
“María es la criatura que de una forma incomparable ha abierto la puerta a su Creador”: una homilía para el Domingo de Gaudete[1].
Otra maravillosa homilía de un sacerdote católico tradicional que ha compartido muchos de sus sermones con nosotros en el pasado.
Χαίρετε ἐν κυρίῳ πάντοτε: πάλιν ἐρῶ, χαίρετε.
Alegraos siempre en el Señor: os lo repito, ¡alegraos! – Fil. 4,4
Domingo de Gaudete
13 de diciembre de 2015
Quizás único entre todos los idiomas del mundo, el inglés distingue entre una casa y un hogar. Una casa es: “un edificio en el que vive la gente; una residencia para los seres humanos”. Un hogar, por otro lado, es: «el lugar en el que se centran los afectos internos de alguien».
Una casa, por sí misma, no hace hogar. Un hogar se realiza a través de la vida familiar. Una familia que no tiene vida familiar puede vivir en una casa, pero no vive en un hogar. En tales condiciones la familia sería, por así decirlo, una familia sin hogar.
En aras de la claridad, tomemos el caso extremo: considere a la familia que apenas hace algo juntos: nunca hacen una comida juntos, nunca rezan unidos, nunca se involucran en cualquier actividad común juntos. ¿Seríamos capaces de mirar a esa familia y decir: «Mirad cómo se aman unos a otros»? En realidad no. Si los miembros de esta familia tienen algún amor por los demás, sería difícil de discernir, tanto para un observador externo, como para los propios miembros de la familia. Esta familia, tampoco se caracterizaría por la alegría que brota al estar en un ambiente de amor. ¿Durante cuánto tiempo puede estar presente la alegría cuando el amor está ausente?
Por otro lado, una familia que vive en un hogar estaría llena de «afectos domésticos», radiante del calor del amor sacrificado, rebosante de alegría al saberse cómplices de tal amor, estando en la presencia del otro y disfrutando de la paz que surge de la unidad familiar y el orden. Eso es lo que transforma una casa en un hogar.
Ahora, al igual que podemos, por analogía,(Ahora bien, al igual que podemos, por analogía) extender la noción de residencia más allá de los confines de un edificio (como cuando decimos que residimos en la ciudad de Dayton, en el Estado de Ohio o en los Estados Unidos de América), también podemos extender la noción de casa y hogar. Podríamos hablar de Dayton como nuestra ciudad natal, Ohio como nuestra patria chica y América como nuestra patria. Y esto es comprensible, ya que las personas que viven en el mismo lugar disfrutan de experiencias propias de ese lugar con muchos otros que viven allí.
Pero nos llamamos americanos, no sólo porque nos ha tocado ser ciudadanos estadounidenses, sino debido a suscribir ciertos principios sobre el hombre y la sociedad, principios que están, al menos implícitamente, contenidos en la Constitución. Y, sin embargo, si como James Madison, el ‘padre’ putativo de las declaraciones constitucionales pidió, estos principios promueven la multiplicación de facciones de tal manera que socaven en el tiempo el tejido moral común del cuerpo político; entonces, la ciudadanía, se reduciría a una colección accidental de individuos que buscan su propio bien privado sin ninguna consideración por su bien común. En consecuencia, el país se correspondería más con una casa que a un hogar. Y por eso sería más sensato hablar de nuestra «casa común» que la nuestra «patria».
