Los hombres han de considerarnos como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que se busca en los administradores es que sean fieles.
(1 Cor 4: 1-2)
1. Introducción al problema
Quizá en ninguna otra época de la Historia de la Iglesia los cristianos de buena voluntad (el resto de los que todavía se mantienen firmes en la Fe), han buscado tanto como en la presente buenos Pastores que los conduzcan. Puesto que son ellos quienes, por institución divina, han sido llamados a conducir al Pueblo de Dios por el camino de la Salvación.
Pero el hecho de que así haya sido dispuesto por Jesucristo significa, nada más y nada menos, que el papel y la función de los ministros de Cristo son esenciales para la buena marcha, y aun para la existencia de la misma Iglesia. Sin Pastores, el Rebaño no podrá llegar a ninguna parte, como no sea hasta el abismo de perdición.
Pero no cualquier clase de Pastores son los indicados para tal oficio, sino solamente, según se desprende de las palabras del Apóstol, quienes sean auténticos ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios.
Y si pensamos más concretamente en la figura del sacerdote, como Pastor el más directamente tratado por el Pueblo de Dios, así es como debe considerarse él a sí mismo y así es como debiera ser considerado por los fieles.[1]
Así que ya hemos visto en el Apóstol que el sacerdote es ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios. En cuanto a lo primero, parece no existir especial dificultad, a primera vista al menos. Todo el mundo sabe en lo que consiste el papel y cual es la función que desempeña la figura de un ministro. Puesto que depende de la Autoridad de quien ha recibido el nombramiento —Rey, Presidente, Jefe de un Gobierno—, está obligado a cumplir sus órdenes y a atenerse fielmente a las instrucciones recibidas. Sus iniciativas personales, conforme a la misión de la que ha sido investido, estarán sometidas por lo tanto a la subordinación y al control del Poder de quien depende el ministro.
Con respecto a la función de administrador de los misterios de Dios, también se entiende fácilmente como la de quien tiene por oficio adquirir la responsabilidad de unos bienes que le han sido encomendados (en este caso de alto valor), los cuales él ha de manejar a fin de obtener de ellos el mayor rendimiento posible.
Hasta aquí todo va bien y el problema ya parece resuelto. Aunque en realidad no ha pasado de ser hasta ahora una exposición de su planteamiento.
Entre el mundo sobrenatural y el natural media una distancia no mensurable por el entendimiento humano. De ahí que cuando los misterios de la Fe son expresados por medio del lenguaje de los hombres (el único disponible para el caso), los términos utilizados no pueden tener sino un valor meramente relativo o referencial. Los teólogos dirían que aquí hay necesidad de aplicar la analogía.
El sacerdote es efectivamente ministro de quien le ha conferido el oficio. Que en este caso no es un Gobernante humano, sino el mismo Dios. Dotadas, por lo tanto, de un origen sobrenatural y dotadas ellas mismas de un contenido sobrenatural, las normas e instrucciones emanadas para ser recibidas y puestas en práctica por el sacerdote no pueden ser cualificadas según parámetros meramente humanos.
Algo parecido hay que decir del sacerdote como administrador. Aquí no se trata de la manipulación y administración de cualesquiera bienes, ni siquiera de aquellos a los que habría que atribuir el más alto valor posible, sino de los misterios de Dios. Con lo que el mero enunciado de la expresión lo ha dicho todo: no debe ser fácil, para la mentalidad o el corazón humanos, hacerse cargo del manejo y administración de los misterios de Dios. Por otra parte, como es sabido, el vocablo misterio, referido a lo sobrenatural, es equivalente a los de inabordable o inasequible.
El sacerdote es uno de los mayores misterios de los que ha instituido Jesucristo en su Iglesia. Misterio para las ovejas que le han sido encomendadas y misterio incluso para sí mismo.
Lo cual se explica porque el sacerdote ha de reproducir en su vida la de su Maestro. Por eso sería necesario comprender el misterio de Cristo, junto al de su oficio como Redentor, para entender el abismo de contenido de la figura del sacerdote. De tal manera que la incomprensión, por la parte de los fieles, e incluso de sí mismo con respecto a sí mismo, será el peso que habrá de soportar durante toda su existencia, como lógica consecuencia del oficio con el que ha sido investido.
