En la misma corrección adopte suma prudencia y no se exceda: no sea que rompa el vaso pretendiendo raer todo el orín… no pierda de vista nunca su propia fragilidad». En una palabra, que jamás, por falso celo, se deje arrastrar de la envidia o celotipia.
Lo que dice del abad lo repite a los monjes el santo Legislador: «Eviten la animosidad y envidia». Esta prescripción es muy sabia; religiosos hay que critican siempre todo lo que se hace; se juzgan llenos de celo, pero es un celo amargo y de contienda, porque es impaciente, indiscreto y carente de unción. Es el celo que describe el Señor en la parábola del sembrador, cuando los criados piden al amo les permita arrancar la cizaña que sembró su enemigo, sin reparar en que así arrancarían el trigo con ella. «¿Queréis que vayamos?». De este mismo celo participaban los discípulos, indignados del mal recibimiento de los samaritanos a su divino Maestro, queriendo castigar con fuego del cielo la insolencia: «Señor, ¿queréis que mandemos bajar fuego? Bastará una sola palabra». Mas, ¿qué responde Jesús a estos discípulos impetuosos? «No sabéis qué espíritu tenéis». «El Hijo del hombre vino a la tierra a salvar a los hombres, no a destruirlos».
Dom Columba Marmión; Jesucristo, Ideal del Monje.
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Finalmente, una exhortación de cierto obispo a sus seminaristas:
“Adoptamos demasiado fácilmente un celo amargo, como lo decía de manera magnífica Dom Marmion ayudado por San Benito: El celo amargo es un celo sincero y generoso, pero que quiere siempre imponer sus ideas a los otros, que no tolera la contradicción y que quiere hacer plegar los otros a sus propias concepciones absolutamente, de manera absoluta, en todos los dominios. ¡Hay un dominio de la fe, evidentemente, pero finalmente hay, sin embargo, modos de hablar, hay modos de concebir las cosas!
“¿Y luego qué es el verdadero celo? Si verdaderamente usted está convencido que tiene la verdad, el verdadero celo consiste en tomar los medios para procurar que su interlocutor venga a la fe, a la que está convencido que es verdadera fe. Debe pues tomar todos los medios. Pero el medio mejor no es enviarlo a pasear, darle con el pie por detrás. ¡Claro que no!
“¡Pero algunos hacen esto! ¡Ellos no le dan con el pie por detrás pero sí les escupen en la cara o casi, los insultan! Y no debe ser así. No quiero criticar a uno o a otro, sino que a todos les pido tomar esto con cuidado, un poco por ustedes mismos. Siempre lo necesitamos, porque tenemos evidentemente esta tendencia: alguien dice lo contrario de lo que decimos y respondemos: «¡Es tal cosa, es tal otra, es un progresista, es un integrista, es un modernista!» Evidentemente tendemos a hacer esto, pero ¿creen que es el medio de convertirlo? Pues no.
“¿Van a hacer esto con sus fieles? Sus fieles son pecadores, habrá pecadores públicos en sus parroquias, habrá gente que se conduce mal. Entonces, ¿van a tomar un palo para ir a golpearlos y a decirles: «¡Salgan de aquí!»? ¡Claro que no! Traten de convertirlos, de tomar los medios para convertirlos, pero no tomar medios violentos, no tener este celo, este orgullo, este desprecio de la persona, este desprecio de la gente, esta falta de psicología, esta falta de sana psicología. No es con esto que se convierte a la gente. Escuchemos, tratemos de tener paciencia, veamos, intentemos colocar una palabra.
Las personas confían; ven que se les habla con calma, pausadamente, y entonces confían. Hablemos así. Ustedes no son todos doctores de Israel; tampoco tienen los grados más elevados; ¿quién será capaz de excomulgar a los que no piensan como él? ¡Tengan pues un poco de caridad!”.
Mons. Marcel Lefebvre, Ecône, conferencia del 28 de junio de 1975.
Marcelo González