Pero vamos a extender la analogía tan lejos como podamos: vamos a incluir todo el cosmos, a toda la realidad. ¿Hay algún sentido en el que también llamemos al universo nuestro hogar? ¿O no es más que una casa? La visión predominante del mundo secular, en el que vivimos y respiramos, nos quiere hacer entender que el universo no es más que una casa. De acuerdo con la visión del mundo secular, el universo, junto con todo lo que contiene, no es más que el producto fortuito de fuerzas no visibles. El amor no tiene nada que ver con nuestra existencia o nuestro propósito en la vida. De hecho, en un universo así, ¿cuál sería nuestra experiencia del amor? ¿Incluso, no sería más que una forma de egoísmo? En consecuencia, cuando la realidad se interpreta a través de la visión del mundo secular, ¿qué razón podría tener alguien para estar alegre? Si entendemos la realidad de acuerdo con la visión del mundo secular, entonces el universo (si tiene algún tipo de orden) es, en el mejor de los casos, una casa. Y si el universo es sólo una casa, sea cual sea el sentido de casa que podríamos experimentar nosotros mismos, en nuestra propia experiencia de vida, sólo puede ser ilusorio. Cualquier significado que podríamos dar a nuestras vidas no es más que una proyección de nuestros deseos egoístas de comodidad y consuelo de cara a un sinsentido deprimente: una proyección sobre un universo desprovista (se refiere a la proyección) de cualquier significado o propósito intrínseco. Tal proyección no es más que un velo que sirve para ocultar esta terrible y debilitante “verdad” de los débiles y pusilánimes: la «verdad», cualquiera que sea que nos esforzamos por alcanzar, sólo equivale a: «un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furia, que no significa nada». Esto en cuanto a la visión del mundo secular.
Pero la visión del mundo católico, que expresamos cada vez que recitamos el Credo o leemos el prólogo del Evangelio de San Juan, no vende construcciones reconfortantes e ilusiones. La cosmovisión católica, lejos de conducir a la depresión y la desesperación, nos da motivos para la alegría. Cuando entendemos que Dios creó el mundo de la nada por el poder de su Palabra; que Él amaba el universo en la existencia de la libertad perfecta; que Él nos creó a su imagen y semejanza; que el Verbo se hizo carne en Cristo Jesús, y que Nuestro Señor nos mostró, no sólo cómo es el verdadero amor, sino también que el verdadero amor es real y se encuentra en el corazón de por qué, en definitiva, estamos aquí; cuando entendemos que Cristo nos dio su Espíritu para que también nosotros podamos amarlo a Él y a los otros con su mismo amor divino, entrando en comunión con la Santísima Trinidad, entonces por supuesto que tenemos motivos para alegrarnos. Y cuando llegamos a la domus Dei, a la “casa» -o mejor aún, al hogar de Dios- oramos a Dios y le adoramos, en y a través, de Cristo como una familia espiritual; de nuevo, ofrecemos a Dios el amoroso Santo Sacrificio de redención de Cristo y recibimos el mismo Sacrificio, como nuestro alimento espiritual, en la sagrada comunión. ¿Qué mejor recordatorio podemos tener del amor de Dios por nosotros? ¿Qué mejor «fuente y cumbre» de nuestra alegría que la Sagrada Eucaristía? El hombre que carece de tal gozo espiritual, hallará la vida cada vez más vacía, incluso insoportable. Naturalmente, tratará de mitigar o enmascarar, lo que podríamos llamar, un preludio temporal al eterno dolor de la pérdida que las almas de los condenados sufren sin alivio alguno. Razón por la cual, como Santo Tomás de Aquino ha observado, siguiendo a Aristóteles (Nich. Ética, X, 6), ese hombre, privado de la alegría espiritual, «recurrirá a los placeres de la carne» (Summa Theologiae, II bis IIAE, q 35, a. 4, ad 2m).
Usted se dará cuenta de que la alegría cristiana está tan ligada al amor cristiano, que es imposible experimentar uno sin la otra. Como dice Peter Kreeft, profesor de la universidad de Boston: “El camino a la felicidad es la santidad, amando a Dios con todo tu corazón, y a tu prójimo, como a ti mismo».
Cuando San Pablo exhortó a los Filipenses a «regocijarse siempre en el Señor «, escribió en griego: Χαίρετε ἐν κυρίῳ πάντοτε. Menciono el griego, ya que, cuando se compara lo que San Pablo escribió a los Filipenses con el saludo del Ángel Gabriel a la Virgen María, resulta que Gabriel dice lo mismo a la Santísima Virgen. En inglés, decimos: Hail, full of grace, del latín, Ave, gratia plena. Pero San Lucas, que también escribió en griego, escribe: Chairē kecharitomenē, que también significa: «¡Alégrate, llena de gracia!»