Según la Carta a los Hebreos, el sacerdote ha sido entresacado de entre los hombres.[2] Entresacado o separado de ellos. Lo que quiere decir, si las palabras tienen algún sentido, que ha sido constituido como un hombre singular y diferente. Lo cual queda confirmado por lo que añade el texto, según el cual ha sido puesto para las cosas que miran a Dios y para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados.
Es en este sentido precisamente como los fieles siempre considerarán al sacerdote. Ya sea que lo miren con respeto, o ya sea con desprecio u odio, siempre lo verán como distinto a ellos. Amado u odiado, será en todo momento un hombre diferente. Para complacencia de unos y para pesar de otros.[3]
Pero al mismo tiempo es un hombre igual a los demás. Por eso la Carta a los Hebreos añade que está especialmente preparado para comprender y condolerse con aquellos que ignoran y yerran, puesto que él mismo está rodeado de debilidad.[4] Con lo que ya hemos encontrado juntos los dos motivos, de gloria y de tragedia, que jalonan la existencia sacerdotal. Otra más de las muchas aporías que contiene el mundo de la Fe.
De una parte, el hecho de que se vea a sí mismo invadido de miseria, obligado a defenderse de los enemigos del alma y sujeto a la concupiscencia, es lo que capacita al sacerdote para comprender las debilidades de sus hermanos los hombres. Por otra, no puede decir como su Maestro: ¿Quién de vosotros podrá acusarme de pecado?,[5] por cuanto que él mismo es un pecador. Esa doble condición, sin embargo no le exime de la obligación de proclamar abiertamente el Mensaje de Cristo, como tampoco de la de conducir con todas sus fuerzas a las almas por el camino de la santidad. ¿Cabe tragedia mayor?
Y sin embargo, en contra de lo que alguien pudiera pensar, el sacerdote no es un hombre dividido. Ni en cuanto a su persona —un puro hombre, pero investido para administrar los misterios de Dios—, ni tampoco en cuanto a sus sentimientos. Los cuales ha de asumir en la unidad existencial de su propia vida, considerándolos como el medio a través del cual ha de compartir el misterio de la vida y muerte de Jesucristo. Su propia cruz y su propio y difícil camino de santidad. Difícil para cualquier cristiano, pero mucho más difícil para él.
La tragedia de su existencia tiene que ver con el hecho de que, viéndose a sí mismo como un puro hombre y pecador, se sabe investido de un ministerio sobrenatural que lo convierte en otro Cristo. No en continuador de la Persona y de la misión de Jesucristo, ni en un mero propagador de su Doctrina, ni en un simple administrador y distribuidor de los medios de donación de la Gracia como son los sacramentos…, sino exactamente en otro Cristo. Aun siendo un ministro o embajador de Jesucristo, transciende sin embargo estas categorías para quedar constituido como si fuera él mismo la Persona de su Maestro.
2. La negación del misterio y sus consecuencias
Una de las mayores tragedias que han azotado al Catolicismo como verdadera catástrofe, originada por la herejía modernista introducida en la Iglesia a través de las corrientes ideológicas a las que abrió la puerta el Concilio Vaticano II, ocurrió desde el momento en el que el sacerdote se empeñó en dejar de considerarse a sí mismo como misterio. Cuando quiso imaginar su existencia en todo semejante a la de los demás y absolutamente igual a la de los demás. Y luego lo de siempre: cuando una cosa es privada de una nota esencial, la cual pertenece a su íntima naturaleza, deja de ser tal cosa para convertirse en otra.
El engaño, como siempre ocurre con el Modernismo, vino por pasos y, como era de esperar, difundido mediante una monstruosa campaña en la que tomaron parte, no solamente todos los medios de publicidad, sino hasta la misma Jerarquía de la Iglesia. Por entonces el Papa Juan XXIII ya había proclamado oficialmente la apertura de la Iglesia al mundo y abierto las ventanas del Vaticano.
