La Misa de Gallo está marcada por un estallido de alegría y júbilo por el acontecimiento cumbre de la Navidad que es la llegada de Dios Todopoderoso en la forma de un Niño: «Se despojó de su rango y tomó la forma de esclavo».[1]
«Dios misericordioso, queriendo salvar a todos los hombres, si ellos no quieren convertirse en enemigos de sí mismos y no resisten a su misericordia, envió a su Hijo Unigénito».[2]
Setecientos años antes, ya lo había descrito con dramatismo y realismo Isaías profeta. Más tarde Jesús en su primera visita a Nazaret lee del rollo la profecía de Isaías, y termina diciendo: «Este de quien habla el profeta soy yo».[3]
Isaías describe con rápidas pinceladas las aportaciones positivas de la misión del Mesías. Al llegar a nosotros en la Navidad, dichas profecías comienzan a cumplirse en beneficio de toda la humanidad.
Destaquemos los dones que nos trae el Salvador para comprender así todo el significado glorioso para nosotros de la Navidad.
Trae a los pobres el mensaje de la Buena Nueva: ya que los considera como hijos del Padre, hermanos suyos, herederos con el mismo Jesús de los fabulosos tesoros eternos del Reino de los Cielos.
Con qué encanto cuenta San Lucas en su evangelio, que la primera invitación del Dios nacido fue dirigida a unos pobrísimos pastores, son pobres, pero su tesoro y su herencia se enriquecerán sin límites, con riquezas que no se corrompen ni se destruyen al correr del tiempo. Los pobres son fabulosos ricos en potencia, en una potencia que está en ellos que se haga realidad.
Nadie puede quedar indiferente, los pastores «fueron corriendo» a adorar al Niño. Los pobres pastores son los primeros beneficiados de la Navidad.
Jesús se abaja personalmente hasta la guarida de los pobres. En su primera predicación en Nazaret, manifestó que se refería a Él la profecía de Isaías que dice así: El Espíritu del Señor me envió a traer la Buena Nueva a los pobres.
Es ciertamente significativa esta revelación de Dios a los desheredados, olvidando expresamente a los soberbios y poderosos.
Dice San Bernardo:
«Jesucristo, el Hijo de Dios, nace en Belén de Judá. Fíjate en el detalle. No nace en Jerusalén, la ciudad de los reyes. Nace en Belén, diminuta entre las aldeas de Judá. Belén, eres insignificante, pero el Señor te ha engrandecido. Te enalteció el que, de grande que era, se hizo en ti pequeño. Alégrate Belén. Que en todos tus rincones resuene hoy el cántico del «Aleluya». ¿Qué ciudad, oyéndote, no envidiará ese preciosísimo establo y la gloria de su pesebre? Tu nombre se ha hecho famoso en la redondez de la tierra y te llaman dichosa todas las generaciones. Por doquier te proclaman dichosa, ciudad de Dios. En todas partes se canta: El hombre ha nacido en ella; el Altísimo en persona la ha fundado. En todo lugar, repito, se anuncia se proclama que Jesucristo, el Hijo de Dios, nace en Belén de Judá».[4]
Pobres de todo el mundo, vuestro día de salvación es la Navidad y Jesús vuestro único liberador.
Segundo: el Mesías anuncia a los cautivos su libertad. Es la cautividad del mal, del pecado que ciega la visión de lo noble, que paraliza los miembros para toda buena acción, que inutiliza al hombre para aspiraciones elevadas, que porta al mortal a osar en el lodo de todos los vicios. Jesús les regala la gracia con la que podrán vencer sus inclinaciones perversas, someterse gustosamente a la Ley Divina y transformarse en auténticos hijos de Dios.
«Yo, Yahvé, te he llamado en justicia; te he tomado de la mano y te he guardado; y te he puesto para que seas alianza con (mi) pueblo, y luz de las naciones; para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, y del calabozo a los que viven en tinieblas».[5]
Tercero el Mesías a los ciegos les inyectará luz, verdad, ilusión, esperanza, de un futuro feliz, a estos ciegos espirituales les permitirá que vean la gloria de Dios, su amor, su perdón en la doctrina que les enseñará.