El Papa Benedicto XVI explica la salutación angélica de la siguiente manera: «A primera vista, el término chairē, (alégrate), parece una bienvenida normal, común en el mundo griego: pero esta palabra, cuando se lee en el contexto de la tradición bíblica, toma un sentido mucho más profundo. Este mismo término se presenta cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento, y siempre como una proclamación de alegría por la venida del Mesías (cf. Sof. 3,14; Joel 2,21; Zac. 9, 9; Lam. 4, 21). El saludo del ángel a María es, pues, una invitación a la alegría, una alegría profunda, anuncia el fin de la tristeza que hay en el mundo frente a los límites de la vida, el sufrimiento, la muerte, la maldad, la oscuridad del mal que parece oscurecer la luz de la bondad divina. Es un saludo que marca el comienzo del Evangelio, la Buena Nueva». La cosmovisión católica.
El Papa Benedicto XVI, entonces, pregunta: «Pero, ¿por qué se invitó a María para alegrarse de esta manera? La respuesta está en la segunda parte del saludo: «El Señor está contigo». Aquí, también, con el fin de comprender el significado de la expresión, debemos recurrir al Antiguo Testamento. En el libro de Sofonías, nos encontramos con esta expresión: “Alégrate, hija de Sión, (…) el Rey de Israel, el Señor está en medio de ti (…) El Señor, tu Dios, en medio de ti es un salvador poderoso» (3,14 -17). En estas palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios viene como un salvador y morará en medio de su pueblo, en el vientre materno – como dice – de la hija de Sión. En el diálogo entre el ángel y María, esta promesa se ha cumplido a la letra: María se identifica con el pueblo desposado con Dios, ella es realmente la hija de Sión en persona; en ella se cumplió la expectativa de la venida final de Dios, en ella el Dios Viviente hace su morada».
Y así, la alegría del Evangelio pertenece a nuestra Santísima Madre, la hija de Sión, porque ella aceptó libremente la voluntad divina: Fiat mihi secundum verbum tuum. Una vez más, en las palabras del Papa Benedicto XVI: «María es la criatura que en un manera única ha abierto la puerta a su Creador, ella misma se ha puesto en sus manos, sin reservas. Ella vive en su totalidad desde y en la relación con el Señor; (…) Y ella se somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la fe».
Y así podemos entender la exhortación de San Pablo a los Filipenses a «regocijarse siempre en el Señor» como una llamada a imitar a la Santísima Virgen María, para seguir aceptando y creyendo en el Evangelio y permaneciendo fieles a Cristo. Porque la alegría del Evangelio no puede ser disfrutada aparte del Evangelio o aparte de Cristo. Pero si hacemos de la Buena Nueva de Cristo Jesús la base de nuestras vidas y la base de nuestra comprensión de la realidad entonces, incluso cuando los hombres nos agravien y persigan, y hablen mal de nosotros por el amor de Cristo, incluso entonces tendremos razón para alegrarnos y regocijarnos. «Porque nuestra recompensa será muy grande en los cielos» (Mateo 5, 11-12). «Si Dios está con nosotros, ¿quién está contra nosotros?» (Rm. 8,31). O, como dice el profesor Kreeft: «Nadie que alguna vez le dijo a Dios: «Hágase tu voluntad» y lo dijo con su corazón, nunca falló en encontrar la alegría – no sólo en el cielo, o incluso por el camino en el futuro en este mundo, sino en este mundo en ese mismo momento, aquí y ahora. «Cada vez que he dicho que sí a Dios con algo que se acerca incluso ligeramente a toda mi alma, cada vez que no sólo he dicho «Hágase tu voluntad», pero en serio, encantado, anhelado por ella – nunca he dejado de encontrar la alegría y la paz en ese momento. De hecho, en la medida exacta que lo he dicho y he querido decir, exactamente en esa medida, he encontrado la alegría».
Por lo tanto, rindámonos a Dios. Esforcémonos siempre a hacer su voluntad, que Él siempre habite en nosotros y nosotros en Él como en un hogar; y que siempre podamos regocijarnos en el conocimiento de su infinito amor por nosotros.
[Traducción: Mariana Perotti. Artículo original]
[mks_separator style=»solid» height=»5″ ]
[1] El tercer domingo de Adviento se denomina Domingo de Gaudete por la palabra inicial del Introito de la Misa (Gaudete, esto es, Regocíjense).