Primero se difundió la idea, como dogma constituido e indiscutible, de la que se llamó crisis de identidad del sacerdote. Después de veinte siglos, ahora se descubría, gracias al Concilio, que no se conocía la consistencia de la naturaleza del sacerdocio, así como que tampoco se encontraban suficientes razones para explicar cumplidamente el papel del sacerdote. El fenómeno vino a coincidir con la época de la llamada promoción de los seglares, que fue otra de las grandes estupideces proclamadas por entonces como venturoso hallazgo fruto de la profundización teológica. Por fin quedaba claro (después de siglos en que los seglares habían sido sometidos y explotados por el clero) que Jesucristo había olvidado dejar suficientemente promovidos a los seglares, así como de asignarles un papel conveniente en la Iglesia. Una legión de sacerdotes se lanzó a hacer el ridículo intentando aparecer como seglares, en la vana creencia de que no mostrarse como sacerdotes era la única forma de cumplir con un ministerio… en el que prácticamente ya no creían.
El día en que el sacerdote dejó de creer en el carácter de misterio que envuelve su oficio ministerial fue de auténtica catástrofe para la Iglesia. Mayor y más terrible de lo que ordinariamente se cree. En una Sociedadsobrenatural como es el Cuerpo Místico de Jesucristo, sus fundamentos y bases son también sobrenaturales de absoluta necesidad. Pero gracias al Modernismo y a la deserción de la Jerarquía, el sacerdote dejó de ser el hombre de Dios para convertirse en un funcionario, miembro de una Nueva Iglesia que en realidad no es sino otra ONG. Fue el momento en el que quedó reducido a la condición de otro chupatintas más de la Sociedad.
La realidad conocida como sacerdocio deja de existir cuando queda desprovista de su condición de misterio. Reducido el sacerdote a la condición de funcionario, pierde el carácter de numinoso, además de las cualidades de belleza, de seducción y de fascinación que acompañan siempre al misterio sobrenatural. Como Dios, del cual es creación próxima, el sacerdocio es a la vez un misterio tremendamente próximo e inconmensurablemente lejano. Al igual que la Poesía cuando carece de duende (y deja de ser, por lo tanto, verdadera poesía), el sacerdocio deja de ser una entidad extrañamente bella y fascinante en el momento mismo en que deja de ser misterio. Es entonces cuando la antigua veneración con que los fieles buenos trataban al sacerdote ha quedado rebajada a la categoría de trato educado, así como el odio de los malvados se ha cambiado, a su vez, en un mero sentimiento de desprecio.
Pero el misterio no es una condición que acompaña al sacerdocio al modo de una guinda de adorno. Pertenece a su íntima naturaleza desde el momento en que consiste en la vida misma de Cristo, otorgada para ser reproducida en un simple hombre. En último término, el sacerdocio es el fruto del amor de Dios por los hombres hecho realidad en Jesucristo. Y tal abismo de amor manifestado en Jesucristo, trasladado a su vez, como un verdadero calco, a la vida de un ser humano para convertirlo en otro Cristo. Y el Amor de Jesucristo, bien sea considerado en la Persona del mismo Jesucristo, bien sea en la de un hombre elegido para convertirse en Él, no puede ser explicado sin acudir al misterio.
De ahí que cuando el sacerdote deja de considerarse a sí mismo como misterio sobrenatural para mirarse como mero funcionario, es porque también ha empezado a considerar a Jesucristo como un simple Jefe de Personal. A partir de ese instante, la tarea a la que estaba llamado a realizar entre los hombres ha llegado a su fin para reducirse a la nada. Como Jesucristo lo dijo claramente: Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? Ya para nada sirve, como no sea para ser arrojada fuera y pisoteada por los hombres.[6]
(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez
[1] Por eso centraremos nuestra atención especialmente sobre el sacerdote en particular, puesto que es el Pastor en la Iglesia que está más en contacto con los fieles.
[2] Heb 5:1.
[3] Jesucristo había dicho de Sí mismo que quien no está conmigo está contra mí (Mt 12:30), que es lo que hace imposible que nadie pueda alardear de una postura de indiferencia (que sería en realidad de desprecio u odio) con respecto a Él. El sacerdote es otro Cristo, y de ahí que también en esto participe de las condiciones de su Maestro.
[4] Heb 5:2.
[5] Mt 7:9.
[6] Mt 5:13.