Cada uno de nosotros es ese ciego del Evangelio. [6] Somos muchos los ciegos de nacimiento, y por lo tanto sin la capacidad de curar nuestra propia ceguera, nuestra fe es pobre, débil y corta. La primera condición entonces para el nacimiento de Jesús en el alma es reconocer que somos ciegos y dejar entrar plenamente a nuestra vida al Señor Jesús, que es «la luz del mundo».
Cuarto: a los oprimidos por Satanás el auténtico enemigo del hombre, les liberará de sus cadenas, les arrancará de sus garras, les dará oportunidad de poder elegir libremente la libertad de los hijos de Dios.
Dios quiere «arrancarnos del dominio de las tinieblas»,[7] para que vivamos en la Luz de Cristo, iluminados por su Palabra Salvadora y ante todo por su Presencia.
Y, quinto: proclamará el año de la gracia del Señor que ha comenzado, la etapa de la salvación, de la amistad íntima con Dios, de la posibilidad de recibir una generosa transfusión de la sangre misma de Dios en los sacramentos y mediante la plegaria.
Por eso la Navidad sin confesión sacramental y sin comunión eucarística no es verdadera Navidad, es no haber vivido la intensidad del Adviento que nos va preparando para el nacimiento de Jesús el Salvador en nuestros corazones.
Cuántos cristianos siguen en una práctica de pecado, en una permanencia en estado de pecado, como si se tratara de algo baladí, y no una situación de emergencia que atañe a Cielo y tierra.
Cuando uno lee con atención las Sagradas Escrituras halla estos cuatro argumentos para comprender la importancia del pecado:
- Un pecado de rebelión convirtió de ángeles brillantes en demonios horrendos a quienes se rebelaron contra Dios en el Paraíso.
- Un pecado arrojó a nuestros primeros padres del Paraíso terrenal, condenándolos a ellos y a todos sus descendientes al dolor y a la muerte corporal y a la posibilidad de condenarse eternamente.
- Un pecado y los subsiguientes pecados de los hombres exigieron la muerte en la Cruz del Hijo amado de Dios para redimir al hombre culpable.
- Un pecado mantendrá por toda la eternidad los terribles tormentos del infierno en castigo del pecador obstinado.
Estas cuatro son las más trágicas consecuencias del pecado, pero existen también otras consecuencias interiores no menos temibles, como la pérdida incomparable de la presencia y de la acción de la Santísima Trinidad en el alma que se convierte en morada de Satanás.
Sí, la Navidad es la iniciación de este poema increíble, demasiado hermoso, pero que se verifica por medio del Mesías, ya comenzando en Belén, en Navidad, ese poema que culminará en la Cruz del Calvario, y de la que emanará la Sangre de Cristo que purifica que fortalece, que anima, que impulsa a la felicidad del Reino, ese poema, cuyo final será la Resurrección, la Ascensión al Reino del Padre, y el disfrute pleno de la eterna felicidad.
La palabra Navidad ha de ser mágica para nosotros en el sentido de que sólo el hecho de escucharla, nos recuerda que Dios está a la puerta de mi vida, en el umbral de mi alma, en el vestíbulo de mi corazón. Lo que vivió la historia hace veinte centurias en la aldea de Belén, en la Navidad, está a punto de realizarse de nuevo en el recinto interno de nuestro propio ser.
Navidad es palabra, es promesa, es presencia de lo invisible, es intimidad de Dios que se acerca a quien quiera recibirle, ya no en la pobre gruta de Belén sino en la pobre gruta de mi alma, pero sobre todo Navidad es libertad y salvación.
Germán Mazuelo-Leytón
[1] FILIPENSES 2, 7.
[2] SAN AGUSTÍN, De catechizandis rudibus, n. 52: ML 40, 345
[3] SAN LUCAS 4, 16-30.
[4] SAN BERNARDO, Sermones sobre la Navidad, sermón primero.
[5] ISAIAS 42, 6-7.
[6] SAN JUAN 9, 1-41.
[7] COLOSENSES 1, 13.