Una sola cosa puede poner en peligro la salvación del hombre y hacer fracasar el plan de Dios. No es la pobreza ni la deshonra ni la enfermedad ni la muerte. Es el pecado.
Proceso de los pecados propios:
- Niñez. «Recibe esta vestidura blanca, símbolo de la gracia, y consérvala sin mancha hasta el gran día del tribunal de Cristo». «Huye de aquí, maldito, y da lugar al Espíritu Santo».
Quizás fue al revés: Huye de aquí Espíritu Santo, y da lugar al maldito. Más aún, quizás fuimos diablos tentadores entre los ángeles de Dios.
- Adolescencia. Edad de la fantasía anhelante en que uno proyecta su idealismo a todas partes, iluminando el mundo como con un faro y rejuveneciendo todas las cosas.
- Juventud. Edad en que todo se gana o se pierde.
- Edad madura. La de las grandes enmiendas o de las grandes obstinaciones.
El camino del pecado
- Espíritu de soberbia
- Espíritu de independencia
- Espíritu de crítica
- Espíritu de baja política
- Espíritu de sensualidad
- Espíritu de curiosidad
- Espíritu de ligereza
- Espíritu naturalista
- Espíritu de falso nacionalismo o regionalismo
- Espíritu de servilismo y respeto humano.1
En el corazón de cada católico de buena voluntad Dios ha implantado el deseo de ser santo. Hay una sola tragedia en la vida –escribió Peguy- la de no ser santos.
El apostolado igual que la santidad, no sólo es deber para todos, sino que está al alcance de todos. Es una santidad y un apostolado realista. No el de un ángel impecable, sino el de un hombre lleno de limitaciones que fracasa y triunfa en la derrota volviendo siempre a empezar.
La santidad consiste no en no caer, el apostolado no es no fracasar, sino en no cansarse nunca de estar empezando siempre aunque aparentemente nunca se consiga el objetivo. El santo, el apóstol, es un pecador que sigue esforzándose, que no se acobarda ante las caídas y derrotas. Siempre vuela más alto en aras de la humildad y confianza, sabiendo que los desastres nos ayudan para “que no se gloríe ante Dios ningún mortal (1 Cor, 1, 29.2
Teodosia la hermana de santo Tomás de Aquino, le preguntó una vez al Santo: ¿qué debo hacer para ser santa?, el gran genio apuntó como siempre al quid, y le respondió contundentemente en una sola palabra: desearlo. El primer paso para transitar hacia la santidad está en la voluntad.
Todos conocemos a muchos de nobles cualidades, santas intenciones y grandes promesas que sólo alcanzan un cierto punto y no llegan lejos. En cierto modo, estos proyectos de santos que se dan por vencidos y no avanzan, son la mayoría, y es de lamentar.
En el Paraíso Dios plantó el árbol de la vida; en nuestras almas Adán plantó el árbol de la muerte. La raíz de ambos árboles es el amor a nosotros mismos. Este amor, como el abedul con su tronco dividido, busca dos cosas. Primero, la preservación de la persona a través del sustento, el alimento y el matrimonio; y en segundo lugar, la estima de Dios y del hombre a través del trabajo. Estos impulsos básicos son buenos; pero, debido al pecado de Adán, tienden a salirse de control.
Así pues, un hombre puede volverse avaro: vivir sólo para hacer dinero (codicia). Puede vivir para comer y no comer para vivir (gula). Puede reducir el matrimonio a una mera ocasión para el sexo y prevenir la transmisión de la vida (lujuria). Puede preferir sus propios caminos, en lugar de los de Dios (soberbia). Puede lamentarse por el esfuerzo que implica desarrollar los dones que Dios le ha dado (pereza); o incluso sentir dolor ante la buena fortuna de otros, como si esto fuera una afrenta personal (envidia). Sí, incluso puede atacar a su prójimo por el sólo hecho de que éste sea más exitoso que él mismo (ira).
Todos tenemos estas siete tendencias pero no en la misma medida. Lo que cada uno de nosotros debe hacer es conocerse a sí mismo. Una vez que hayamos descubierto nuestras debilidades, debemos esforzarnos por cultivar las virtudes contrarias, disciplinar los sentidos. «Si cada año desarraigáramos un defecto, pronto seríamos perfectos».3
El defecto dominante «Es el que en cada uno tiende a prevalecer sobre los demás y, en consecuencia, a hacerse sentir en nuestra manera de opinar, juzgar, simpatizar, querer y obrar. Entre todos esos defectos hay uno que predomina. Es un defecto que, en cada uno de nosotros, guarda íntima relación con nuestro modo de ser individual».4
«Todas nuestras confesiones giran sobre tres o cuatro pecados, los mismos siempre –dice el P. Faber. Ahora bien, cuando nos hemos dado cuenta exacta de lo que son nuestras culpas, nos sentimos inducidos a buscar la raíz de ellas y a examinar las circunstancias que han favorecido su desarrollo. Casi siempre descubriremos que tales pecados salen del mismo tronco, y el descubrimiento de ese tallo nos revelará nuestro defecto predominante. Una falta que constituye una fuente inagotable de pecados no puede ser más que el fruto de nuestro defecto dominante».
Hemos de combatir nuestro defecto dominante si queremos ser santos, pero antes de combatirlo debemos conocerlo: examinando el punto acerca del cual somos más tentados, el defecto que constituye la fuente ordinaria de nuestras grandes alegrías y de nuestras grandes tristezas, examinar los pensamientos ordinarios que se presentan de modo natural al espíritu cuando se halla en plena calma, como por ejemplo al despertar o al acostarnos, o durante nuestros sueños. Recordar las advertencias, censuras y reproches de nuestros padres, amigos o superiores, y por último tener el valor de pedir, al respecto, la opinión de personas que nos conozcan bien.
Conociendo bien cuál es nuestro defecto dominante, hay que hacerle la guerra lo más prontamente posible, produciendo actos contrarios, y teniendo la paciencia necesaria para comenzar de nuevo todos los días, combate espiritual para el cual «preciso es recurrir a tres medios fundamentales: la oración, el examen y la penitencia».5 He ahí la receta.
Germán Mazuelo-Leytón
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1 Respuesta a la angustia, P. Eduardo Arcusa, S.I.
2 Forja de Hombres, P. Tomás Morales, S.I.
3 Imitación de Cristo, 1, 1. Kempis.
4 Las tres edades de la vida interior, Garrigou-Lagrange.
5 Ibid.